De nuevo soplan los Vientos huracanados, de Julio Cid y María Elena Soteras, sobre las tablas de la sala Hubert de Blanck, esta vez con otras figuras en su doble elenco.
El espectáculo, que obtuvo una buena acogida por parte del público en sus anteriores representaciones, adquiere ahora una mayor resonancia a tenor de la polémica desarrollada en los medios intelectuales y artísticos en torno a los sucesos de la etapa amablemente bautizada como "el quinquenio gris".
Siguiendo una extensa tradición de la dramaturgia cubana vuelve a ser la familia el espacio dramático donde tiene lugar la historia ficcional. De similar intensidad y alcance que los vientos que azotan la ciudad son las contradicciones que anidan en el seno de este grupo compuesto por los hermanos Gerardo y Aníbal, su madre Maruja; Zulema, la nueva esposa de Aníbal, y la hija de este en su primer matrimonio, Salomé.
Por años ha guardado Aníbal, profesor universitario, la verdad acerca del motivo que provocó su separación de la madre de Salomé (Erlinda) tras su regreso de la contienda militar de Angola. Con similar celo ha actuado Gerardo en cuanto a las causas que lo llevaron a abandonar el teatro, su verdadera pasión, allá por los setenta.
La amenaza del huracán sirve de contexto para revelar el mapa axiológico de aquella etapa, con su intransigencia y dogmatismo capaces de mutilar las vidas de seres como Aníbal o Gerardo.
El texto de Cid muestra señales propias del costumbrismo y mueve con eficacia resortes humorísticos. Una vez más ( como en Cabaiguán-Habana-Madrid que le antecedió) se evidencian reiteraciones y falta de síntesis. También aparece por momentos un lenguaje que raya en lo pueril y una excesiva dosis de narratividad. Si bien el enfrentamiento entre los hermanos y la revelación de la verdad de Gerardo obtiene el espacio preciso en la inminencia de la permuta, no sucede lo mismo con respecto a la situación dramática gracias a la cual Aníbal conoce la realidad sobre el comportamiento de su primera esposa durante la estancia de este en Angola.
El recurso de la confesión al borde de la muerte, además de constituir un lugar común del melodrama, resulta insostenible en cuanto a su verosimilitud.
Valores temáticos del texto son las referencias al horizonte ideológico predominante en décadas anteriores con su carga inútil de machismo y su perfil monolítico, así como el cuestionamiento de los estereotipos (el "hombre nuevo", el homosexual, las artistas de cabaret.)
La puesta en escena de Soteras no consigue un discurso que trascienda la información artística de orden verbal y alcance la densidad de signos necesaria; sucesos fundamentales (como la revelación que hace Erlinda a Aníbal) no son registrados en su corpus: no provocan cambios de ritmo, ni de atmósfera, ni parecen ser tenidos en cuenta en modo alguno por sus intérpretes. Apela a códigos de esencia diversa y no logra con ello eficacia ni armonía. Me refiero, en particular, a la introducción de aquel juego con las sogas que circundan las columnas (mientras compite por la atención del espectador), sin obtener carta de legitimidad en un tejido espectacular caracterizado, hasta aquí, por la significación univalente.
En el desempeño actoral destacan Amada Morado, en su caracterización de la anciana Maruja, sobre quien descansa la línea transversal de toda la obra y el manejo de buena parte de los resortes humorísticos, que la actriz acciona con inteligencia y donaire, y Marcela García, la cual logra dotar de cierto carisma a su Salomé - débilmente diseñada desde el texto y adornada con escasas galas-- mientras la conduce con mesura por la trama, en sus relaciones con el resto, sin permitirle caer en los tentadores estereotipos ni exceder los límites de su función dramática.
Roberto Gacio tiene bajo su responsabilidad el personaje de Gerardo; el más atrayente y complejo. Pese a que en la representación que disfruté aún se apreciaban las costuras de ciertas secuencias (en cuanto a intenciones y ejecución de movimientos), su trabajo resalta gracias a la consecución de eso que llamamos la presencia del actor, en la que, además, sabe destacar el peculiar humanismo y sensibilidad de su criatura.
El público, que en varias funciones de esta temporada ha colmado el teatro, sigue la partitura con regocijo e interés. Resulta singular la relación que establece con la escena durante la secuencia correspondiente al clímax, sobre todo en el monólogo de Gerardo. Risas breves, que denotan una lectura crítica de arcaicas y absurdas concepciones, y un silencio que habla de sobrecogimiento se suceden. El aplauso final colma este diálogo a la par que reafirma la satisfacción que sienten nuestros espectadores ante historias, personajes y acontecimientos que reconocen como propios.
Página enviada por Esther Suárez Durán
(30 de marzo de 2007)