De la mano de Las viejas putas llega a nuestro público Raúl Damonte (Copi), dramaturgo, narrador, y dibujante argentino, en una versión realizada por Juan Carlos Cremata Malberti que se inspira en sus relatos y dibujos.
Con la colaboración de Vladimir Cuenca, en el diseño de vestuario; de María Luisa González, a cargo de las pelucas, y Tony Pardo del maquillaje se recrean en el ámbito de la escena las curiosas imágenes de estas esperpénticas criaturas. La concepción escenográfica cierra el escenario y utiliza como pantalla de proyección su fondo mientras emplea apenas algunos muebles y objetos. Desde el espacio teatral se refiere el mundo singular del comic, la historieta, el cine silente y el de animación ayudado por el predominio de los tonos negro y blanco — a veces un toque de rojo en los labios — y por el trabajo de luces, que cuida de recortar las siluetas contra el fondo al inicio de cada cuadro, a los que se suman los efectos visuales y las animaciones de Rudel Reyes y Amaury Ramírez, respectivamente.
Durante hora y media aproximadamente desfilarán ante el público ocho historias distribuidas en un similar número de cuadros, intermediadas por fragmentos de conocidos números musicales y presentadas por títulos en la pantalla, al estilo de la época muda del cine.
La dramaturgia espectacular de las mismas muestra desniveles. El cuadro titulado El loquito no exhibe la misma calidad del resto.
Otros, como El sexo de los marcianos y El creyón de labios, deben ser cuidados por los intérpretes en cuanto a progresión y ritmo.
En la función que disfruté siete actores, de un elenco general de doce que se alternan presentaciones y papeles, desempeñaron los diecisiete personajes previstos siguiendo la mejor tradición de la farsa.
El discurso del actor muestra una rica partitura que toma en cuenta la calidad de la voz, la gestualidad, la mímica del rostro, la dirección de la mirada, el ritmo, las reiteraciones, rupturas, pausas, silencios a lo cual se une el travestismo como recurso expresivo. En el conjunto destacan las interpretaciones de Edith Massola, en sus tres criaturas; Carmita Ruiz, particularmente en la Sara de La señora Soledad, y Ernesto González, este último, de un modo muy especial, en la Carmelina de Los viejos sentimientos donde su sobriedad expresiva logra, en el segmento final de la fábula, resultados verdaderamente notables.
La mayoría de las historias ponen en escena a unas viejas singulares que expresan una ancianidad burlona y vital, de un poderoso apego a la vida. Por ello es el sexo el pivote de la acción. De la contradicción entre estas figuras con cierto hieratismo (la Profesora de Lección de amor), o manifiesta decrepitud (Teté y Carmelina, en Los viejos sentimientos y Soledad, en La señora Soledad) y sus apetencias sexuales, de la sorpresa que nos aguarda en Mister Molton y en El sexo de los marcianos, por solo citar algunos ejemplos, y el grado de irreverencia ante determinados temas y status , nace el humor.
Como el resto de la producción de su autor Las viejas putas es una propuesta inscrita en el espíritu de la subversión y la herejía. Nada nuevo, sin embargo, en la larga tradición de la escena occidental que halla sus antecedentes en las fiestas báquicas e inicia, luego, la comedia antigua donde eran frecuentes las referencias fálicas, las burlas de los calvos y deformes, la presencia de viejos groseros que golpeaban a diestra y siniestra con sus bastones y en cuyo decurso también se insertan los primeros mimos, con sus representaciones ligeras y generalmente obscenas y las conocidas farsas atelanas emparentadas, de una parte, con la emergencia del títere[1] y, de la otra, con la aparición en el siglo XVI de la Commedia dell’Arte.
En pleno cierre del siglo XIX (diciembre de 1896) se producirá el estremecimiento del teatro burgués con el escándalo del desconcertante Ubú Rey, de Jarry, que hallaría casi cuarenta años después su formulación teórica en los Manifiestos del Teatro de la Crueldad, de Antonin Artaud.
Hacia la mitad del XX la escena propia será sacudida por la Electra Garrigó y La boda de nuestro Virgilio en sus respectivos estrenos de 1948 y 1958.
El marcado énfasis que han obtenido el desnudo, las referencias sexuales y las palabras que clasifican como vulgares y obscenas en los discursos escénicos de los tiempos más recientes termina por colocar el tema en la agenda de reflexión mientras provoca alineamientos viscerales en los públicos: unos se colocan en la ribera del rechazo absoluto y otros militan en el bando de la atracción.
Al respecto me prevenía uno de nuestros mayores artistas. Existe el peligro de delinear el perfil de un público que acuda a nuestras salas en pos de estímulos superficiales; del escándalo y el morbo, y luego resulte incapaz de disfrutar y exigir espectáculos donde se ejercite el pensamiento y el resto del registro emocional. No parece ser una alerta vana, sobre todo cuando revisamos la cartelera y establecemos un saldo. La garantía radica en lograr un adecuado balance en la programación que se ofrece y una promoción inteligente que jerarquice aquellas ofertas que más la necesitan.
Con relación al título que nos ocupa opto por pensar que no busca los extremos para atraer a toda costa público a las salas, que su intencionalidad no se inscribe en una competencia entre creadores para ver quién consigue resultar más herético.
Mi experiencia entre sus espectadores me induce a pensar que la confrontación va por otro camino. Si nos coloca en una condición incómoda ella es la de reconocernos críticamente. Cuando aquí reímos llevamos a efecto uno de los más sanos ejercicios: reírnos de nosotros mismos.
Para gustos, colores, reza el popular refrán. Colocados sobre el filo de la navaja, como dividendo se obtiene la sabiduría de nuestra escena y de nuestro público (que expresa, a fin de cuentas, esa singular curiosidad, rapidez y plasticidad del cubano) de ampliar cada vez más sus horizontes.
Espectáculo liberador que nos da oportunidad de exorcizar, mediante la risa, los falsos pudores y los tabúes que el medio cultural insertó en nuestro imaginario y nuestra sensibilidad, Las viejas putas, más allá de la diversidad de valores, hábitos, juicios y prejuicios, nos asoma a una vejez riente que nos regala, por sobre todas las cosas, la celebración de la vida.
Nota de referencia
- En el títere, desde la primera figura registrada por la historia y que corresponde al Oriente, el Vidushaka hindú, destaca el carácter satírico, lujurioso e irreverente.
Página enviada por Esther Suárez Durán
(26 de marzo de 2007)