P — ¿Qué éramos entonces Maestro?
JM — Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norte América y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos.
P — ¿Y los negros de África que los españoles llevaron como esclavos a América después de exterminar a los indios, dígame de esos? ¿ y de los campesinos?
JM — El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura.
P — ¿Y la fe?
JM — Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles, y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.
No hay odio de razas, porque no hay razas.
P — ¿En América hay muchos pueblos?
JM — En América hay dos pueblos, y no más que dos, de alma muy diversa por los orígenes, antecedentes y costumbres, y sólo semejantes en la identidad fundamental humana.
P — ¿Pudiera explicarme más?
JM — De un lado está nuestra América, y todos sus pueblos son de una naturaleza y de cuna parecida o igual, e igual mezcla imperante; de la otra parte está la América que no es nuestra, cuya enemistad no es cuerdo ni viable fomentar, y de la que, con el decoro firme y la sagaz independencia, no es posible y es útil ser amigo. Pero de nuestra alma hemos de vivir, limpia de la mala iglesia y de los hábitos de amo y de inmerecido lujo.
P — ¿Cómo debemos de andar?
JM — Andemos nuestro camino, de menos a más, y sudemos nuestras enfermedades. La grandeza de los pueblos no está en su tamaño, ni en las formas múltiples de la comodidad material, que en todos los pueblos aparecen según la necesidad de ellas y se acumulan en las naciones prósperas, más que por genio especial de raza alguna, por el cebo de la ganancia que hay en satisfacerlas.
El pueblo más grande no es aquel en que una riqueza desigual y desenfrenada produce hombres crudos y sórdidos y mujeres venales y egoístas; pueblo grande, cualquiera que sea su tamaño, es aquel que da hombres generosos y mujeres puras. La prueba de cada civilización humana está en la especie de hombre y de mujer que en ella se produce.
P — Usted siempre ha creido en el amor...
JM — El amor puro, la hospitalidad amable, la confianza histórica, la familia honrada. Gran salvación. Las cuestiones políticas no alcanzan a hacer rudo el carácter afable de la tierra. No se puede ser mezquino, ni egoísta, ni brusco bajo un cielo tan hermoso. Se examina al extranjero, se le pregunta, se le duda tal vez, pero no se le odia.
Si es hombre de salón, no tardará en llevar del brazo a una mujer bella y afable; si es hombre de labor, no tardará en haber tierra de lujosísimos productos; todo es nuevo, todo es explotable. Al hombre trabajador, al inteligente, al bueno, la tierra le brinda vida, antes que él, menesteroso, de ella la demande. ¡Mi tierra americana, tan maltratada y tan hermosa! ¡Tan desconocida, tan amable, tan buena!
P — UD no deja de escribir, de pensar, aprender como un niño con cuadernos nuevos. ¿Qué significan los libros para José Martí?
JM — Saber leer es saber andar. Saber escribir es saber, ascender.
Pies, brazos, alas, todo esto ponen al hombre esos primeros humildísimos libros de la escuela. Siémbrense química y agricultura, y se cosecharán grandeza y riqueza. Una escuela es una fragua de espíritu; ¡ay de los pueblos sin escuela!, ¡ay de los espíritus sin temple. Cada libro nuevo, es piedra nueva en el altar de nuestra raza.
P — ¿Una apreciación final sobre América?
JM — Tenemos más elementos naturales, en estas nuestras tierras desde donde corre el Bravo fiero hasta donde acaba el digno Chile, que en tierra alguna del Universo; pero tenernos menos elementos civilizadores, porque somos mucho más jóvenes en historia, no contamos seculares precedentes y hemos sido, nosotros los latinoamericanos, menos afortunados en educación que pueblo alguno; tristes memorias históricas -secretos de muchas desdichas- que no es el caso traer a la luz...
P — ¿Y de Europa?
JM — Europa busca los productos de nuestro suelo, que dan brillo a sus plazas numerosas.
P — ¿Vd. ha escrito en más de una oportunidad que ama la polémica y la tribuna?
JM — Amo la tribuna, la amo ardientemente, no como expresión presuntuosa de una locuacidad inútil, sino como una especie de apostolado, tenaz, humilde y amoroso, donde la cantidad de canas que coronan la cabeza no es la medida de la cantidad de amor que mueve el corazón (...) Estoy orgulloso, ciertamente, de mi amor a los hombres, de mi apasionado afecto a todas estas tierras, preparadas a común destino por iguales y cruentos dolores.
P — Sé que no le gustan las lisonjas, en más de oportunidad ha afirmado que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz. UD que ha dicho que ve al periodista como un soldado ¿qué opina de la prensa?
JM — La prensa no puede ser, en estos tiempos de creación, mero vehículo de noticias, ni mera sierva de intereses, ni mero desahogo de la exuberante y hojosa imaginación. La prensa es Vinci y Angelo, creadora del nuevo templo magno e invisible, del que es el hombre puro y trabajador el bravo sacerdote. Aquí hierven, junto con los modernos problemas humanos, los problemas concretos de América, y ambiciones que alarman y grandezas reales que deslumbran.