Cuba

Una identità in movimento


El carnaval de Santiago de Cuba

José Millet


Al pueblo santiaguero
cuya alegría de vivir comparto
como el mejor rasgo de nuestro carácter nacional


Foto tomada de: http://www.cherker.com/template/w09/show_article.php?shopid=20628&qid=23015Mamarrachos en Oriente, diablitos en La Habana: una expresión para sintetizar gráficamente, a partir del fenómeno festivo, dos elementos que nos remiten a los dos polos de una cultura nacional sólidamente levantada sobre un pasado donde la vida cotidiana fue el caldo de cultivo para la formación de tradiciones sin cuyo conocimiento es imposible entender al cubano de hoy. En nuestro país la historia y la formación de la espiritualidad propia han marchado siempre de la mano; entonces, es obligado referirnos a esta relación al estudiar o presentar cualquier aspecto de nuestra cultura nacional.

Por donde nace el sol en Cuba empezó todo: el descubrimiento de América por Colón, el proceso de conquista y colonización, la instauración de la Villa primada de Nuestra Asunción de Baracoa, en el extremo más oriental del caimán, y las primeras muestras de resistencia de nuestros nativos habitantes, entre quienes se destacó el cacique Hatuey, venido de Haití y quemado en la hoguera por el fuego inquisitorial del invasor español. Aquí surgió también el sentimiento de patria chica del criollo, por su apego a la tierra que lo vio nacer y de la cual aspiró diariamente un humus especial que lo alimentó hasta provocar en él la necesidad de la libertad.

[...] Nuestras fiestas de carnaval, en sentido general, son el resultado final de un proceso de transculturación que arranca en la Europa occidental del Medioevo. En definitiva, debe tomarse muy en cuenta que fueron los hijos de la España de finales de ese periodo histórico quienes establecerían aquí su cultura. Intento significar con esta afirmación algo que con cierta frecuencia se olvida: de su visión del mundo, sentimientos, ideas y patrones de comportamiento se partiría en aquel referido proceso que, en verdad, a la larga tomaría rumbos y vericuetos insospechables.

Esto lo ilustra lo que sucedió con el Corpus Christi, nombre de la celebración establecida por la Iglesia Católica para honrar la Eucaristía o comunión sacramental con que esta renueva el sacrificio propiciatorio de Cristo en el objeto de su cuerpo y de su sangre. Aquel acto se hizo de obligación pública y regular, fue declarado Día Santo, devino en un enseriamiento dramático e, incluso, fue acompañado de una procesión que se extendió por todo el mundo del Occidente cristiano. La institución oficial eclesiástica movilizó siempre todos sus recursos para eliminar el fondo ancestral de paganismo que envolvía la mentalidad del hombre marcado por el Medioevo, pero nunca se hizo efectiva total ni radicalmente esta intención o voluntad. De acuerdo con E.O. James (Cuban Festival, 1993:67/68), la procesión del jueves después del Domingo de la Trinidad, en que se portaba la Hostia y el Santísimo Sacramento a través de las calles medievales, era seguida de príncipes, de magistrados y del clero y miembros de las Ordenes religiosas. Y en nuestra ciudad santiaguera ocurriría tiempo después un fenómeno similar, aunque matizado por elementos propios de estas latitudes tórridas, como fue la participación de los negros africanos arrancados de su tierra natal por la violencia e introducidos aquí en condición de esclavos, entre otros factores étnicos y culturales de no menor relevancia.

La procesión terminaría por imponerse como el motivo central de la celebración litúrgica y — cosa muy importante — devendría en un espectáculo que cautivaría a la gente común y encendería el imaginario colectivo. Las representaciones escénicas que acompañaban a la extensa variedad de ritos de estas celebraciones, lejos de erradicar sentimientos profundamente arraigados en el inconsciente, se convertirían en las avenidas secretas y, a su vez, en el terreno fértil donde se sembraría y fructificaría la cultura del pueblo español, que luego sería trasplantada al Nuevo Mundo. Esto implicó, como ha señalado David H. Brown (Cuban Festivals, 1993: 68), una inevitable secularización y un hecho parecido a una "carnavalización" del Corpus Christi. El drama litúrgico realizado en los predios del edificio eclesiástico pasó a manos de actores legos que lo realizaban en las calles y en las plazas de mercado, mientras se movía la procesión. En el ínterin, se le incorporaron episodios burlescos y cómicos de las representaciones callejeras propias de lo vernáculo.

Permítaseme una pausa para apuntar que aquí estamos ante algunas de las formas y motivos que conducirían a la creación de un tipo de teatro sui generi surgido en los barrios del Santiago de Cuba colonial durante la celebración carnavalesca y que perduraría hasta el siglo XX: son aquellos que están en la base del denominado teatro de relaciones, fuente de inspiración de las obras cumbres de la compañía profesional Cabildo Teatral Santiago. Por fortuna de Dios o no sé debido a que extraño sortilegio, todavía este sobrevive en nuestra ciudad o, al menos, sobrevive su aliento o espíritu en la voluntad de un grupito de actores que se han aferrado al teatro de relaciones como a lo más importante de sus vidas. Tal vez en sus conciencias, o en el concepto de la responsabilidad social que en ellos es manifiesta, esté la importancia de mantener lo más viva posible una tradición y una de las expresiones estéticas más auténticas y definitorias del santiaguero. Esa tradición, de profunda raíz de pueblo, hizo posible la puesta en escena de una obra, entre otras memorables, que pasó a la historia del teatro nacional como uno de sus hitos más importantes: De cómo Santiago Apóstol puso los pies en la tierra, con texto original de Raúl Pomares. En esta obra no solo se pone de manifiesto magistralmente la conjunción historia/cultura apuntada más arriba, sino también algunos de los rasgos del santiaguero, visibles en su forma peculiar de asumir valores fundamentales y en su singular manera de desarrollarse en la vida cotidiana.

El grupo de actores aferrados a este tipo de teatro callejero está liderado por el dramaturgo y también actor Rogelio Meneses, quien ha puesto las manos encima de las brazas para reafirmar esa línea estética en su Laboratorio Teatral Palenque, cuyos integrantes desfilan cada año frente al jurado del carnaval, acompañados en algunas ocasiones por algunos extranjeros que viajan a la ciudad para disfrutar de estas fiestas inigualables y para tomar clases de danza o de percusión. Estos, atónitos, descubren un comportamiento festivo original y la excelencia del teatro de relaciones, y terminan enrolándose en esta troupe [...].

Si he llamado la atención acerca del tema, es por un solo motivo: porque el carnaval es una fiesta que necesariamente implica una forma de representación teatral y, además, porque difícilmente podrá encontrarse en otro sitio de Cuba, y creo que tampoco en ningún otro de las Américas, un fenómeno teatral similar surgido del pueblo, del sujeto que creó el carnaval para entregarse a él con toda el ímpetu o impulso creador del ser humano, y de la comunidad que es capaz de edificar con su accionar permanente, sea dirigido conscientemente o inconscientemente. Porque de ambas clases de batientes debe hablarse al tratar de este singular fenómeno, no reducible a sus apariencias de mero folklor.

Parto del principio de que cada fenómeno de la cultura debe ser estudiado a partir de su historia y nuestro carnaval local no puede ser entendido si dejamos de referirnos al entramado social inicial que rigió durante mucho tiempo la vida de la colonia española que era Cuba y, en ella, la de Santiago de Cuba. Recordemos a propósito que los cabildos africanos surgieron en el marco legal establecido en la península ibérica y que desde allí fueron trasladados al Nuevo Mundo. En la añeja ciudad de Sevilla se registra su existencia en fecha tan temprana como el Siglo XIV y, en opinión de Fernando Ortiz, "de Sevilla vinieron los cabildos y cofradías negras a las Indias, reproduciéndonos la organización metropolitana donde hubo un núcleo de africanos" (Ensayos etnográficos, 1984: 15).

Los primeros esclavos africanos fueron introducidos en Cuba en el siglo XVI y procedían de España, donde sus ideas, costumbres y tradiciones habían recibido la influencia de la cultura eurooccidental. Siguiendo un patrón preestablecido, los esclavos de una misma nación fundaron cabildos homólogos en el poblado, la villa o la ciudad donde residían. Sus integrantes, de ambos sexos, se reunían en casas propias o alquiladas en los días festivos en que eran autorizados a tocar sus atabales y tambores, así como a cantar y a bailar. Además de estas actividades musicales y danzarias que contribuían a preservar sus tradiciones culturales, estas corporaciones prestaban auxilio o socorrían a los socios, enfermos y a sus familiares. Se trataba, pues, de asociaciones nada sencillas en cuyo interior pudieron iniciarse complejos procesos asociados a la génesis y configuración de un ser social que concluiría por devenir diferente al del peninsular, por atisbar superficialmente una de sus aristas.

Asimismo, el fondo monetario acumulado mediante el cobro de cuotas individuales aportadas por sus miembros, en ocasiones fue empleado para obtener la libertad de algún asociado cuando esta pudo ser negociada con los amos. Este hecho, al parecer desprovisto de alcance, tiene que ver tanto con su capacidad de negociación con la clase social dominante, como con la posibilidad de servir de marco legal y material para permitir el cambio de estatus social de algunos de aquellos siervos o de sus descendientes inmediatos.

Además de una estructura jerarquizada, estas asociaciones posibilitaban que se presentasen en escena algunos figurantes perfectamente identificados durante las representaciones danzarias, pantomímicas y teatrales, como el rey, la reina, el capataz, el mayordomo, los oficiales y los vasallos, cuyos nombres nos indican a las claras el remedo — pero no en pocas ocasiones la burla — de los cargos y posiciones sociales de sus correspondientes en la sociedad colonial imperante en la época. El reinado, o la corona que lo simbolizaba, era ostentado por el individuo más experimentado o reconocido. Su elección lo elevaba a un nivel por encima del detentado por el resto de los miembros del cabildo, pero su poder estaba drásticamente limitado por el régimen de esclavitud a que todos estaban sometidos. La reina estaba situada en el escalón siguiente al ocupado por el rey y su función principal consistía en asistirlo en el control del fondo de la asociación.

En sus valiosas Crónicas de Santiago de Cuba (1925), el historiador y escritor Don Emilio Bacardí nos legó un bello pasaje referido al entierro solemne del rey congo José Trinidad XXXV ocurrido en nuestra ciudad. El hecho ilustra elocuentemente el significado relevante en que devenía la muerte de uno de estos encumbrados personajes de los cabildos. Estos no eran solo espacios autorizados por el gobierno colonial español para la preservación de tradiciones culturales como las de índole artística, sino a su vez el espacio social donde se expresaban otros elementos tal vez de mayor importancia social, como el de las costumbres religiosas. La religión ha ocupado desde entonces y siempre un lugar principal en el seno de estas sociedades afrocubanas, en primer lugar por constituir el vínculo más directo con el mundo ancestral al que míticamente era — y es aun hoy — reducida África y por el papel altamente cohesionador que desempeñaba entre aquellos negros africanos sometidos a un régimen de bárbara opresión [...].

Fernando Ortiz, en su ensayo "Los cabildos afrocubanos" (Los bailes y el teatro de los negros, 1981: 440/41) lo ha analizado claramente cuando escribió a propósito:


"Algunos y tal vez todos los cabildos tenían carácter religioso [...] y lo prueba el hecho de portar fetiches en sus comparsas. Estas manifestaciones religiosas se prohibieron muy pronto, al menos en la vía publica, por creerlas perjudiciales a la religión católica. Entonces los negros resolvieron el problema simplemente, adoptando como patrono algún ídolo del santoral católico que fuese afín al africano, transmitiéndole todo el poder de su fetiche, o mejor dicho, confundiéndole con aquel. Tan es así, que el fetiche llevado procesionalmente fue sustituido por el santo pintado en una bandera; símbolo este ultimo que sin duda fue tomado del ejército español, que deslumbraba el animo [...] de aquellos negros".


La decadencia de los cabildos de nación tuvo un punto de giro con la abolición de la esclavitud, ocurrida en 1886. En enero del año siguiente, el gobierno central obligó a que los cabildos se inscribieran en el registro civil según las regulaciones de la Ley de asociaciones. Finalmente, a partir de abril de 1888, el gobierno civil cuestionó el carácter tradicional de aquellos, cuestionamiento punitivo que les asestó un duro golpe al atacar el espacio de relativa libertad en que se manifestaban algunas de sus costumbres, muy arraigadas en la conciencia del grupo étnico y de la comunidad en un sentido más amplio. En otras palabras, el puño de la Iglesia daba una vuelta de tuerca más apoyándose en la legislación a la que debían ajustarse estas asociaciones o, por el contrario, desaparecer. La inscripción debía hacerse bajo la advocación de un santo católico y en la parroquia más cercana a su sede social, para ejercer un mayor control eclesiástico y, finalmente, debían comprometerse a transferir todos sus bienes a la Iglesia católica en caso de disolución.

Foto tomada de: http://www.train-de-luxe.com/main1.html[...] Los cabildos adoptaron las denominaciones que les impuso la oficialidad, pero el pueblo los siguió invocando con sus nombres originales. La memoria colectiva ha conservado en Santiago de Cuba los del cabildo Cocoye, el Club Juan de Góngora (reconocido cabildo de oriundez conga), la Sociedad el Tibere, el Cabildo Santa Bárbara, el Cabildo San Salvador de Orta — tras del cual se mencionaba el Cabildo Vivi —, la Sociedad Nuestra Señora del Carmen — actual Cabildo Carabalí Olugo — y la Sociedad Carabalí Izuama. Tenemos el excepcional privilegio de contar con estos dos últimos cabildos más que centenarios en nuestro carnaval, los que encabezan el desfile inaugural de estas fiestas como un modo de reconocimiento a los altos y significativos valores de que son portadores. Y en ellos, durante los últimos años, sus miembros corporativamente manifiestan los contenidos y ritos ancestrales que por largo tiempo les fue prohibido exhibir públicamente, dentro o fuera de sus locales.

Durante la colonia, estas asociaciones intervinieron activamente en los espectáculos festivos públicos. Entre estos, el Día de Reyes y las fiestas en honor del santo patrón de cada villa constituyeron espacios privilegiados para la participación de aquellos cabildos de nación. [...]

También en la memoria colectiva permanece el recuerdo de las peregrinaciones del Cabildo congo o Club Juan de Gongora por las calles santiagueras. Ha sido el historiador Jose María Ravelo quien me ha puesto en evidencia la estrecha conexión existente entre el comportamiento publico de los miembros de estos cabildos bajo la licencia de estas fiestas y el éxtasis religioso que era imposible reprimir entre sus miembros. Así lo ha dejado traslucir él en su libro Medallas Antiguas (1939: 137):


"Desde el amanecer del Día de Reyes recorrían las calles con gran algazara que mezclaba las voces con los sonidos de algunos instrumentos y el ruido [...] ensordecedor de los atabales. Desfilaban en grupos bailando y cantando poseídos de alegría frenética que se exteriorizaba sin trabas ni disimulo".


Como veremos más adelante, los cabildos de nación se transformarían en comparsas, legándole al carnaval una fuerte corriente de savia amalgamada por el ritmo de los tambores africanos y ayudando a convertirlo en uno de los espacios festivos más originales y representativos de la cultura tradicional del pueblo cubano. Justamente, la riqueza de su música, sus instrumentos musicales, el contenido y la expresividad de sus cantos así como la variedad de la danza y los bailes contribuirían a que nuestro carnaval local alcanzase la condición de ser un manantial que tributo y aún tributa importantes valores a una cultura propia que no se doblegó al dominio ni a la imposición de la cultura de la clase dominante, que intentó castrarlo y hacerlo desaparecer con la arrogancia del poder. ¿Qué otro sitio si no el más alto podrían esperarle a los miembros de la Carabalí Olugo y de la Carabalí Izuama en estas fiestas de julio con que el pueblo de Santiago de Cuba, en el ejercicio libre de su actitud justiciera y con plena alegría, los reconoce como aquellos que supieron mantener una herencia que perdurará en el tiempo?

Me parece que ha valido la pena echar esta ojeada a tan relevante asunto de índole histórica y étnico-cultural, sin cuyo conocimiento difícilmente estaríamos en condiciones de entender lo que sucede en la ciudad no solo durante la realización de varios de los desfiles que roban el interés de casi toda la población, sino también lo que experimenta en su interior cada ciudadano simple, no importa el color de la piel ni su estatus social, o la mayoría de los vecinos de un barrio cuando vibran al fragor de los golpes del tambor, del sonido de la estridente corneta china y de la lucha encarnizada entre una y otra comparsa o paseo por hacerse del primer lugar en las competencias de cada año. Esa vibración, y en particular ese espíritu que se apodera del individuo y del colectivo, nos vienen del fondo de nuestra historia, son los que nos arrastran con ímpetu frenético que bordea el delirio báquico y necesitamos reconocer que ellos forman parte de una herencia que se gestó en la confluencia de las expresiones que nos vinieron de diversas latitudes del planeta, entre las que están la hispana, la africana, la francesa y la asiática, y que tiene mucho que ver con una vocación libertaria, que está en la base misma de nuestro ser nacional.

Desde fecha tan temprana como principios del siglo XVII, se ha podido documentar el paso de las procesiones por los alrededores de la catedral de Santiago de Cuba, hasta culminar con un acto solemne frente al Cabildo o Ayuntamiento de la villa. Frente a este, cada año y para la fecha de los festejos con que era honrado el santo patrón de la villa, o sea Santiago Apóstol, los reyes y reinas de los cabildos de nación recibían los correspondientes aguinaldos, luego de haber desfilado detrás del cortejo oficial. Pero este acto pautado en una fecha no era más que un hito, aunque ciertamente decisivo, de unas fiestas que arrancaban con la celebración de San Juan (junio 24), pasaban por Santa Cristina, Santa Ana (julio 26) y, con pequeños recesos, se extendían hasta San Joaquín (agosto 31). Obviamente, el día más señalado era el consagrado a honrar a Santiago, fecha que — desafiando las tempestades del accionar humano y las turbulencias del tiempo — se ha mantenido hasta el presente como la más significativa.

En el lento y profundo proceso de transculturación ocurrido en la Isla, según lo definió conceptualmente y trató de demostrarlo con toda su obra el sabio cubano Don Fernando Ortiz, en aquellas celebraciones patronales se configurarían, hasta llegar a imponerse, las agrupaciones procedentes de los cabildos de nación africana, a cuyos integrantes se les denominó mamarrachos. Fue tal la fuerza atronante de estas agrupaciones y su impacto en la psique y en la imaginación colectiva, que el carnaval perdió su nombre para adquirir uno definitivo: fiesta de mamarrachos o, simplemente, los mamarrachos. Aunque este es el componente distintivo o definidor del carnaval local, reflejo en sí mismo del carácter del propio santiaguero, faltaríamos a la veracidad histórica y a la objetividad si lo considerásemos como un fruto exclusivo de la herencia africana, por lo que es acertado remitirnos al factor de transculturación para explicarlo.

El brillante pensador cubano Joel James Figarola ha estudiado en uno de sus ensayos (recogido también en su libro En las raíces del árbol, 1993) cómo la procesión propia del catolicismo oficial que imperó en Cuba durante la colonia hizo posible la aparición de la comparsa, agrupación típica y definitoria del quehacer carnavalesco del santiaguero. Remitimos al lector a esta fuente inestimable para la comprensión de nuestro objeto de estudio y aun para diferenciarlo del carnaval habanero. No siempre, naturalmente, fue igual, pero, en términos generales, la comparsa ha conservado un núcleo esencial hasta el presente, que no niega que de este pueden haberse derivado variantes significativas, como el paseo, que tanta brillantez y plasticidad ha proporcionado a las fiestas mayores de julio, según el gusto de amplios sectores de la población.

El paseo está integrado por figurantes, bellamente vestidos, que se desplazan a ambos lados de y en el centro de la vía ejecutando coreografías deslumbrantes por su precisión, movimientos sincronizados y colorido, según una música de orquestas que la ejecutan en vivo in situ o, en los últimos años, grabada en cintas magnetofónicas. Cada una de estas impresionantes agrupaciones se hacen acompañar de lujosas carrozas, en las que también bailan jóvenes de ambos sexos y de mascaras a pie que arrancan el aplauso atronante de los espectadores por el diseño original de su vestuario y la brillantez y exuberancia de su colorido, que a veces alcanza el nivel de lo psicodélico. En ello se encuentra, entre otras, la influencia de carnavales foráneos, como el de Río de Janeiro, por ejemplo. Hay paseos que combinan muy bien lo tradicional con lo moderno, pero entre los más renombrados de la ciudad se encuentran los de La Placita; el del barrio de El Tivoli, y el de La textilera, por citar algunos ejemplos.

La comparsa ha estado conformada por grupos de personas que desfilaban, primero a continuación o al final de la procesión, tras el núcleo músico-danzario de los cabildos de nación y que luego, paulatinamente, se irían integrando a el, no a modo de coda o apéndice, sino como parte de su movimiento envolvente en su paso por el exterior de la villa. Eran figurantes, enmascarados o no, que no se contentaban con mirar desde la ventana de la casa familiar o desde algún otro predio el espectáculo — como se ha hecho siempre en La Habana hasta el día de hoy —, sino que, por el contrario, preferían incorporarse a la celebración festiva haciéndolo de la manera más activa. De ese modo, la conclusión fue que tales comparsantes terminaron por formar parte orgánica de unas agrupaciones que no las puede encontrar el visitante sino es en esta, la Ciudad Héroe de la República de Cuba por más de una razón y que, con toda justicia, debería haber sido proclamada patrimonio cultural de la humanidad por hechos de tanta relevancia universal como el carnaval, entre otras razones.

La comparsa ha descrito formas muy definidas en su evolución. Hay quienes opinan que primero fue la comparsa, definida como una agrupación musical dominada por los tambores de oriundez africana y, mucho más tarde, con la intervención de la corneta china. Conga fue un nombre introducido por los habaneros, en las primeras décadas del siglo XX, para diferenciar un fenómeno que podría haber tenido un punto de semejanza con el tipo de agrupación propia de las fiestas carnavalescas en La Habana. Siguiendo esta lógica, podríamos visualizar que entre las comparsas se destacan, sin embargo, dos tipos de agrupaciones carnavalescas cada vez más radicalmente divergentes: la primera, la conga, se centra en el elemento musical, contando como centro un conjunto de percusión afrocubana que descansa en los tambores de origen africano y que puede o no incorporar bailarines. En cambio, el segundo tipo ha ido incorporando los bailarines cada vez más con tanta profusión y peso, hasta el punto de haber servido de puente a una tercera forma expresiva del carnaval: el paseo, arriba descrito.

Si me pidiesen definir lo más característico del carnaval santiaguero diría sin vacilar ¡la conga!, que es la variante original y definitiva de la comparsa, en tanto entraña un núcleo percusivo que hace las veces de centro de un conjunto musical que se desplaza al toque acompasado de sus instrumentos por el perímetro urbano de la ciudad, arrastrando tras de sí, en un movimiento danzario impresionante, a la mayoría de la población. Ella es franca hechura nacional por la participación espontánea y libre del pueblo, en un ambiente de entrega absoluta, con la cual se siente plenamente identificado el barrio y la comunidad mayor. Eso es lo que se pone de manifiesto en la comparsa conga, cuyo epíteto nos remite inequívocamente a la herencia africana, sin un atisbo de duda, pero que refleja magistralmente en su conjunto la versatilidad del cubano en cuanto productor de arte y maestro por su capacidad de integrar conjuntos danzarios sin que medie una organización profesional en su sentido convencional. La participación colectiva de amplios sectores de la sociedad en un hecho cultural que remite a la identidad de un pueblo, pudiese ser resumido en el desplazamiento bamboleante y enloquecedor de los pies de los santiagueros por cada milímetro de su villa, al compás de una música única que se origina y expande en la conga — fenómeno que solo podría compararse, hasta cierto punto, con las escuelas de zamba del carnaval brasileño.

Este fenómeno colectivo y público, de participación activa de la gente en el hecho cultural, tanto en las fases de la preparación como de la ejecución de la fiesta, ha tenido otros correlatos — también espontáneos — en otros niveles de la colectividad. El pueblo, desde siempre, se vestía de mujer y salía a las calles a divertirse con esta transversión de género, la cual era aceptada por el "estado llano", pero no siempre por los estratos encumbrados de la clase dominante y mucho menos por el clero. La represión ejercida con saña contra las congas alcanzó momentos virulentos durante la República, llegando al punto de la suspensión del carnaval y a la destrucción de los tambores, cuando el pueblo desafiaba la autoridad del alcalde de turno y los sacaba a las calles, hechos que han sido muy bien documentados por la investigadora Nancy Pérez en su importantísimo libro en dos tomos intitulado El carnaval santiaguero (Editorial Oriente, 1988).

[...] En el ámbito familiar y suprafamiliar se articulaban espontáneamente segmentos más pequeños de los habitantes de un barrio para producir fenómenos de tanta espontaneidad como los descritos. Por las calles se desplazaban comparsitas con gente que percutía claves, latas o incluso cucharas con el mero deseo de divertirse. Pero existían también las llamadas parrandas o pequeños grupos de vecinos que se desplazaban por su barrio al compás de los pies o de algún ocasional instrumento musical, a la vez que cantaban y bailaban con un aliento de frescura. Debe apuntarse que algunos de los cantos han sido y son improvisados y aluden a situaciones microlocalizadas o propias de la ciudad, con elementos de crítica social, expresados abiertamente en sus cantos o con metáforas o con expresiones de doble sentido. Es lo más común que sucede hoy en nuestro carnaval cuando alguna comparsa atraviesa la urbe, cantando y bailando del modo más jocoso.

De otro modo no se puede desentrañar el sentido del sujeto actor de esta creación cultural, llamado comparsero o comparsante, heredero de los mamarrachos o de aquellos figurantes que llenaron de colorido y gracia la sociedad colonial y que se prolongaron hasta la República. Figurante que alcanza su sentido de completitud con la integración a un colectivo musico-danzante itinerante, pero que también puede lograr el nivel máximo de expresividad individualmente, con idéntica muestra de su gracia y desenfado, como mascara a pie o simplemente como un cubano más que disfruta sin cortapisas de una fiesta que tiene un solo actor, al mismo tiempo que un solo creador de ella: el pueblo, del cual surgió y al cual tributa generosamente lo mejor de sí con las fulguraciones de todo su ser puesto en perpetua tensión creadora. Por eso es que, situados en esta perspectiva, es permisible afirmar que el carnaval santiaguero, además de ser el más tradicional de Cuba en el orden del tiempo y de la herencia africana y nacional, pudiese ser definido como el de los mamarrachos: el de los figurantes plenos de espontaneidad, creatividad y libertad para expresar, sea colectiva o individualmente, los contenidos y las formas que han estado en la base de nuestra formación nacional tanto en el orden espiritual como histórico.

El carnaval santiaguero es una fiesta de pueblo por este motivo y por otros no menos convincentes. En primer lugar, por la vocación de participación colectiva del propio santiaguero que todo lo contagia con su alegría y espontaneidad. En segundo lugar, por el ángel musical y danzario que lleva prendado a su cintura y a todo su cuerpo, don que le ha permitido hacer de su entorno social la cuna de creaciones artísticas puestas hoy en la cima del reconocimiento mundial, como el son.

[...] Hoy el carnaval se realiza en dos arterias principales de la ciudad cabecera de la provincia: en el Paseo Martí y en la avenida de Trocha, que en el imaginario colectivo son como el resumen bullente, tropeloso y multitudinario de estas fiestas. A ambos lados de estas importantes arterias se construyen quioscos, restaurantes y otras instalaciones donde se expenden bebidas alcohólicas — entre ellas la económica y preferida cerveza a granel o de pipa — y comidas. En el interior de estos establecimientos, o en sus alrededores, suena el traganiquel con acetatos que soportan piezas de música cubana, se sitúa un aparato musical multinstrumental heredado a fines del siglo XIX de los franceses y surgido en Manzanillo: el órgano oriental, cuyos soportes son piezas de cartón perforadas con música tradicional ejecutada en vivo. El entramado rústico que se teje en aquellas arterias incluye tarimas donde agrupaciones de pequeño formato ejecutan música, todo esto para ser oído y, en primer lugar y especialmente, para bailar. En muchos otros sitios o barrios de la ciudad ocurre algo semejante, aunque en menor proporción o medida, como en el reparto Sueño, adonde acude mayoritariamente la juventud.

Con la nueva división politico-administrativa (1976), importantes y vitales poblados que ostentaban la condición de términos municipales pasaron a ser barrios de Santiago y las antiguas, originales y fuertes tradiciones festivas que atesoraban como propias desaparecieron, como lo ilustran el caso del poblado de El Cobre, sede del santuario de la famosa Virgen de La Caridad, y de El Caney, celebre por sus frutas inspiradoras de un son que, en su momento, el Trío Matamoros paseó por el mundo como signo identificativo de la cultura cubana. El carnaval, por último, se extiende a los restantes 13 municipios de la provincia santiaguera, algunos de ellos con tradiciones propias y a los que viajan los santiagueros con el mismo entusiasmo con que lo hacen centenares de miles de paisanos suyos que habitan en La Habana y para quienes estas fiestas se sitúan en el sitio supremo de la escala de su preferencia en razón de la reafirmación de su identidad más profunda. No hay para ellos, pues, ninguna otra celebración de igual o parecida naturaleza que alcance tanta importancia.

Pero hasta inicios de la República el carnaval privilegiaba el casco histórico de la ciudad, exactamente en los alrededores del Parque Céspedes y el jurado era situado en el balcón del Ayuntamiento, muy cerca de donde se sentaba el alcalde para ver el desfile. Fuera de este espacio oficial, las fiestas transcurrían en el mencionado Paseo Martí y en otros barrios sedes de las famosas comparsas de El Tivoli, el Guayabito y San Agustín. La disputa principal se centraba en dos barrios: el de Los Hoyos, liderado por Juan Gualberto Ortiz, "Chechereku", y el de El Tivoli, donde todos los vecinos seguían entusiastamente a un personaje cuyo nombre ha pasado a la memoria colectiva de Santiago: Feliciano Mesa. Divisiones internas provocaron la aparición de las dos agrupaciones más arriba mencionadas (El Guayabito y San Agustín) y, para entonces, las tres comparsas más importantes empleaban la corneta china como una de sus armas preferidas en las competencias.

Hasta la década del 20, estas fiestas transcurrieron encima de los carriles de las tradiciones heredadas de un pasado colonial y conservaron, más o menos, un sabor genuino de pueblo. Pero a partir de la década siguiente, coincidiendo con el gobierno del General Gerardo Machado, lentamente el carnaval caería en las garras de la manipulación de las grandes empresas capitalistas, como las firmas roneras y cigarreras. Alberto García Torres (Millet et al.: Barrio, comparsa..., 1997: 219) fue el artífice de un evento denominado la Gran Semana Santiaguera en el que, según sus propias palabras, "participaban las fuerzas vivas de la ciudad, como los Club "Leones" y "Rotario", la Cámara de Comercio, los Detallistas, etc.

A partir de 1948 ellos se integraron en un comité encargado de organizar los carnavales más modernos de Santiago de Cuba, antecedidos o preparados por el evento mencionado antes. En efecto, esa Gran Semana se inició con propaganda de la cerveza Hatuey y del ron Bacardí y, según García Torres, se trataba de un concurso económico del gobierno, del municipio, de la industria, del comercio y también de una competencia del pueblo, porque no eliminó totalmente su iniciativa de producir arte y belleza en el ámbito de cuadra y de barrio, pese a que todo quiso estar regido por la competencia económica. El concurso para elegir la reina del carnaval y sus damas de compañía era ganado por quienes acumularan más etiquetas de los productos de las firmas que entraban en el juego, El premio de las comparsas, paseos y mascaras a pie lo daba la alcaldía y la construcción de las carrozas la financiaban la industria y el comercio. Estas terminarían por imponer hábitos de consumo sustitutivos de aquellos otros bienes culturales consagrados por la tradición. Ese fue el motivo del surgimiento de espacios competitivos desde el punto de vista comercial, como la Trocha, de la que, no obstante, se ha sabido apoderar gradualmente hasta convertirla en uno de sus espacios más simbólicos. Diez años después, se iniciaría un proceso de cambio social radical que trataría de revertir esta situación, pero que se vería enfrentado al deterioro y a los patrones de consumo material que gravitaron negativamente en torno a estas fiestas.

[...]

Este prodigioso fenómeno cultural, sustentado en el derroche de la imaginación, la plasticidad y el poder del arte arrollador de una comunidad, cuelga de un andamiaje sólidamente cimentado en el pasado, como puede apreciarse en algunas puntadas de lo aquí dicho. La cultura cubana es una desde su origen y en el punto cimero de su concreción, sin excluir diversidad ni multiplicidad creadora. Cuando hablo del carnaval santiaguero salta a mi lengua una palabra mágica: conga y, a continuación, esta otra: corneta china, que es, quiérase o no, el símbolo de este carnaval. Sin su inclusión o análisis no hay una interpretación correcta de la historia ni mucho menos una comprensión completa del alcance en extremo abarcador de estas fiestas. Música ¿china? Ironía de una realidad irreductible que, sin proponérselo, me recuerda que somos un ajiaco, una síntesis de elementos procedentes de todos los confines del planeta: de los nativos de estas tierras denominadas por el invasor como América; de Europa, de África, de Asia y de otros lugares no registrados u olvidados, como nos lo señaló siempre Ortiz.

En efecto, hubo en Cuba una inmigración asiática, en la segunda mitad del siglo XIX, que dejó huella profunda en más de una esfera de la vida social del pueblo cubano, sin excluir su historia y su cultura. En la primera década del XX, se instaló en Santiago de Cuba — traído desde La Habana — aquel instrumento musical, calificado por algunos como mágico y sin el cual no podría actuar ni tampoco ser entendida la comparsa conga, esencial como hemos visto, para la definición y perfil de nuestro carnaval. No hay ninguna otra fiesta colectiva en nuestro país que halla podido combinar estos dos elementos — el africano y el asiático — aparentemente tan excluyentes, como no hay tampoco cultura local ni regional, también en nuestro país, a la que se le haya añadido este otro: los componentes de la cultura "francesa", más propiamente definida como la cultura francohaitiana proveniente del cercano Haití.

A menudo se echa al olvido que la segunda lengua hablada en Cuba es el criollo haitiano, estadísticamente hablando. Detrás de ello hay una historia que avala el aserto de que la francesa sea considerada como la tercera raíz de nuestra cultura nacional. Todo ocurrió en este caso, y como casi siempre con la mayoría de otros muchos, por el Oriente del archipiélago: con la ola descomunal de inmigración forzada francesa, de principios del XIX, provocada por la insurrección victoriosa de los esclavos de la colonia francesa de Saint Domingue. Presencia cercana pero profunda que se hizo todavía más avasallante durante las tres primeras décadas de la centuria siguiente, con el casi un millón de haitianos que pasaron por las antiguas provincias de Oriente y Camagüey, en condición de cortadores de caña de azúcar y como consecuencia del boom azucarero provocado en nuestro país por la I Guerra Mundial. En el orden cultural, entre otros efectos positivos, la primera ola migratoria francohaitiana marcaría el mapa de esta parte del país con un sello especial, el cual seria rematado por la segunda ola de influencia espiritual que calo tan hondo como para que, por ejemplo, el vodú pudiese ser considerado como el ultimo sistema de pensamiento religioso del pueblo cubano, sin menoscabo de ninguno de los otros ya aceptados.

Para otro sitio de Cuba resultaría inusual lo descubierto por la investigadora cubana Elisa Tamames: el hecho de que en Santiago de Cuba ya participaban en su carnaval comparsas tahonas, de sello francohaitiano, desde el año 1800. Los "negros franceses" tocaban sus tumbas en el mismo espacio en que lo hacían los esclavos africanos de diversa procedencia étnica con sus marimbas y otros de sus instrumentos musicales, además de reportarse para esa temprana fecha la ejecución del minué, la contradanza francesa y el rigodón como manifestaciones que contribuían a proporcionar una atmósfera especial a aquellas celebraciones festivas locales. El folclorista santiaguero Ramón Martínez y Martínez fue mucho más concluyente en su afirmación de que las comparsas cabildos que desfilaban entonces para los mamarrachos de Santa Cristina, Santiago y Santa Ana "eran, al principio, de negros franceses; luego se cubanizaron; y por ultimo, por los años 1874-75, hubo cabildos de negros y blancos". Desde los primeros años del siglo XIX, en efecto, hubo cabildos que bailaban "francés" con casacas de lana, guantes de gamuza y corbatas de cuello alto, de acuerdo con la moda de la aristocracia europea. En las zonas urbanas, tanto negros como mulatos se recreaban con la contradanza, el minué, el rigodón y otros bailes de los amos "franceses", lo que evidenciaba cuán acentuado estaba un fenómeno que se había producido ya en Haití: la asimilación de ciertos elementos de la cultura europea dominante.

Justamente, en aquel periodo en la villa se hablaba tanto castellano como francés y se experimento en ella un cambio drástico no solo en las costumbres, sino también en las ideas y en la mentalidad de la época, notablemente influenciada por el espíritu innovador venido de Francia, como ha sido reconocido desde entonces. Por tanto, resulta bastante evidente que se produjesen notables cambios en el modo de llevar las fiestas, tanto en lo colectivo pero sobre todo en el ámbito de las casas familiares, como lo ha afirmado el propio Goodman en su libro testimonial Un artista en Cuba. No sé en que fue más decisivo ese influjo galo, si en el ámbito de las creencias religiosas que tienen que ver con el vodú, notablemente, o en el ámbito de las licencias concedidas en el comportamiento público, muy censurado por la moral de la timorata sociedad hispana que entonces ostentaba el poder ideológico en la colonia de Cuba.

En la villa resultaba notoriamente importante todo el influjo galo, de manera especial en la cultura tradicional del pueblo llano. Ello queda demostrado no solo por la preeminencia de la lengua y los modales galos, sino precisamente por el lugar y el peso de una institución inicialmente rural: las sociedades de tumba francesa, surgidas al abrigo del impetuoso desarrollo de la agricultura y de la industria cafetalera, que situarían a la mayor de las Antillas entre los primeros productores del grano del mundo. Estas tumbas luego rodearían la vida urbana hasta adquirir en ella una fuerza y un poder no reconocidos hasta hace pocas décadas por los estudios sociológicos de la cultura en nuestro país. No existe en Cuba otra ciudad donde instituciones de este tipo y estilo hayan influido más y con mayor arraigo en la sociedad y en la espiritualidad de sus habitantes que en Santiago de Cuba. La razón es de carácter histórico y se refiere a la larga duración de la presencia francesa en ella, la que ha permitido un influjo y una profundización de su cultura como en ningún otro sitio del archipiélago cubano.

Las sociedades de tumbas francesas contribuyeron a dibujar la fisonomía de la ciudad, incluso delimitando sus barrios, como en aquellos en que ellas dejaban sentir decisivamente su influjo. Así, han sido notables los barrios de El Tivoli — adonde irían a parar los celebres personajes escapados de las páginas de la novela El reino de este mundo, del escritor Alejo Carpentier — y de Los Hoyos, sede de la comparsa conga más famosa de la Isla, que ostenta el nombre de El Cocoye, derivado precisamente de una de esas sociedades de tumba francesa que ha recorrido con su fama y excelencia artística todo el territorio nacional, y allende el mar, en alas de la Conga del barrio de Los Hoyos, donde tuvo su sede. Algunas de aquellas tumbas fueron visitadas asiduamente por notables hijos de la ciudad quienes, en el proceso por las guerras por nuestra independencia nacional, se convertirían en personalidades políticas de las más conspicuas de nuestra historia patria, como el Mayor General Antonio Maceo y Flor Crombet, por citar solo a dos de los más nobles paladines.

Más allá de algunos rasgos concordantes, han sido estos dos barrios contrincantes, en lo relativo a la preponderancia e imposición cultural, oposición manifiesta de manera irrebatible en el despliegue de energías e iniciativas para lograr el triunfo de su comparsa o de su paseo, sea en uno o en otro caso. Por El Tivoli se introdujo la corneta china, para quedarse definitivamente en la cultura tradicional de Santiago de Cuba y del cubano. Fue en Los Hoyos donde cristalizó la conga que alberga la fuerza de las tradiciones más radicalmente enraizadas en la conciencia y en el comportamiento del cubano, incluyendo en esta aseveración la razón moral de una sociedad afincada en el suelo patrio y en el sustrato ancestral de un espíritu inclaudicable por su capacidad de resistencia ante las adversidades y, ambas, por la rebeldía y la voluntad de luchar. Igual razón las asiste, aun en su oposición y en la competencia creadora, en la verdad de su mundo interior cimentada en la belleza del arte, la mejor bandera de triunfo en cualquier combate.

Hay quienes ponen en tela de juicio la salud del carnaval santiaguero, para mí el más tradicional y fuerte de Cuba. Argumentan que la estatalización excesiva y sofocante se ha impuesto en las últimas décadas lesionando la iniciativa de los comparseros en el ámbito de su célula primaria y a algunas de sus tradiciones más notables. Hemos discutido opiniones parecidas en algunos foros locales patrocinados por la delegación provincial de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba y le hemos concedido alguna cuota de verdad, en especial a lo concerniente a la perdida en ocasiones gratuita e injustificada de tradiciones y de valores artísticos inherentes a las mismas. Se han producido efectos negativos en las tradiciones provocados por esta clase de problemas y por otros de diversa naturaleza, uno de los más notorios es el que se inscribe en el marco material que rodea y condiciona a estas fiestas. En fin de cuentas, la cultura es un organismo vivo sometido a una dinámica que la hace cambiar o evolucionar para adaptarse a las circunstancias diversas a que la somete la sociedad. El carnaval no escapa a esta situación.

Nuestro carnaval cuenta con una estructura o anatomía muy sólida: con las agrupaciones de origen africano más antiguas del país, cuales son los Cabildos Carabalí Olugo y el Izuama, con basamento en una región de Nigeria; la Tumba francesa, con más de cien años de existencia; otras agrupaciones más que centenarias, como la Conga de Los Hoyos y otras próximas a cumplir cantidades de años equivalentes. Desde mediados de los años sesenta del siglo XX documentamos la actuación de grupos de gaga haitianos en las fiestas de julio de Santiago, lo cual podría ser algo extraño si pensamos en otras localidades urbanas del país. Pero no es este aspecto cuantitativo el que nos indica la fortaleza o debilidad de una manifestación cultural, sino el estado emocional y espiritual del sujeto colectivo que la creo y que la sostendrá en correspondencia con los factores de riesgo o con la voluntad y el empeño que pongan en juego, según se lo exijan las necesidades del momento. Es la cualidad, pues, la que debe ser tomada en cuenta cuando se desea analizar honestamente ante alguien que no conoce una cultura su estado actual y su futuro, aunque sea este inmediato.

He tenido la dicha de volver a participar recientemente en uno de los fenómenos que, en mi concepto de la cultura, podría definir mejor dicho estado. Me refiero a la invasión, al recorrido que realiza una comparsa por el perímetro urbano para medir su fuerza frente a los grupos carnavalescos de otros barrios contrincantes y para mostrarse ante su barrio y, más allá de este, ante la comunidad total de la ciudad que establecerá inmediatamente un diagnostico certero sobre su situación. Confieso que, para sorpresa mía, no solo la conga invasora demostró fehacientemente cuan crecida y fuerte esta en ella la tradición carnavalesca que no pocos cuestionan, sino que también el resto o el conjunto de las principales agrupaciones carnavalescas de Santiago también demostró tal arraigo y poderío. Y, cosa todavía más importante, he podido comprobar que el comportamiento festivo típico del santiaguero — el mismo que he estudiado en los libros y, sobre todo, en la realidad enriquecedora de su vida cotidiana, durante buena parte de mi vida — se ha mantenido incólume, a pesar, ciertamente, de múltiples circunstancias adversas que arrancaron del capitalismo y que, lamentablemente, también lo han rodeado en los últimos tiempos.

Es importante, pues, asomarse sin miedo al pozo de la conciencia o del inconsciente colectivo, donde laten y viven estas tradiciones. Yo me he atrevido a hacerlo y le he tomado el pulso y he comprobado el ritmo de sus latidos, y nada me indica la cercanía de una enfermedad ni mucho menos de una muerte repentina, como los más negativistas vaticinan. La sociedad, el pueblo, el actor principal que rige los destinos de las costumbres y los sentimientos, ha sabido retener con gran sabiduría los contenidos esenciales de un arte ancestral que se expresa en un comportamiento individual y colectivo dirigido a preservar la identidad cultural de la comunidad, sea la local o la nacional.

En otras palabras, con la continuidad del carnaval santiaguero sucede algo parecido a lo que acontece con la conciencia y con el comportamiento religioso, vinculados ambos radicalmente con ese sentido de la identidad antes referido. Pueden modificarse sus formas, los modos y medios a través de los que ellos se expresan, pero el núcleo esencial se mantiene como un centro de resistencia extrema ante el peligro, como parte inherente o consustancial de la estrategia de sobrevivencia del ser humano y de la sociedad frente a los factores que someten a prueba su ser. Quiérase, o crease o no, esto es lo que me dice el individuo en su bregar diario con la existencia y el sujeto colectivo con su tesonera lucha por ser cada vez mejor y con su voluntad de esforzarse por alcanzar estadios más elevados o, al menos, cualitativamente, superiores del vivir. Esta inquietud y esta lucha son los sintamos inequívocos de ese estado de salud al que, con satisfacción y alegría, me he referido siempre que hablo de la cultura tradicional del pueblo, no exenta de peligros, riesgos amenazantes y de retos insospechablemente poderosos frente a los cuales se tiene que bregar con buen tino y sagacidad para no perecer.

Si alguien, dudoso o agnóstico en lo relativo a nuestra realidad, me preguntase cuál es el diagnostico clínico que podría establecer yo acerca del estado espiritual del cubano, le sugeriría solo una cosa: visite el carnaval de Santiago de Cuba y sumérjase en el accionar permanente de una sola comparsa, la del barrio de Los Hoyos, y luego compruebe usted con sus propios ojos la buena salud física y mental de la que goza el cubano actual, enfrentado, no obstante, a los mayores retos de la historia.

    La Habana, abril 9 de 2001




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(15 de agosto de 2008)



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