Cuba

Una identità in movimento


Cuba y Céspedes: Su primer y último combate por la libertad de un pueblo

Wilkie Delgado Correa


Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo (1819-1874)"¡Han muerto al Presidente!"

Al recorrer las páginas de la historia de Cuba, nos encontramos con el hombre que desatara por primera vez la guerra por la independencia de la nación, y que por los actos de su vida pasara a ser reconocido como Padre de la Patria.

Cuando profundizamos en su vida, escudriñando en los acontecimientos históricos en que estuvo inmerso y en su inmenso caudal de ideas y sentimientos extraordinarios, no puede uno menos que pensar que está frente a una novela singular que sorpresivamente emana de la existencia de un pueblo en su etapa de formación.

Carlos Manuel de Céspedes y Castillo (18 de abril de 1819-27 de febrero de 1874) es un personaje que se caracterizó, como él mismo confesara a su esposa Anita,


"... porque son grandes luchas las escenas de la vida de un hombre como yo y que te basta conocer que en ellas van saliendo siempre vencidas el sentimiento de tu amor...".

"Mi situación es excepcional. No la gradúen por comparaciones históricas, porque se exponen a errores. Nada hay semejante a la guerra de Cuba. Ningún hombre público se ha visto en mi situación. Es necesario tomar algo de todos y echarlo en un molde especial para sacar mi figura. Ninguna medida me viene: ninguna ficción se me asemeja. Tengo que estar siendo un embrión abigarrado. Y aquí está la dificultad: en la elección de la crisálida".


Carlos Manuel formaba parte del grupo de conspiradores reunidos para acordar el levantamiento cubano por la independencia. Sentados alrededor de una mesa de caoba, cada uno ha expresado su visión sobre las condiciones existentes para el alzamiento que se proponían realizar. Sólo Carlos Manuel está impaciente. El tiene sus razones para acelerar el levantamiento. Y así lo expresó:


"Todo lo sé, pero no es posible aguardar más tiempo. Las conspiraciones que se preparan mucho, siempre fracasan, porque nunca falta un traidor que las descubra. Yo estoy seguro que todos los cubanos seguirán mi voz. España está revuelta ahora, y esto nos ahorrará la mitad del trabajo. Si no me hallara tan seguro del triunfo, no me arrojaría a comprometer el destino, el porvenir y las esperanzas de mi patria".

"A un pueblo desesperado no se le pregunta con qué pelea. Estamos decididos a luchar y pelearemos aunque sea con las manos".

"Señores: la hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas ¡Levantémonos!".


Meses después, Carlos Manuel, el más impaciente de los conspiradores, al tener noticias por un familiar que trabajaba en el telégrafo, que se había comunicado a las autoridades de Manzanillo que se procediese a su detención, decidió inmediatamente informar al resto de los complotados con la decisión de adelantar la fecha del inicio del estallido revolucionario. Pocos días antes de empezar la revolución, estando a la mesa en su ingenio La Demajagua, uno de los conspiradores le había preguntado con qué armas habrían de levantarse contra los españoles. Carlos Manuel, inmutable, le respondió:


"Ellos las tienen".


¿Cómo era aquel hombre que las circunstancias lo ponían al frente de un movimiento armado que desafiaría frontalmente el poderío de España? Se puede resumir que era un carácter rebelde. Era un verdadero carácter, un hombre que, a pesar de su pequeña estatura, sobresalía siempre por encima de cuantos pudieran rodearlo.

El 10 de octubre de 1868 el Ingenio La Demajagua lanzó su repique en señal de convocatoria a reunión. Carlos Manuel, montado en caballo impetuoso como su jinete, observó a la gente salir presurosa de los dos caserones y de los barracones. Las puertas habían quedado abiertas y las mujeres estaban asomadas. Los hombres, trabajadores y esclavos, ocuparon la plazoleta frente al jagüey. Todos los ojos estaban fijos en Carlos Manuel, que estaba transfigurado. Parecía alguien del otro mundo, comentaría alguien más tarde. El amo de la guerra parecía un hombre de fuego, dirían los esclavos, recordando la visión de aquel día.

Carlos Manuel esperó que todos estuvieran a su alrededor.


"Ciudadanos, - les dijo - hasta este momento habéis sido esclavos míos. Desde ahora, sois tan libres como yo. Cuba necesita de todos sus hijos para conquistar su independencia. Los que me quieran seguir que me sigan; los que se quieran quedar que se queden, todos seguirán tan libres como los demás".


Todos los treinta y siete hombres dieron su aprobación con gritos de Viva Cuba Libre. Acto seguido, cada uno salió a buscar algo con qué armarse. Los esclavos liberados tomaron machetes y palos de los alrededores.

Al cabo de algunas horas, en que nadie durmió, al conjuro de los preparativos apresurados para la acción libertaria, todos los alzados en armas dejaron La Demajagua el día 11 por la madrugada, y tomaron rumbo hacia otras haciendas para reunirse con otras fuerzas revolucionarias que esperaban el estallido. Iban con mucho más entusiasmos que con armas y organización.

Durante su primer combate, las tropas bisoñas de Carlos Manuel atacaron el poblado de Yara. Sorprendidas las tropas insurrectas, retrocedieron en desorden. Carlos Manuel y un corto número de seguidores, sostuvieron el fuego, y luego se retiraron sin ser perseguidos. La tropa menguada de Carlos Manuel, quedó reducida a doce hombres. Alguien desalentado ante el espectáculo de la derrota y la desbandada, exclamó:


"¡Todo se ha perdido!"


Carlos Manuel, resuelto, ripostó en el acto.


"Aún quedamos doce hombres: basta para hacer la independencia de Cuba".


El grupo de rebeldes, encabezados por Carlos Manuel, continuó su marcha con la intención y esperanza de reorganizar las tropas desperdigadas.

Así empezaron los primeros combates de la revolución naciente de Cuba, que se mantuvo bajo su dirección durante 5 años hasta su deposición nefasta, ocurrida el 27 de octubre de 1873, a consecuencia de manifestaciones de división y diferencias políticas en el campo insurrecto.

El día de su muerte era viernes 27 de febrero de 1874. Habían transcurridos meses de peregrinaje del ex presidente, y se encontraba en esa época, mal custodiado, en un sitio de la Sierra Maestra.

El ejército enemigo salió del cocal al amanecer en dirección a San Lorenzo.

Ese día Carlos Manuel estaba invitado a almorzar en la casa de Evaristo Millán, vecino a una legua de San Lorenzo. Pero como amaneciera indispuesto y sin deseos de pasear y, además, como por la noche había llovido mucho, había suplicado a Lacret, quien tenía los caballos preparados para la excursión, le rogara a Millán lo excusara de su asistencia al almuerzo. Después, se encerró en su cuarto y empezó a escribir en su diario unos apuntes urgidos por una premonición extraordinaria. En ellos reseñó sus apreciaciones sobre cada uno de los diputados que habían participado en su deposición.

Cuando hubo terminado las notas en su Diario, Carlos Manuel pasó a desayunar con el Prefecto Lacret. Conversaron sobre la lluvia de la noche anterior, de su suspendida visita a Millán, de su estado de indisposición y de su no asistencia tampoco al baño diario en el río debido a esa causa.

Mientras tanto, las tropas españolas ascendieron por el camino estrecho que las conducía hasta la cima del Cordón de Oro. Cuando fueron avistadas por la posta cubana, éstas les hicieron disparos que, a la vez, servirían de alarma para los residentes en San Lorenzo y como aviso sobre el avance del enemigo. Sin embargo, el viento de norte a sur se llevó los ecos de los disparos. La posta vio el repliegue de la tropa enemiga dentro de las malezas a un lado del camino, y después observó el avance de las columnas. Pero confiaba en el aviso y alarma acordados.

Carlos Manuel jugó unas partidas de ajedrez con Lacret y Pedro Maceo.

El jefe de la columna enemiga había indicado a sus hombres el avance hacia uno de los flancos desde donde podrían avistar al poblado.

A esa hora Lacret y otros hombres estaban bajando una cuesta para ir hacia una poza del río. Jesús Pavón, uno de los ayudantes de Carlos Manuel, estaba construyendo un rancho fuera de allí. Carlitos, su hijo, había salido a buscar unos zapatos en casa de un vecino, cuya casa estaba cerca del río.

Carlos Manuel salió de su bohío hacia la casa de las hermanas Beatón. Iba vestido con un terno de paño negro compuesto de chaqué de paño negro, pantalón de casimir oscuro, chaleco de terciopelo a cuadros con rayas punzó. Se hubiera dicho que tal elegancia en aquel día era motivado por una visita de cumplido especial. Al cinto, como de costumbre, iba colgado el revólver Smith-Wesson en su vaina, que lo acompañaba durante todo el tiempo de la guerra.

Después de saludar a las hermanas, intercambiaron sobre aspectos familiares y del vecindario. Carlos Manuel tomó la taza de café que le brindaron. Unos minutos después pasó al rancho de Panchita, distante sólo unos metros.

La tropa enemiga ha llegado a las inmediaciones del caserío. Se prepara para efectuar su ataque por dos puntos, el de la derecha con dos compañías al mando de un comandante. Las tropas restantes están a las órdenes del jefe de batallón de zapadores. Desde el sitio en que están desplazados, los soldados enemigos sólo esperan la orden del ataque.

Una niña vecina llegó agitada a la casa de Panchita. Informó a Carlos Manuel que los soldados españoles estaban en los alrededores. Éste se levantó inmediatamente y sacó su revólver. Sereno, trató de escrutar los alrededores a través de unas rendijas. No observó ningún movimiento. Y decidió salir por la puerta trasera.

El jefe de la tropa enemiga dio la orden de disparar y avanzar hacia el caserío.

Carlos Manuel, sabiéndose solo, salió de la casa con el revólver en mano. Decidió huir por entre unas malezas y hacia un farallón desde donde pensó despeñarse para poder librarse de la persecución. Descartó huir en dirección norte, hacia el río y el monte que se encontraba detrás, porque calculó que el enemigo ya ocuparía esta zona. Así que echó a correr en dirección noroeste, por un desmonte lleno de bejucos, ramas y árboles secos, que iba a dar a un barranco de unos cuatro metros de profundidad. Por este lado alcanzaría el río, y podría escaparse.

Las descargas atronaron el espacio. Los soldados emboscados empezaron a avanzar hacia el caserío. El grupo de soldados que divisó la carrera a campo traviesa de Carlos Manuel, le gritó que se detuviera, mientras le perseguía.

El grupo de cubanos que se encontraba en el río, escucharon los gritos de las mujeres y la algazara de la turba de soldados enemigos que hacían descargas cerradas. Luego de acercarse al escenario del combate, el grupo decidió la retirada ante el numeroso fuego enemigo.

Un capitán, un sargento y tres soldados corrían detrás de Carlos Manuel para capturarlo. El capitán gritaba estentóreamente: ¡Date prisionero! Carlos Manuel, dándose una vuelta entre la maleza, disparó al capitán. Acto seguido continuó su carrera. Un trecho más allá, cerca del barranco, se volvió y disparó al sargento. Después saltó una palizada y se lanzó por el barranco. Tal vez en el abismo, tuvo la sensación de que caería liberado o atrapado. Allí, enclavado en los escombros, entre ramas y troncos secos de una labranza, recibió el disparo de un rifle pegado encima del pecho.

En estos breves minutos finales de su vida quizás imaginó que escaparía de sus enemigos como otras tantas veces, o quizás sintió que abrazaba y besaba a sus hijos mellizos y luego se les escapaban como en un sueño. Se había cumplido el vaticinio confesado unos meses antes en carta a su esposa:


"Yo estoy bien persuadido de que no he de volver a verte, porque moriré en la guerra, o alguien me matará antes. Nunca conoceré a nuestros hijos más que por retratos..."


El cuerpo inerte de Carlos Manuel fue retirado de la hondonada y arrastrado, a través de las malezas y el suelo del tramo que había recorrido, hasta cerca de la casa de donde había salido.

En los alrededores, ya los soldados españoles habían iniciado el incendio de los bohíos.

Cuando Panchita pudo observar el cadáver de Carlos Manuel, lanzó un grito desgarrado por la desesperación y angustia, y exclamó:


"¡Ay! ¡Ése es el Presidente! ¡Han muerto al Presidente!"


Estremecida por los nervios, Panchita se sostenía el vientre con los brazos entrecruzados, como si quisiera proteger con ese gesto al hijo de Carlos Manuel que llevaba en su seno.






    Wilkie Delgado Correa
    Doctor en Ciencias Médicas
    Profesor Consultante y Profesor de Mérito del Instituto Superior de Ciencias Médicas
    Escritor y periodista





Página enviada por Wilkie Delgado Correa
(27 de febrero de 2010)


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