El grupo de rebeldes, encabezados por Carlos Manuel, continuó su marcha con la intención y esperanza de reorganizar las tropas desperdigadas.
Así empezaron los primeros combates de la revolución naciente de Cuba, que se mantuvo bajo su dirección durante 5 años hasta su deposición nefasta, ocurrida el 27 de octubre de 1873, a consecuencia de manifestaciones de división y diferencias políticas en el campo insurrecto.
El día de su muerte era viernes 27 de febrero de 1874. Habían transcurridos meses de peregrinaje del ex presidente, y se encontraba en esa época, mal custodiado, en un sitio de la Sierra Maestra.
El ejército enemigo salió del cocal al amanecer en dirección a San Lorenzo.
Ese día Carlos Manuel estaba invitado a almorzar en la casa de Evaristo Millán, vecino a una legua de San Lorenzo. Pero como amaneciera indispuesto y sin deseos de pasear y, además, como por la noche había llovido mucho, había suplicado a Lacret, quien tenía los caballos preparados para la excursión, le rogara a Millán lo excusara de su asistencia al almuerzo. Después, se encerró en su cuarto y empezó a escribir en su diario unos apuntes urgidos por una premonición extraordinaria. En ellos reseñó sus apreciaciones sobre cada uno de los diputados que habían participado en su deposición.
Cuando hubo terminado las notas en su Diario, Carlos Manuel pasó a desayunar con el Prefecto Lacret. Conversaron sobre la lluvia de la noche anterior, de su suspendida visita a Millán, de su estado de indisposición y de su no asistencia tampoco al baño diario en el río debido a esa causa.
Mientras tanto, las tropas españolas ascendieron por el camino estrecho que las conducía hasta la cima del Cordón de Oro. Cuando fueron avistadas por la posta cubana, éstas les hicieron disparos que, a la vez, servirían de alarma para los residentes en San Lorenzo y como aviso sobre el avance del enemigo. Sin embargo, el viento de norte a sur se llevó los ecos de los disparos. La posta vio el repliegue de la tropa enemiga dentro de las malezas a un lado del camino, y después observó el avance de las columnas. Pero confiaba en el aviso y alarma acordados.
Carlos Manuel jugó unas partidas de ajedrez con Lacret y Pedro Maceo.
El jefe de la columna enemiga había indicado a sus hombres el avance hacia uno de los flancos desde donde podrían avistar al poblado.
A esa hora Lacret y otros hombres estaban bajando una cuesta para ir hacia una poza del río. Jesús Pavón, uno de los ayudantes de Carlos Manuel, estaba construyendo un rancho fuera de allí. Carlitos, su hijo, había salido a buscar unos zapatos en casa de un vecino, cuya casa estaba cerca del río.
Carlos Manuel salió de su bohío hacia la casa de las hermanas Beatón. Iba vestido con un terno de paño negro compuesto de chaqué de paño negro, pantalón de casimir oscuro, chaleco de terciopelo a cuadros con rayas punzó. Se hubiera dicho que tal elegancia en aquel día era motivado por una visita de cumplido especial. Al cinto, como de costumbre, iba colgado el revólver Smith-Wesson en su vaina, que lo acompañaba durante todo el tiempo de la guerra.
Después de saludar a las hermanas, intercambiaron sobre aspectos familiares y del vecindario. Carlos Manuel tomó la taza de café que le brindaron. Unos minutos después pasó al rancho de Panchita, distante sólo unos metros.
La tropa enemiga ha llegado a las inmediaciones del caserío. Se prepara para efectuar su ataque por dos puntos, el de la derecha con dos compañías al mando de un comandante. Las tropas restantes están a las órdenes del jefe de batallón de zapadores. Desde el sitio en que están desplazados, los soldados enemigos sólo esperan la orden del ataque.
Una niña vecina llegó agitada a la casa de Panchita. Informó a Carlos Manuel que los soldados españoles estaban en los alrededores. Éste se levantó inmediatamente y sacó su revólver. Sereno, trató de escrutar los alrededores a través de unas rendijas. No observó ningún movimiento. Y decidió salir por la puerta trasera.
El jefe de la tropa enemiga dio la orden de disparar y avanzar hacia el caserío.
Carlos Manuel, sabiéndose solo, salió de la casa con el revólver en mano. Decidió huir por entre unas malezas y hacia un farallón desde donde pensó despeñarse para poder librarse de la persecución. Descartó huir en dirección norte, hacia el río y el monte que se encontraba detrás, porque calculó que el enemigo ya ocuparía esta zona. Así que echó a correr en dirección noroeste, por un desmonte lleno de bejucos, ramas y árboles secos, que iba a dar a un barranco de unos cuatro metros de profundidad. Por este lado alcanzaría el río, y podría escaparse.
Las descargas atronaron el espacio. Los soldados emboscados empezaron a avanzar hacia el caserío. El grupo de soldados que divisó la carrera a campo traviesa de Carlos Manuel, le gritó que se detuviera, mientras le perseguía.
El grupo de cubanos que se encontraba en el río, escucharon los gritos de las mujeres y la algazara de la turba de soldados enemigos que hacían descargas cerradas. Luego de acercarse al escenario del combate, el grupo decidió la retirada ante el numeroso fuego enemigo.
Un capitán, un sargento y tres soldados corrían detrás de Carlos Manuel para capturarlo. El capitán gritaba estentóreamente: ¡Date prisionero! Carlos Manuel, dándose una vuelta entre la maleza, disparó al capitán. Acto seguido continuó su carrera. Un trecho más allá, cerca del barranco, se volvió y disparó al sargento. Después saltó una palizada y se lanzó por el barranco. Tal vez en el abismo, tuvo la sensación de que caería liberado o atrapado. Allí, enclavado en los escombros, entre ramas y troncos secos de una labranza, recibió el disparo de un rifle pegado encima del pecho.
En estos breves minutos finales de su vida quizás imaginó que escaparía de sus enemigos como otras tantas veces, o quizás sintió que abrazaba y besaba a sus hijos mellizos y luego se les escapaban como en un sueño. Se había cumplido el vaticinio confesado unos meses antes en carta a su esposa: