Existe un lugar en Cuba donde todavía hoy podemos disfrutar de las tradiciones más antiguas lejos de la contaminación lógica que trae consigo el turismo.
Situado a una veintena de kilómetros de la Ciudad de La Habana, Bejucal es un pueblo con una fecunda historia y una vida cultural inimaginable, cuna de escritores, pintores, poetas, teatristas y músicos que hoy recorren el mundo con sus obras.
Fundado a instancias de Fray Jerónimo Valdés oficialmente en Mayo de 1722, Bejucal cobijó una importante parte de la diáspora venida desde África: congos, lucumíes y carabalíes se asentaron al sur de la ciudad en cuyos alrededores encontraron fuente de trabajo en los ingenios y cafetales adyacentes; riquísimas haciendas se erigieron en breve en dichos predios y al centro, descollaba con particular majestuosidad el Palacio de los Marqueses de San Felipe y Santiago de Bejucal, la Plaza de Armas y la Iglesia Parroquial.
Fue así como durante las celebraciones navideñas, comenzaron a gestarse las famosas festividades llamadas Charangas de Bejucal, una simbiosis de aportes negros y blancos, aun hoy en plenitud de forma.
El 24 de diciembre, en ocasión de la "Misa del Gallo", los parroquianos católicos portaban sus hachones encendidos, matracas, caracoles y gaitas, mientras hombres y mujeres de piel oscura abandonaban sus humildes casas para entonar cantos y rezos dirigiéndose a la Plaza y el atrio de la Iglesia, para cantar y bailar a sus deidades al ritmo de tambores, guiros y botijas.
Las pedregosas calles de Bejucal eran silenciosas testigos de aquella multitud que se fundía en el común denominador que es la música, agrupándose de modo espontáneo en dos grupos diversos: el azul, que adopta el nombre de La Musicanga y el rojo, Los Malayos. El primero de los bandos antes mencionado se erige como espacio de criollos, nativos y negros libertos y esclavos; el segundo, nucleó sobre todo a españoles, isleños y simpatizantes de la corona en su mayoría.
La fiesta se fue apartando cada vez más de sus orígenes religiosos y devino explosividad callejera y jolgorio, con derroche de bebidas y comidas típicas a lo largo de las calles. Parihuelas adornadas e iluminadas con velas, con sencillos y ocurrentes motivos decorativos fueron las primeras carrozas presentadas como espectáculo de contienda entre los Bandos, acompañadas más adelante de lógicas pugnas políticas y raciales superadas con el paso del tiempo.
Año tras año, la festividad se nutre y gana admiradores y alcance en toda la Isla.
Los carros evolucionaron luego a tipologías más avanzadas como correspondía, apareciendo entonces las carrozas tiradas por bueyes e iluminadas con carburo. Los alegres grupos charangueros azul y rojo invadían calles, parques y plazas de la ciudad portando consigo sus respectivos símbolos: el Alacrán del bando azul, La Musicanga y el Gallo del bando rojo, de Los Malayos. Se incorporaron farolas de colores tamizadas con velas en piñas de caña brava y también las figuras del cometa y la tijera para parodiar el desenvolvimiento de los bandos.
Las carrozas se construyeron en armazones de madera y los tambores, botijas, rejas y maracas que llenaron de ritmo caliente las tranquilas noches de diciembre, se quedaron con los bandos rivales que después de la guerra del 1895, libre Cuba del yugo colonial español, cambiaron sus nombres por La Ceiba de Plata (azul) y La Espina de Oro (rojo).
En 1912 se incorpora a las Charangas el simpático personaje de La Macorina, un hombre disfrazado de mujer que pasea las calles ganando las simpatías y el cariño del entusiasta pueblo bejucaleño y de los visitantes que comparten las fiestas charangueras.
La iluminación fue sustituida por carburo, las carrozas continuaron su avance y llegaron a edificarse sobre chasis de camiones y aparecieron las llamadas "sorpresas", que han dotado de personalidad propia el espectáculo, cuyo punto más álgido es la presentación de ambas piezas, una frente a la otra la noche de Navidad en la Plaza, en una competencia de virtuosismo y belleza ilimitadas en el espacio y la altura, de la que forman parte indispensable los bailarines y la música que cada bando trae consigo.
Hoy las Charangas son obras maestras de la pirotecnia y de la creatividad, desafiando a duras penas los embates del embargo impuesto hace mas de 40 años por los Estados Unidos y le escasez de recursos para su elaboración.
Basta asomarse a la Ciudad de Las Charangas en diciembre, para vivir el fervor con que los bejucaleños intentan a toda costa conservar estas centenarias fiestas, evitando hacer caer en el recuerdo una parte esencial de su componente étnico y folklórico. Verdaderos ejércitos armados solo del entusiasmo y del amor se movilizan cada año en la mayor discreción que les es posible para "levantar" con el orgullo que sólo las raíces son capaces de dar, las dos piezas charangueras que resumen un año de trabajo "mudo" de diseñadores, vestuaristas, sombrereros, artesanos.
Llegan a la Plaza, precedidas de fuegos artificiales, congas y tanta gente que las ve crecer en medio de dificultades infinitas que hacen pensar cada vez que ésa, puede ser la última.
La vendedora de buñuelos, las "alegría de coco con melao", las frituras de maíz, el pregón del manisero y tantas otras cosas no deambulan desde hace ya muchos años por las calles. Queda sólo la nostalgia y un vaga y mustia idea de los sabores y los olores de diciembre entre el miedo y la alarma de que también desaparezcan los sonidos.
Una tradición única en Cuba. Otras tantas en la Isla, ya forman parte del pasado. Viareggio en Italia, Rio de Janeiro en Brasil, Las Charangas de Bejucal en La Habana.
¿Es lícito dejar morir una tradición que se niega a ser olvidada?
Oralidad e imagen en efervescencia hace más de dos siglos, enteras generaciones nacidas, crecidas y renovadas en el encanto remoto y la utilidad de la tradición.
Mientras, en el mundo se impone la necesidad y la importancia insustituible de lo aprendido a partir de los valores verdaderos que como éstos, enriquecen la vida y fortalecen la cultura, como medio de reconocimiento del hombre contra el fenómeno global.
¿Entonces...?