Uno de los grandes bienhechores de Cuba es Fray Tomás Berlanga, un fraile español, a quien la ingratitud, como en tantas de las cosas realmente trascendentes para el bienestar del hombre, ha desterrado a sus protagonistas al más oscuro de los olvidos.
Así ha ocurrido también con este buen fraile, quien en 1514 tomara la bendita iniciativa de llevar desde Canarias a la Española algunos hijuelos de variedades de plátanos, desde donde serían introducidos en Cuba entre 1516 y 1526, probablemente por la región de Baracoa, donde se acomodaran desde entonces.
Nada más injusto, pues el plátano ha sido uno de los alimentos más socorridos para nuestras clases desvalidas en todas las épocas y en especial en los períodos de notoria escasez de alimentos debido a su extraordinaria facilidad de reproducción mediante los hijuelos que la propia planta desprende, a su poca exigencia para fructificar y su bondad para cosecharlo, puesto que su casi nunca limitante son los vientos huracanados que suelen desprender sus pocas profundas raíces.
El origen de ese plátano amigo de los caribeños cubanos es objeto de polémicas eruditas pero generalmente se admite como oriundo de la India, de las Filipinas y del Archipiélago Malayo. Aunque se acepta como no aborigen de América, el sabio naturalista alemán Alejandro de Humboldt afirmó el siglo pasado que al menos dos variedades eran originarias de América.
Existen varias leyendas sobre su creación. Los egipcios lo atribuían a un injerto de la caña de azúcar en la raíz del ñame. Para otros proviene del propio paraíso perdido por la humanidad, pues la serpiente, ese animal fatal a quien debemos todos los males de la especie humana, cuando incitara mañosa y sibilina a Adán y Eva a comer la manzana prohibida por Jehová estaba enredada en un árbol de plátano — y no de un manzano como es más lógico presumir —, de ahí que Línneo al clasificar la especie dentro de su magna obra la bautizara como Musa Paradisíaca en recuerdo de aquel incidente.
Existen infinidad de variedades, agrupadas en dos grandes familias, las que se comen como frutas o las que generalmente se llaman bananos y aquellas otras ingeridas previa cocción, a las que se les denominan plátanos, propiamente dicho. Son estos últimos, en sus tres variedades de hembra, macho o burro, con su fruto bien maduro o sin haber madurado aún, los característicos de la mesa cubana.
Fue tan feliz su adaptación a nuestro medio que una gran mayoría de cubanos todavía lo cree nacido en estas tierras. De cualquier forma, el pueblo siempre lo ha equiparado con sus más típicos y antiguos platos a la mesa, o sea, esos tubérculos o raíces tuberosas que, como la yuca, la malanga, el boniato, el ñame y la papa, son de tal importancia en las humildes mesas que siempre se las ha clasificado junto a aquéllas con el nombre particular de viandas.
El plátano está tan unido a la identidad nacional cubana dominicana y Boricua que el habla popular ha creado, desde al menos el siglo pasado, el vocablo aplatanado — no aceptado aún por la Real Academia de la Lengua —, aplicable a aquellos extranjeros cuando se han asimilado a las costumbres del país.
Una de las más fuertes razones en su inserción cultural entre nosotros se remonta a la implantación durante el siglo pasado del modelo esclavista de plantación. En efecto, para una gran parte de nuestra población, al menos para esos esclavos introducidos en grandes números a partir del siglo XIX, el plátano sería alimento consuetudinario durante todo el tiempo de vigencia de esa estructura de producción. Los dueños de esclavos siempre se preocuparían por la salud y la alimentación de sus "máquinas humanas", sus principales inversiones de capital, de tal forma que establecieron ya en aquella época una especie de dieta balanceada y de acuerdo con cierto rendimiento económico.
El Reglamento de Esclavos, promulgado en 1842, ordenaba en su artículo 6 la siguiente ración: 6 u 8 plátanos o equivalente a boniatos, ñame, yucas u otras raíces alimenticias; 8 onzas de tasajo o bacalao; 4 onzas de arroz y de otras menestras o harina de maíz. Según Moreno Fraginals en su importante obra El Ingenio, el plátano sería el preferido entre los primeros, el alimento sempiterno, el cual incluso en muchas plantaciones se les daba a los esclavos ad libitum.
Quizás por ello el plátano ha estado asociado siempre a la influencia africana en nuestra mesa. Uno de los platos antiguos de la cocina popular cubana es el llamado fufú, una especie de puré de plátano salcochado adobado con carne o pelleja del puerco, ajo y otros condimentos, sobre cuyo origen existen criterios diferenciados por parte de dos de nuestros principales eruditos.
Según Bachiller y Morales, el origen de la palabra fufú no es africana como tantas veces se ha repetido, quizás por su sonido, sino proviene de las voces inglesas ¡food, food (¡a comer, a comer!) con lo que los negreros convocaban a sus piezas para repartirles los alimentos en los barcos que los traían hacia Cuba y que por un barbarismo y homofonía del vocablo aplicaron a uno de los alimentos frecuentes en sus plantaciones esclavas.