Mientras caminaba de regreso a mi casa fui invadido por el cansancio, traté de luchar, pero al final me sometió. Me acerqué a un banco y me acosté, esperando que aquel marasmo pasara pronto. En vez de esto me vi sumido en un sueño tan profundo que solo puede ser equiparado a la propia muerte.
Desperté al poco rato, con la mente despejada y noté al momento que algo andaba mal. Ya no estaba en el banco del parque, no tenía puesta la misma ropa de hace unos segundos. Ahora me hallaba vestido con unos mantos blancos, bien ridículos y que se me enredaban en las piernas al andar, “menos mal que mis amigos no están por todo esto”, pensé. Me encontraba caminando por un sendero de losas amarillas; por alguna extraña razón, me sentía más liviano. Mi mente divagaba recordando una película de infancia, cuyo nombre persistía en escapárseme, donde un león cobarde, un espantapájaros y un hombre de lata caminaban llenos de esperanzas por un camino similar, que los llevaría a un mundo diferente, donde la magia salvaría sus destinos... pero en fin, eran apenas divagaciones para dejar pasar las horas con tanto ladrillo dorado por delante.
LA ENTRADA
Una figura empezó a distinguirse en el horizonte, “¡al fin, alguien que me oriente un poco!”, pensé, aceleré la marcha y la sombra empezó a volverse nítida. Descubrí que caminaba en cuatro patas, con lo cual perdí un poco de mi calma habitual.
Me encontraba frente a un animal que hubiera hecho temblar a cualquiera de tan solo mirarlo. Era un león, de una abundante melena negra, gran tamaño y poderosas fauces. Mi primera reacción ante la bestia fue la retirada, pero él, al percatarse de lo que intentaba hacer, meneó la cabeza en señal de negación. Con esto bastó para que quedara paralizado, rezando para que apareciera pronto su entrenador.
El enorme felino se me acercó y, con su boca, tomó una punta de mi túnica para guiarme por otro camino, que sólo entonces me percaté que corría paralelo al mío, bifurcándose en ese punto. Esta senda era de color celeste y salpicado de algo que juraría que eran diamantes.
Llegamos a los umbrales de una enorme puerta de hierro. El león me soltó, se acercó a ésta y tiró de una cadena que se encontraba oculta. Un horrendo rechinar me hizo advertir que la puerta se abría.
EL CABALLERO
Adentro no se distinguía bien nada, dado que había un poco de niebla — ¿o humo? —, solo se veía a una persona agitando sus manos, como si me estuviese llamando. Llevaba una armadura hecha de pedazos de ollas, sartenes y cazuelas.
— Bienvenido, mi nombre es Bacín. ¿Eres una deidad o un alma en pena? — me dijo el encazuelado.
— Nones, soy un humano vivo, y no tengo idea de cómo termine aquí. Solo dormía un rato, de pronto he despertado en esto que no sé si es un cuento de hadas o la canción Lucy in the Sky with Diamonds.
— ¿Notaste el decorado? ¡Está lleno de referencias! Yo trabajé mucho en él después de la última... — me pareció que se emocionaba, pero cuando no se le ve el rostro al que tenemos delante no es fácil adivinar sus emociones — Ejem... Tengo el honor de informante que eres el invitado al ritual de hoy. Bienvenido al Infierno.
— ¡Cómo que al infierno! — grité exaltado.
— ¡Shhh! No grites o despertarás a Las Furias — dijo mientras trataba de calmarme con ademanes, que debido a su armadura resultaban tan ruidosos o peor que mi exclamación —. Esta noche tienen que cantar para amenizar la actividad y si no descansan lo suficiente... ¡No veas como se ponen! Para no hablar de Cerbero, que hace una semana que no come.
Me rasqué la cabeza, tratando de entender lo que pasaba. Bacín me explicó que, una vez cada ciertas eras, llevaban a un elegido entre los mortales al infierno para que se quedara por un día, así se iba familiarizando con el clima de bajo-tierra y, si quería, podía acelerar los trámites de la muerte. Al regreso podía contar lo que había visto, con lo cual se arriesgaba a ser considerado un profeta, a ser encerrado en un manicomio, a ser un escritor estudiado por las generaciones venideras. Recordé que, al menos, uno de mis antecesores había escrito sus memorias infernales y que se suponía que me las hubiera estudiado para la prueba. Se supone que era objeto de un gran honor, así que me comporté a la altura de las circunstancias y agradecí con una inclinación.
El caballero me respondió con un gesto similar, lo cual provocó la caída de la olla que le servía de casco. La recogió y devolvió a su lugar a toda prisa, tratando de ocultar el rostro, lo cual le agradecí, pues no sabía cuánto tiempo llevaba descomponiéndose; luego me entregó un cordel del que colgaba un anillo, diciéndome que cuando quisiera tornar al mundo de los vivos — lo hubiera hecho ahí mismo, pero ya saben, la educación no me lo permitió — tenía que ponérmelo; finalmente me dio una llave y una invitación impresa que recordaba aquellas tan cursis que había visto en un departamento de cumpleaños la semana anterior.
La tarjeta de invitación era para un ritual relacionado con la paz, lo cual me sonó bastante absurdo, porque en fin de cuentas estábamos en el inframundo y la llave era de una habitación del hotel en que me hospedaría. También me dijo que Servarius, el león, me conduciría al hotel y que a las ocho me recogería para asistir a la celebración.
Luego de un rato de camino con Servarius babeando y mordisqueando mi túnica, llegamos al hotel. Allí me lamió la cara y se marchó.
Me limpié la cara y me recosté en la cama de mi habitación. El colchón era muy fresco y suave, lo cual me alegró mucho porque el clima tan cálido me estaba empezando a dar mareo. Ya que no tenía nada que hacer, tomé la decisión de dormir hasta que pasaran por mí a las ocho.
EL ADIÓS
Unos fuertes golpes en la puerta me despertaron, aturdido y creyendo que lo anterior había sido una pesadilla, corrí a abrir la puerta. Lo que vi en el umbral me espabiló y comprendí que no fue una fantasía.
Servarius, meneando la cola, me miraba fijamente mientras jadeaba. Parecía contento de que aun estuviese en el infierno. Acaricié su melena y me respondió con un lengüetazo. Como era de esperarse, me tomó con su boca por la ropa y me llevó al lugar del ritual.
El salón era gigantesco y lleno de gente de todos los tipos, tamaños y colores, vestido a la usanza de todas las épocas conocidas por la historia y algunas que adiviné como del futuro. Con alegría identifiqué rostros familiares como Van Gogh, Lautrec, Poe, Nostradamus, Graham Bell, Merlín, Shakespeare, mi bisabuela la tiradora de cartas, famosa por estafar hasta a su madre, Bob Marley, Freddy Mercury y John Lennon, este último luciendo las ropas de la portada de Yellow Submarine. Bacín me aguardaba en una de las mesas. Al entrar me invitó a sentarme a su lado y compartir copas. El bebía a través de un absorbente que dejaba entrar por un agujerito hecho en la cazuela, haciendo un ruido horrendo, parecido al de una olla de presión a punto de estallar.
Mientras bebíamos un delicioso trago de refresco de mango me explicó que esa celebración la hacían cada mes para unir todos los grupos en los que se dividía el infierno, les había costado mucho instaurar la paz, porque no podían amenazarlos con peores tormentos de los que ya sufrían, y la pena de muerte estaba abolida por la súper obvia razón de que todos estaban muertos. Las guerras de pandillas casi les destruyen las instalaciones y estaban de momento en crisis económica de tanto tener que restaurar las salas de tortura. Más valía invertir en una fiesta mensual que en la recomposición.
Pese a mis suposiciones, disfruté la fiesta — a pesar de que brindaban solo con mango y la comida era apenas spaghetti sin salsa, amén de que apagaron los aires acondicionados a mitad de la celebración, por lo de reducir los gastos — pero tuve la oportunidad única de conversar con Cleopatra y con Marilyn Monroe, experiencia de la cual sólo estoy autorizado a decirles que ninguna de las dos era rubia natural.
Entrada la noche llegó el momento de la despedida. Había terminado la fiesta, a casi todos habían tenido que llevárselos a rastras los soldados de Satán — a quien no vi por todo aquello, porque andaba muy ocupado tratando de concertar una entrevista con los diseñadores de South Park, sus asesores de imagen —, al parecer borrachos de no sé qué, a no ser que fueran alérgicos al yodo. Solo quedábamos Bacín, Servarius y yo.
Como era de esperarse, el león me lamió toda la cara. Bacín, por suerte, no lo imitó, decidió en cambio darme un regalo por no haber sucumbido a la tentación de permanecer entre ellos, lo cual le hubiera originado muchos trámites burocráticos, porque como ya se sabe todo tiene su día. En señal de agradecimiento, permitió que conservara la llave de la habitación, para que cuando volviera, si no la habían destruido en las guerras de pandillas, tuviera donde quedarme, porque se sabe que encontrar una buena habitación a precios módicos... ni en el infierno.
Respiré profundamente y me puse el anillo.
Repentinamente me sentí caer, en efecto, me encontraba en el suelo frente al banco del parque. Recogí mi mochila, me sacudí el polvo y pensé cuán bueno es saber que, en el lugar que he seleccionado para pasar la eternidad, me espera al menos un miembro de la familia; el resto, tan buenos como siempre, que se vayan para el Paraíso si les parece bien.
Ray Respall Rojas.
Un raro estudiante de "Vida Cotidiana".
Ciudad Habana, Cuba (17 de abril de 1987).
Estudiante de la Academia de Bellas Artes San Alejandro, especialidad de Grabado.
Publicaciones: "Amigo de las doce de la noche", ed. Yoescribo.com, Mallorca. "Un verdadero dolor de cabeza", ed. cubana Extramuros. "El Potro Indomable", e-libro, ed. el Salvaje Refinado.
Ha obtenido mas de 50 reconocimientos nacionales e internacionales. Sus textos aparecen en antologías literarias, sus ilustraciones en antologías internacionales y portadas de libros, colabora con revistas, periódicos y páginas web con textos e ilustraciones.
Pagina enviada por Marié Rojas Tamayo
(29 de agosto del 2006)