La mentalidad del hombre cristiano o aun la del protestante, ¿podrá alguna vez vernos como seres esencialmente creadores y diversos, tan capaces como para no repetirnos en casi nada de lo que hacemos con las manos o con el espíritu?
Quizá, si el colega Courlander hubiese paseado conmigo por las infinitas casas-templos espiritistas y muerteras de nuestra región del Oriente cubano, se hubiese curado de su anonadación o tal vez hubiese colapsado rápidamente, ¿quién sabe¡¡¡, al verificar una diversidad en altares aun mayor que las que vio en Haití en los supuestos "altares" voduistas... El problema consiste o está en la lógica o en la razón euro-occidental aplicadas como método al estudiar nuestras culturas, las que impiden alcanzar un concepto del hombre caribeño como al que hemos logrado arribar merced de nuestro esfuerzo heurístico desprovisto de tales orejeras o anteojos equívocos o, aun peor o imposibles para ellos, al concepto de las sociedades que han sido capaces de elaborar complejas visiones del mundo a las que sus prácticas religiosas aluden.
El caso del pueblo haitiano me fascina como ninguno en América por su excepcional capacidad de creación permanente en todas las esferas y planos de la vida del espíritu y por ello es que he colocado en el título del presente artículo una interrogante que paso ahora a contestar: los cubanos sí hemos vivido y vivimos bajo el signo de la espiritualidad haitiana, entendida como solidaridad permanente y compromiso humanos con el prójimo. Entiendo que es obligado aproximarnos al tema de los espacios sagrados dentro del vodú existente en Cuba desde el punto de vista de la desmixtificación de algunos enfoques y conceptos erróneos hoy muy al uso en las ciencias sociales de América y, particularmente manejados por scholar o académicos "americanos" o gringos.
Con demasiada sintomática frecuencia a las diversas y ricas manifestaciones del espíritu religioso de nuestros pueblos se les asocia con el sincretismo y con la magia, como si pudiese encontrarse en la historia de la humanidad algún sistema de pensamiento religioso, incluidos los pretendidamente universales, como el cristianismo y el protestantismo, exento de sincretismo y de ideas, así como de creencias y procedimientos mágicos. Intencionalmente, con tales calificativos negativos, se les rebaja en su condición de visiones coherentes y consistentes del universo, del hombre y de sus valores trascendentales, como los del sentido de la vida y la muerte, para establecer una tajante y absolutista separación con las religiones aceptadas como instituidas y universales, las únicas válidas, en la perspectiva etnocéntrica de la "civilización" euro-occidental cristiano-protestante. El vodú goza de un rico "expediente negro", donde es fácil encontrar estos y otros no menos superficiales estereotipos culturales, incluso en la boca o en los escritos de altas luminarias intelectuales y científicas del Occidente cristiano, muy en especialmente.
En el caso del vodú los Mass media, desde su arranque globalizante a principios del siglo XX y hasta el presente, han contribuido a mantener y reafirmar la antigua leyenda negra asociada a la revolución victoriosa de los antiguos africanos esclavizados de la colonia francesa de Saint Domingue, hecho histórico cuyo bicentenario estamos próximos a conmemorar. Si estos esclavos aportaron los valores esenciales de la libertad y la independencia mucho antes que los criollos de Hispanoamérica los esgrimieran y llevaran a la praxis social a partir de 1810, y si los levantaron al precio de sus vidas, en la configuración de estos valores e ideas estuvo presente la existencia de un pensamiento filosófico, político y social totalmente radical acerca del cual muy pocos intelectuales se han atrevido a hablar o a escribir porque, ¡horror!: ¿a qué ilustrado cerebro del Occidente cristiano se le ocurre concebir la existencia de pensamiento ni mucho menos de ideas filosóficas al referirse a aquellos estúpidos y salvajes esclavos traídos del África negra y reducidos a la condición de cosas, es decir, menos que a animales, en aquellas horrendas cárceles denominadas barracones, en las flamantes islas del Caribe y en áreas adyacentes de Tierra Firme...?
Mucha responsabilidad en la configuración de ese pensamiento original apuntado, el cual contribuyó en parte a que cristalizara aquella sociedad colonial y, sobre todo su cultura y una cosmovisión particular, tuvieron las culturas, y el pensamiento religioso diverso asociado a ellas, aportados por los innumerables grupos y representantes de comunidades étnicas africanos, acarreados por la violencia colonialista eurooccidental a este espacio luminoso que bañan las inquietas aguas de ese otro Mare Nostrum que se denomina Caribe, en remedo a los rebeldes indígenas que lo sobremontaron antes de la llegada de Colón. Y, especialmente, la rebeldía y las numerosas formas que asume la resistencia del hombre frente a la opresión, descansaron en una ancestral espiritualidad africana, aunque amalgamada, difusa y disímil, como el conglomerado de hombres, visiones y costumbres traídos de tan lejos que la portaban.
Aclaremos, de una vez, que esa espiritualidad se refiere no exclusivamente a las ideas, costumbres y cosmovisión trascendentes comúnmente incluidos en el concepto harto ambiguo de religión, sino también a un amplio espectro de cosas que abarcan, entre otros, los sistemas de valores éticos y estéticos; patrones y estereotipos de diversa índole; la emoción y la inteligencia intuitiva o emocional; cosmovisiones especificas; hábitos y costumbres y, asimismo, una peculiar manera de ser psicológico.
Hablando estrictamente desde el punto de vista del imperio de una religión, es hasta cierto punto cuestionable afirmar que Haití nació bajo el signo del vodú, porque hay ámbitos y esferas de la vida social—pongamos por caso, la reproducción de la vida material — que se sobreponen a cualquier tipo de manifestación del espíritu. Pero me atrevo a afirmar que, al menos, el ser o la identidad colectiva de ese pueblo, la haitianidad, cristalizó y se hizo realidad tangible a partir de un hecho que marcó la historia — la memoria colectiva, el concepto del tiempo y del espacio de ese pueblo hasta el presente y más allá de sus fronteras físicas — y ese hecho fue el inicio de la insurrección, ocurrida en agosto de 1791, llevada cabo por aquellos africanos esclavizados de la vecina Saint Domingue, mediante una ceremonia vuduista. No para la formación del basamento principal de la vida del pueblo haitiano, pero esta religión ha servido de expresión espiritual fundamental para la creación y continuidad de los valores y metas más altos impuestos en la vida de esta sociedad. Es por ello que ha estado en el centro de los grandes acontecimientos y de las decisiones más importantes en que ella se ha visto involucrada.
Coincido con la idea del escritor cubano Alejo Carpentier de que aquel "juramento de sangre" de Bois Caimán aporta el concepto de independencia a la cultura latinoamericana. Y acoto yo: no sólo aquella ceremonia, sino el fondo subyacente detrás de ella, y el vodú en particular, aportaron valores esenciales y trascendentes a la configuración y reafirmación de la espiritualidad propia del ser caribeño, que nos alcanza a los cubanos, para orgullo nuestro. Aquella ceremonia-pacto — más bien el rito histórico en tanto involucró un pueblo — fue el gesto concreto de un pueblo en proceso de cristalización y, por tanto, debe ser interpretados como un conjunto de símbolos que se inscriben en ámbitos más amplios de la vida humana y de la vida en general e, incluso, de la implacable contraposición de los opuestos excluyentes, como lo ha estudiado Hegel en su Fenomenología del espíritu — y no reducirse a meros contenidos y expresiones de un pensamiento y de una conducta inscriptos en el estrecho concepto del pensamiento religioso de un pueblo.
Aquel gesto puede ser, y de facto es, tan abarcador que incluye la marca definitiva, el signo distintivo y permanente del hombre, encarnado en el devenir de un grupo social o de una comunidad, mayor que aquella que encerramos en el término de pueblo. Lo es tanto, pues, que se inscribe en el movimiento del espíritu humano en su totalidad, no en su determinación geográfica y aun temporal, para tener un alcance universal, trascendente en este último sentido de lo universal. De ahí que el fondo espiritual, quiérase o no llamar vodú, y el sujeto colectivo que lo creó (el pueblo haitiano) — como el lenguaje articulado nuevo con que expresó sus ensalmos, conjuros e hechizos libertarios — tuvieron y tienen tanto alcance universal como el gesto del Cristo en el Gólgota tratando de redimir a la humanidad del escarnio del pecado original. Tan revolucionario y trascendente es Mackandal ardiendo en el fuego de la hoguera levantada por el amo blanco francés, o el iniciado jamaiquino Boukman, como cualquier mítico personaje elevado a la condición de ser sobrenatural en las "religiones universales" o Mahoma o Buda. Tan espacio sagrado es el Calvario en que el Hijo de Dios exhala su último aliento en la cruz, como el bosque erizado de relámpagos en el que la vieja mambó hunde el cuchillo en el animal sacrificial con cuya sangre se lavará/redimirá el horrendo "pecado" de la esclavitud de los africanos que se lanzaron, con el filo del machete resplandeciente, en el acto justiciero que se produjo después del "pacto", de cara a la conquista — a riesgo de vida — de la libertad.
Quiero subrayar o clarificar mejor mi idea: en la dialéctica de los contrarios, y en particular en la del amo y del esclavo, siempre hubo conjuros, ceremonias, ritos mágicos y todo tipo de gestos individuales o colectivos para cambiar esa verdaderamente demoníaca relación de dependencia y avasallamiento, del poderoso sobre el más débil. Y siempre detrás de cada uno de estos actos, en la intimidad o en los espacios abiertos y/o públicos del conjuro, existió un proceso previo y un fondo que se hunde en la ancestralidad o en la oscuridad del inconsciente colectivo, para afirmar estos actos de conjuro y fortalecer el individuo o el colectivo en su empeño de trascender las determinaciones y limites impuestas por la violencia del otro. A ese background de esencias aun no reveladas por la Historiografía convencional es al que me refiero cuando reniego del vodú como simple sistema de pensamiento religioso, para develarlo como ámbito mayor de una espiritualidad en la que, literalmente, se sentó la cultura de un sujeto colectivo creador y valiente (el pueblo haitiano), quiero decir, encima del cual cristalizaron sus valores distintivos y los patrones y perfiles definitivos de su ser como nación y, con ésta, las bases de la construcción del ser caribeño. Ese es mismo "hombre del Caribe" del que nos hablaron, magistralmente, hace poco Jacques Roumain y Jacques Stephen Alexis, en sus poemas, el uno, y en sus novelas y relatos, el otro.
De otro modo sería imposible explicar el que aquellos complotados nativos haitianos de Bois Caimán no sólo reafirmaran su identidad en un acto de compromiso colectivo con las fuerzas trascendentes que habían sido capaces de crear a partir de los componentes de las culturas diversas traídas de África, sino que hubiesen alcanzado el concepto exacto de la intencionalidad que ese acto tenía: el que va más allá de la negación del dominio del amo para reafirmar el ser a través de la imposición libertaria de la voluntad colectiva y la exaltación — o puesta en escena histórica — de los valores esenciales que se expresan en la categoría cultura, incluidos lengua y pensamiento, no sólo religión.
Para los incrédulos — y, sobre todo, para quienes dudan de esta visión de la historia — ahí están los documentos para demostrarlo. Antes del cuchillo de la mambó en el cuello del jabalí de Bois Caimán, está el sentido de la sangre del animal para lavar la mancha del yugo sostenido en la espalda del africano por largo tiempo; y antes de la cruz de sangre del animal en la frente de cada uno de los conjurados, está la conciencia concreada en el silencio que negó la opresión, incluso cuando el cuerpo se mantenía esclavizado y no se era capaz de rebelarse. De ese fondo, no sabemos cuándo exactamente, surgieron los signos y las formas del vodú para respaldar el discurso de Boukman, por cierto un cimarrón jamaicano devenido en papaloi o alto sacerdote vuduista y ahora líder político de aquella insurrección antiesclavista a que hago alusión.
Boukman fue el líder que encabezó el segundo capítulo de aquella insurrección antiesclavista y, sobre todo, el símbolo en sí mismo de una espiritualidad emergente, como lo fue el cacique taino Hatuey en Baracoa y en Yara frente al invasor español. Lo factual y consabido, es que se trata de un esclavo de una isla vecina convertido en cimarrón, que escapó de la plantación de Morne Rouge, una montaña desde donde se domina El Cabo y donde se preparaba un movimiento insurrecto; y quien, por lo demás, devino en sacerdote vuduista y que dirige a los esclavos hablándoles una nueva lengua: el creole haitiano. Sin la referencia a ese fondo mencionado más arriba, en el que circula una corriente espiritual milenaria proveniente del África subsahariana y, en particular, del Kongo, mantenida gracias al milagro de la oralidad y concreada ahora en el crisol del Caribe, no entenderíamos esta situación aparentemente absurda creada alrededor de un exesclavo prófugo de una colonia vecina, con una cultura diferente, hablándoles a los siervos de otro país en su propio idioma y conjurándoles al calor de su "religión étnica" a punto de convertirse, en la hoguera imparable de una insurrección, en asunto nacional y regional-caribeño, a un tiempo.
Este aparente "milagro" nos revela cuán profundas fueron las relaciones interétnicas y los también no menos enriquecedoras niveles y planos del intercambio e interacción existentes entre las diversas culturas africanas puestas aquí en contacto entre sí y con las nativas que calificamos aquí de amerindias, así con otras de Europa, dando por resultado fenómenos que tienen mucho que ver con la emergencia no sólo de culturas de tan definido perfil nacional como la haitiana, sino de perfiles y rasgos de una cultura regional que ahora nosotros defendemos como propia del Caribe o sea caribeña y a cuyo estudio y difusión nos encomendamos desde hace más de dos décadas. En esta cultura regional se inscriben las fuerzas trascendentes — llámense loas, santos u orishas, ángeles, misterios, npungus, espíritus, nfumbes, muertos o demonios —, en protección de personas tangibles y concretas, así como de héroes míticos, históricos o reales, como los mencionados de Haití o Bolívar, el Negro Primero, de Venezuela, o la virgen de La Caridad de El Cobre, Antonio Maceo y José Marti, Camilo Cienfuegos o el Che, de Cuba.
Cuando menciono este hecho no puedo evitar que revoleteen en mi mente los "altares" de los adeptos de eso que despreciativamente llaman en Venezuela "Culto a María Lionza", en torno a esa figura mítica del pasado indígena de este país, de donde por cierto es seguro que partieron en canoas los nativos amerindios que se establecieron, poblaron y habitaron luego nuestras Antillas, incluida la Mayor de éstas, donde nací. Esa última religión tiene como escenario público principal, de génesis y de práctica masiva actual, las montañas de Sorte-Quibayo, en el Estado de Yaracuy, adonde acuden miles de peregrinos. Justamente ese escenario se considera, en Venezuela, el espacio sagrado por excelencia y de ahí que se haya convertido, no sin la oposición oficial de la oligarquía con sus élites ilustradas y de la Iglesia, en el punto de peregrinación religiosa más importante no sólo del país, sino de buena parte del Caribe insular y del continente.
En los portales que arman los adeptos en esas montañas, tanto en las colinas como al pie de las cuevas, son colocadas las imágenes de los santos y espíritus más inimaginables, entre los que destacan los de los cubanos San Lázaro, Santa Bárbara, La Virgen de La Caridad de El Cobre, etc, pero en ellos y en el altar o casa de muchos miles de venezolanos casi nunca faltan los de la propia Reina María Lionza, los de la Corte Libertadora y los de las Tres Potencias: María Lionza, el Indio Guacaipuro y el Negro Felipe. Los de la Corte Libertadora están presididos por Simón Bolívar, objeto él mismo de culto no sólo dentro de esta religión, sino de la de la mayoría del pueblo que lo considera como una encarnación de una entidad sobrenatural o trascendente. Tendremos ocasión de conectar más adelante esta referencia con lo que sucede en el interior del vodú, que abarca tanto a Haití, como a República Dominicana y Cuba, hasta haberse extendido más allá de sus centros generadores para instalarse en New Orleans, Miami, New York, Canadá, Venezuela y Suecia, por citar algunos ejemplos ilustrativos.
Mezcla de mito, leyenda y definitivamente de historia real y verdadera, la escena de Bois Caimán es la matriz de la confirmación de esta radical cultura nacional haitiana y de otra más abarcadora que nos concierne profundamente a todos quienes nacimos y nos hemos criado en la región caribeña. En Hatuey, Mackandal y en Boukman, recibimos algunos de las rasgos del perfil del hombre caribeño; y, aun con mayor propiedad y firmeza, los podemos visualizar al referirnos a la cultura vodú como forma y comportamiento colectivo concretos — que se expresa en ideas, emociones, sentimientos, especial sensibilidad y en acciones también concretas — de una estrategia de resistencia y de luchar característicos de nuestro ser caribeño, donde se expone muy abiertamente nuestra capacidad de conjurar el mal y de sobreponernos a él, así como de oponernos a la civilización, en la cual se gestó el mal — la negación, la opresión — y se inscribe y halla la justificación el opresor que, históricamente, nos ha humillado y despreciado. Son reveladoras las palabras de Boukman con las cuales, según el historiador Cyril J. James, luego de realizarse las encantaciones propias del vodú y de succionar la sangre de la fiera, estimula a sus seguidores: