Cuba

Una identità in movimento


Haití en Cuba; Cuba en el Caribe ¿bajo el signo del vodú?[1]

José Millet


En solidaridad con mi heroico,
rebelde y creador pueblo haitiano,
en este instante de dolor por el reciente paso
devastador de tres ciclones.


Como en Haití y en la República Dominicana, en Cuba existe un espectro muy amplio de espacios sagrados, con su tipología y sus características, en correspondencia con el tipo de sistemas de pensamiento religioso de base africana o de las numerosas variantes cubanas del espiritismo que he tenido el privilegio de estudiar[2]. Con el vodú sucede algo similar: depende de las variantes de que se trate y de su ubicación topográfica de la cofradía voduista — sea en lo más intrincado de la Sierra Maestra, en comunidades del llano cañero o en lo más visible de una populosa ciudad — y aun de los caprichos del jefe de la cofradía y de su relación con sus familiares religiosos, ahijados o petit feuilles más allegados. Existe gran diversidad en cuanto a la especie de “altares", la mayoría, rústicamente construidos en el interior de una habitación dedicada a la práctica religiosa consuetudinaria, o colocados en una pieza de la casa de vivienda del oficiante principal de una cofradía voduista. Encontramos el caso extremo en que no existe construcción alguna destinada a este fin convencional, sino que el suelo del hunfó es el espacio sagrado por excelencia, encima del cual se colocan exclusivamente las famosas piedras que son y representan a los loa, misterios o espíritus propios de esta cultura milenaria. Otros “altares" han sido elaborados, también con madera, pero con las más refinadas técnicas de las artes de experimentados carpinteros y artesanos. Estos “altares" pueden ser permanentes y estar ubicados en una pieza o ser construidos sólo para la celebración de los festivales con que se honran a estas deidades, igual que la enramada o peristyle que se coloca en el exterior de la vivienda del sacerdote voduista. Encima, detrás, al costado o en sus alrededores se colocan una variedad tan grande de objetos, que haría interminable su descripción. Pero ésta es exclusivamente la parte material y visible del concepto del espacio sagrado que tienen estos creyentes y, su increíble variedad, nos puede conducir a ideas engañosas acerca de él, como intentaremos demostrarlo. El verdadero concepto de espacio sagrado es el continuum, interminable e insondable, que se traza—a través de un puente secretro que son los famosos vevés — entre lo visible y lo oculto e invisible.

El concepto de espacio sagrado incluye elementos de la más heterogénea naturaleza, como estos objetos tangibles, un animal totémico, como la serpiente, su representación o también, sencillamente, un árbol, una roca, un accidente geográfico, como un río, el mar, el viento o el sable de un guerrero que custodia el ángulo, insólito — por ardiente y abrazador —, de ese mismo espacio, en vigilia perenne: me refiero a la custodia del fuego, alrededor del cual se suceden los más increíbles eventos que han concitado la admiración y el asombro de muchos que han conocido el vodú sólo durante la realización de sus festividades públicas. Como se aprecia, estamos en presencia de un asunto que rompe las medidas que se le establecen a la materia para adentrarnos en caminos y ámbitos, para cuyo tránsito no estamos casi siempre bien preparados. De ahí que haya tanta gente que se haya perdido en los arbustos y exteriores de estas religiones, a veces irremediablemente, como la profesora Dra. Jualynne Dodson, al intentar comprender este misterioso universo. Yo, para despertarla de su lamentable confusión, le he adelantado una metáfora al decirle lo que entiendo por espacio sagrado en el vodú, llevado por los haitianos a República Dominicana y a Cuba en épocas distintas: es un sable que custodia el fuego de una hoguera en lo alto de una montaña, al amparo de un cielo silencioso o cruzado de fieros relámpagos, como sucedió la noche memorable en Bois Caimán. Adentrémonos en el significado de esta imagen.

En efecto, esta aparente anarquía no nos puede llevar a las afirmaciones hechas por relevantes personalidades académicas que han estudiado rigurosamente el vodú, pero no el que se representa en y es a su vez el árbol, sino sólo al bosque. Para uno (Courlander, 1985: 23) "los haitianos no tienen un sólido modo de alcanzar a captar las esencias ocultas, pudieron ver los árboles, pero no el cuadro esquematizado del mundo sobrenatural", lo cual explicaría el desaguisado del etnólogo suizo Alfred Metraux para encontrar una teología vodú, que para él no existe, por cuanto los adeptos de ese mundo se enfrentan a "las representaciones a un tiempo variadas, fragmentarias y contradictorias" de ese mundo sobrenatural y que son las propias y distintivas de esa religión, denominadas por ellos como loa, santos, ángeles, misterios e incluso demonios.

El vodú ha sido visto como lo que no es: como un cuerpo doctrinario rígido y esquematizado del mundo, una cosmovisión y un sistema de creencias único e inalterable. Por el contrario, esta religión se ha comportado como un organismo vivo capaz de resistir las presiones y las represiones más inimaginables. Y así mismo ha ocurrido con el vodú importado en Cuba a fines del siglo XVIII y principios del XIX, en razón de otras circunstancias particulares y, en definitiva, más fuertes y angustiosas, durante la colonia (1492-1998) y en el período de la República (1902-1958). Ni en el país donde surgió, ni en el segundo donde emigró, para quedarse, ni en el nuestro, el vodú ha sido — como veremos más adelante — mezcla de dos religiones: del catolicismo, como doctrina de una Iglesia y del simple animismo primitivo aportado por los negros traídos aquí, procedentes de otro continente, en condición de siervos. A lo sumo, hay que verlo como algo nuevo, como señala Price Mars (1968: 206), "asaz insólito, en extremo embarazoso", pero no hasta el punto de explotar en una manifestación de individualismo anárquico, como él lo ve. De ahí la perplejidad de Harold Courlander cuando encontró que, en Port-au-Prince, no hay dos hunfó que sean iguales ya que "cada sacerdote diseña su hunfo a su propia forma", del mismo modo que


"... es posible ver cientos de ceremonias sin ver nunca la misma dos veces" (l985: passim).


La mentalidad del hombre cristiano o aun la del protestante, ¿podrá alguna vez vernos como seres esencialmente creadores y diversos, tan capaces como para no repetirnos en casi nada de lo que hacemos con las manos o con el espíritu?

Quizá, si el colega Courlander hubiese paseado conmigo por las infinitas casas-templos espiritistas y muerteras de nuestra región del Oriente cubano, se hubiese curado de su anonadación o tal vez hubiese colapsado rápidamente, ¿quién sabe¡¡¡, al verificar una diversidad en altares aun mayor que las que vio en Haití en los supuestos "altares" voduistas... El problema consiste o está en la lógica o en la razón euro-occidental aplicadas como método al estudiar nuestras culturas, las que impiden alcanzar un concepto del hombre caribeño como al que hemos logrado arribar merced de nuestro esfuerzo heurístico desprovisto de tales orejeras o anteojos equívocos o, aun peor o imposibles para ellos, al concepto de las sociedades que han sido capaces de elaborar complejas visiones del mundo a las que sus prácticas religiosas aluden.

El caso del pueblo haitiano me fascina como ninguno en América por su excepcional capacidad de creación permanente en todas las esferas y planos de la vida del espíritu y por ello es que he colocado en el título del presente artículo una interrogante que paso ahora a contestar: los cubanos sí hemos vivido y vivimos bajo el signo de la espiritualidad haitiana, entendida como solidaridad permanente y compromiso humanos con el prójimo. Entiendo que es obligado aproximarnos al tema de los espacios sagrados dentro del vodú existente en Cuba desde el punto de vista de la desmixtificación de algunos enfoques y conceptos erróneos hoy muy al uso en las ciencias sociales de América y, particularmente manejados por scholar o académicos "americanos" o gringos.

Con demasiada sintomática frecuencia a las diversas y ricas manifestaciones del espíritu religioso de nuestros pueblos se les asocia con el sincretismo y con la magia, como si pudiese encontrarse en la historia de la humanidad algún sistema de pensamiento religioso, incluidos los pretendidamente universales, como el cristianismo y el protestantismo, exento de sincretismo y de ideas, así como de creencias y procedimientos mágicos. Intencionalmente, con tales calificativos negativos, se les rebaja en su condición de visiones coherentes y consistentes del universo, del hombre y de sus valores trascendentales, como los del sentido de la vida y la muerte, para establecer una tajante y absolutista separación con las religiones aceptadas como instituidas y universales, las únicas válidas, en la perspectiva etnocéntrica de la "civilización" euro-occidental cristiano-protestante. El vodú goza de un rico "expediente negro", donde es fácil encontrar estos y otros no menos superficiales estereotipos culturales, incluso en la boca o en los escritos de altas luminarias intelectuales y científicas del Occidente cristiano, muy en especialmente.

En el caso del vodú los Mass media, desde su arranque globalizante a principios del siglo XX y hasta el presente, han contribuido a mantener y reafirmar la antigua leyenda negra asociada a la revolución victoriosa de los antiguos africanos esclavizados de la colonia francesa de Saint Domingue, hecho histórico cuyo bicentenario estamos próximos a conmemorar. Si estos esclavos aportaron los valores esenciales de la libertad y la independencia mucho antes que los criollos de Hispanoamérica los esgrimieran y llevaran a la praxis social a partir de 1810, y si los levantaron al precio de sus vidas, en la configuración de estos valores e ideas estuvo presente la existencia de un pensamiento filosófico, político y social totalmente radical acerca del cual muy pocos intelectuales se han atrevido a hablar o a escribir porque, ¡horror!: ¿a qué ilustrado cerebro del Occidente cristiano se le ocurre concebir la existencia de pensamiento ni mucho menos de ideas filosóficas al referirse a aquellos estúpidos y salvajes esclavos traídos del África negra y reducidos a la condición de cosas, es decir, menos que a animales, en aquellas horrendas cárceles denominadas barracones, en las flamantes islas del Caribe y en áreas adyacentes de Tierra Firme...?

Mucha responsabilidad en la configuración de ese pensamiento original apuntado, el cual contribuyó en parte a que cristalizara aquella sociedad colonial y, sobre todo su cultura y una cosmovisión particular, tuvieron las culturas, y el pensamiento religioso diverso asociado a ellas, aportados por los innumerables grupos y representantes de comunidades étnicas africanos, acarreados por la violencia colonialista eurooccidental a este espacio luminoso que bañan las inquietas aguas de ese otro Mare Nostrum que se denomina Caribe, en remedo a los rebeldes indígenas que lo sobremontaron antes de la llegada de Colón. Y, especialmente, la rebeldía y las numerosas formas que asume la resistencia del hombre frente a la opresión, descansaron en una ancestral espiritualidad africana, aunque amalgamada, difusa y disímil, como el conglomerado de hombres, visiones y costumbres traídos de tan lejos que la portaban.

Aclaremos, de una vez, que esa espiritualidad se refiere no exclusivamente a las ideas, costumbres y cosmovisión trascendentes comúnmente incluidos en el concepto harto ambiguo de religión, sino también a un amplio espectro de cosas que abarcan, entre otros, los sistemas de valores éticos y estéticos; patrones y estereotipos de diversa índole; la emoción y la inteligencia intuitiva o emocional; cosmovisiones especificas; hábitos y costumbres y, asimismo, una peculiar manera de ser psicológico.

Hablando estrictamente desde el punto de vista del imperio de una religión, es hasta cierto punto cuestionable afirmar que Haití nació bajo el signo del vodú, porque hay ámbitos y esferas de la vida social—pongamos por caso, la reproducción de la vida material — que se sobreponen a cualquier tipo de manifestación del espíritu. Pero me atrevo a afirmar que, al menos, el ser o la identidad colectiva de ese pueblo, la haitianidad, cristalizó y se hizo realidad tangible a partir de un hecho que marcó la historia — la memoria colectiva, el concepto del tiempo y del espacio de ese pueblo hasta el presente y más allá de sus fronteras físicas — y ese hecho fue el inicio de la insurrección, ocurrida en agosto de 1791, llevada cabo por aquellos africanos esclavizados de la vecina Saint Domingue, mediante una ceremonia vuduista. No para la formación del basamento principal de la vida del pueblo haitiano, pero esta religión ha servido de expresión espiritual fundamental para la creación y continuidad de los valores y metas más altos impuestos en la vida de esta sociedad. Es por ello que ha estado en el centro de los grandes acontecimientos y de las decisiones más importantes en que ella se ha visto involucrada.

Coincido con la idea del escritor cubano Alejo Carpentier de que aquel "juramento de sangre" de Bois Caimán aporta el concepto de independencia a la cultura latinoamericana. Y acoto yo: no sólo aquella ceremonia, sino el fondo subyacente detrás de ella, y el vodú en particular, aportaron valores esenciales y trascendentes a la configuración y reafirmación de la espiritualidad propia del ser caribeño, que nos alcanza a los cubanos, para orgullo nuestro. Aquella ceremonia-pacto — más bien el rito histórico en tanto involucró un pueblo — fue el gesto concreto de un pueblo en proceso de cristalización y, por tanto, debe ser interpretados como un conjunto de símbolos que se inscriben en ámbitos más amplios de la vida humana y de la vida en general e, incluso, de la implacable contraposición de los opuestos excluyentes, como lo ha estudiado Hegel en su Fenomenología del espíritu — y no reducirse a meros contenidos y expresiones de un pensamiento y de una conducta inscriptos en el estrecho concepto del pensamiento religioso de un pueblo.

Aquel gesto puede ser, y de facto es, tan abarcador que incluye la marca definitiva, el signo distintivo y permanente del hombre, encarnado en el devenir de un grupo social o de una comunidad, mayor que aquella que encerramos en el término de pueblo. Lo es tanto, pues, que se inscribe en el movimiento del espíritu humano en su totalidad, no en su determinación geográfica y aun temporal, para tener un alcance universal, trascendente en este último sentido de lo universal. De ahí que el fondo espiritual, quiérase o no llamar vodú, y el sujeto colectivo que lo creó (el pueblo haitiano) — como el lenguaje articulado nuevo con que expresó sus ensalmos, conjuros e hechizos libertarios — tuvieron y tienen tanto alcance universal como el gesto del Cristo en el Gólgota tratando de redimir a la humanidad del escarnio del pecado original. Tan revolucionario y trascendente es Mackandal ardiendo en el fuego de la hoguera levantada por el amo blanco francés, o el iniciado jamaiquino Boukman, como cualquier mítico personaje elevado a la condición de ser sobrenatural en las "religiones universales" o Mahoma o Buda. Tan espacio sagrado es el Calvario en que el Hijo de Dios exhala su último aliento en la cruz, como el bosque erizado de relámpagos en el que la vieja mambó hunde el cuchillo en el animal sacrificial con cuya sangre se lavará/redimirá el horrendo "pecado" de la esclavitud de los africanos que se lanzaron, con el filo del machete resplandeciente, en el acto justiciero que se produjo después del "pacto", de cara a la conquista — a riesgo de vida — de la libertad.

Quiero subrayar o clarificar mejor mi idea: en la dialéctica de los contrarios, y en particular en la del amo y del esclavo, siempre hubo conjuros, ceremonias, ritos mágicos y todo tipo de gestos individuales o colectivos para cambiar esa verdaderamente demoníaca relación de dependencia y avasallamiento, del poderoso sobre el más débil. Y siempre detrás de cada uno de estos actos, en la intimidad o en los espacios abiertos y/o públicos del conjuro, existió un proceso previo y un fondo que se hunde en la ancestralidad o en la oscuridad del inconsciente colectivo, para afirmar estos actos de conjuro y fortalecer el individuo o el colectivo en su empeño de trascender las determinaciones y limites impuestas por la violencia del otro. A ese background de esencias aun no reveladas por la Historiografía convencional es al que me refiero cuando reniego del vodú como simple sistema de pensamiento religioso, para develarlo como ámbito mayor de una espiritualidad en la que, literalmente, se sentó la cultura de un sujeto colectivo creador y valiente (el pueblo haitiano), quiero decir, encima del cual cristalizaron sus valores distintivos y los patrones y perfiles definitivos de su ser como nación y, con ésta, las bases de la construcción del ser caribeño. Ese es mismo "hombre del Caribe" del que nos hablaron, magistralmente, hace poco Jacques Roumain y Jacques Stephen Alexis, en sus poemas, el uno, y en sus novelas y relatos, el otro.

De otro modo sería imposible explicar el que aquellos complotados nativos haitianos de Bois Caimán no sólo reafirmaran su identidad en un acto de compromiso colectivo con las fuerzas trascendentes que habían sido capaces de crear a partir de los componentes de las culturas diversas traídas de África, sino que hubiesen alcanzado el concepto exacto de la intencionalidad que ese acto tenía: el que va más allá de la negación del dominio del amo para reafirmar el ser a través de la imposición libertaria de la voluntad colectiva y la exaltación — o puesta en escena histórica — de los valores esenciales que se expresan en la categoría cultura, incluidos lengua y pensamiento, no sólo religión.

Para los incrédulos — y, sobre todo, para quienes dudan de esta visión de la historia — ahí están los documentos para demostrarlo. Antes del cuchillo de la mambó en el cuello del jabalí de Bois Caimán, está el sentido de la sangre del animal para lavar la mancha del yugo sostenido en la espalda del africano por largo tiempo; y antes de la cruz de sangre del animal en la frente de cada uno de los conjurados, está la conciencia concreada en el silencio que negó la opresión, incluso cuando el cuerpo se mantenía esclavizado y no se era capaz de rebelarse. De ese fondo, no sabemos cuándo exactamente, surgieron los signos y las formas del vodú para respaldar el discurso de Boukman, por cierto un cimarrón jamaicano devenido en papaloi o alto sacerdote vuduista y ahora líder político de aquella insurrección antiesclavista a que hago alusión.

Boukman fue el líder que encabezó el segundo capítulo de aquella insurrección antiesclavista y, sobre todo, el símbolo en sí mismo de una espiritualidad emergente, como lo fue el cacique taino Hatuey en Baracoa y en Yara frente al invasor español. Lo factual y consabido, es que se trata de un esclavo de una isla vecina convertido en cimarrón, que escapó de la plantación de Morne Rouge, una montaña desde donde se domina El Cabo y donde se preparaba un movimiento insurrecto; y quien, por lo demás, devino en sacerdote vuduista y que dirige a los esclavos hablándoles una nueva lengua: el creole haitiano. Sin la referencia a ese fondo mencionado más arriba, en el que circula una corriente espiritual milenaria proveniente del África subsahariana y, en particular, del Kongo, mantenida gracias al milagro de la oralidad y concreada ahora en el crisol del Caribe, no entenderíamos esta situación aparentemente absurda creada alrededor de un exesclavo prófugo de una colonia vecina, con una cultura diferente, hablándoles a los siervos de otro país en su propio idioma y conjurándoles al calor de su "religión étnica" a punto de convertirse, en la hoguera imparable de una insurrección, en asunto nacional y regional-caribeño, a un tiempo.

Este aparente "milagro" nos revela cuán profundas fueron las relaciones interétnicas y los también no menos enriquecedoras niveles y planos del intercambio e interacción existentes entre las diversas culturas africanas puestas aquí en contacto entre sí y con las nativas que calificamos aquí de amerindias, así con otras de Europa, dando por resultado fenómenos que tienen mucho que ver con la emergencia no sólo de culturas de tan definido perfil nacional como la haitiana, sino de perfiles y rasgos de una cultura regional que ahora nosotros defendemos como propia del Caribe o sea caribeña y a cuyo estudio y difusión nos encomendamos desde hace más de dos décadas. En esta cultura regional se inscriben las fuerzas trascendentes — llámense loas, santos u orishas, ángeles, misterios, npungus, espíritus, nfumbes, muertos o demonios —, en protección de personas tangibles y concretas, así como de héroes míticos, históricos o reales, como los mencionados de Haití o Bolívar, el Negro Primero, de Venezuela, o la virgen de La Caridad de El Cobre, Antonio Maceo y José Marti, Camilo Cienfuegos o el Che, de Cuba.

Cuando menciono este hecho no puedo evitar que revoleteen en mi mente los "altares" de los adeptos de eso que despreciativamente llaman en Venezuela "Culto a María Lionza", en torno a esa figura mítica del pasado indígena de este país, de donde por cierto es seguro que partieron en canoas los nativos amerindios que se establecieron, poblaron y habitaron luego nuestras Antillas, incluida la Mayor de éstas, donde nací. Esa última religión tiene como escenario público principal, de génesis y de práctica masiva actual, las montañas de Sorte-Quibayo, en el Estado de Yaracuy, adonde acuden miles de peregrinos. Justamente ese escenario se considera, en Venezuela, el espacio sagrado por excelencia y de ahí que se haya convertido, no sin la oposición oficial de la oligarquía con sus élites ilustradas y de la Iglesia, en el punto de peregrinación religiosa más importante no sólo del país, sino de buena parte del Caribe insular y del continente.

En los portales que arman los adeptos en esas montañas, tanto en las colinas como al pie de las cuevas, son colocadas las imágenes de los santos y espíritus más inimaginables, entre los que destacan los de los cubanos San Lázaro, Santa Bárbara, La Virgen de La Caridad de El Cobre, etc, pero en ellos y en el altar o casa de muchos miles de venezolanos casi nunca faltan los de la propia Reina María Lionza, los de la Corte Libertadora y los de las Tres Potencias: María Lionza, el Indio Guacaipuro y el Negro Felipe. Los de la Corte Libertadora están presididos por Simón Bolívar, objeto él mismo de culto no sólo dentro de esta religión, sino de la de la mayoría del pueblo que lo considera como una encarnación de una entidad sobrenatural o trascendente. Tendremos ocasión de conectar más adelante esta referencia con lo que sucede en el interior del vodú, que abarca tanto a Haití, como a República Dominicana y Cuba, hasta haberse extendido más allá de sus centros generadores para instalarse en New Orleans, Miami, New York, Canadá, Venezuela y Suecia, por citar algunos ejemplos ilustrativos.

Mezcla de mito, leyenda y definitivamente de historia real y verdadera, la escena de Bois Caimán es la matriz de la confirmación de esta radical cultura nacional haitiana y de otra más abarcadora que nos concierne profundamente a todos quienes nacimos y nos hemos criado en la región caribeña. En Hatuey, Mackandal y en Boukman, recibimos algunos de las rasgos del perfil del hombre caribeño; y, aun con mayor propiedad y firmeza, los podemos visualizar al referirnos a la cultura vodú como forma y comportamiento colectivo concretos — que se expresa en ideas, emociones, sentimientos, especial sensibilidad y en acciones también concretas — de una estrategia de resistencia y de luchar característicos de nuestro ser caribeño, donde se expone muy abiertamente nuestra capacidad de conjurar el mal y de sobreponernos a él, así como de oponernos a la civilización, en la cual se gestó el mal — la negación, la opresión — y se inscribe y halla la justificación el opresor que, históricamente, nos ha humillado y despreciado. Son reveladoras las palabras de Boukman con las cuales, según el historiador Cyril J. James, luego de realizarse las encantaciones propias del vodú y de succionar la sangre de la fiera, estimula a sus seguidores:


"The god who created the sun which gives us light, who rouses the waves and rules the storm, though hidden in the clouds, he watches us. He sees all of the white man does. The god of the white man inspires him with crime, but our god call upon us to do good works. Our god who is good to us order us to revenge our wrongs. He will direct our arms and aid us. Throw away the symbol of the god of the whites who has so often caused us to weep, and listen to the voice of liberty, which speaks in the hearts of us all" (C.L.R. James: The black Jacobins. Veintage Books, New York, 1963, p. 87).


Difícilmente, puedan encontrarse juntas, en tan breve exposición, la cancelación de la voz del opresor en la conciencia del oprimido y el levantamiento de los valores de una cultura opuesta — en este caso, la caribeña — que niega los valores de la cultura del amo. Ese símbolo del dios blanco que se solicita arrojar es la cruz que se cargaba, cual dogal, en el collar del católico y ese nuevo Dios que se proclama como soporte de la redención es el venido de África, que se hace concreción tangible e intangible en la Naturaleza, en el fondo de la tierra y en determinadas figuras trascendentales del cosmos: en la fuerza creadora que lo mueve todo, que lo ve todo y que nos ayuda a librarnos de la opresión. Es el Todo Superior que dirige nuestras acciones y esfuerzos para alcanzar con ellos la victoria. No es que el Dios opuesto al del blanco no sea, en sí y por sí mismo, fuerza trascendente; lo es, pero a la vez que fuente de una nueva ética sustentada en la bondad y en el compromiso de brindarle a cada criatura el apoyo solidario tan necesario, en el ámbito de la vida cotidiana y en el de la mayor trascendencia, cual es el caso de la obtención de la libertad al costo de lo más altamente preciado, que es la vida.

Aquí debe llamarnos la atención el núcleo de lo nuevo de la cultura voduista propuesta, en lo que respecta a su axiología: a la maldad del opresor, a lo dañido de su actuar injusto, cabe oponer la violencia como medio y método válido para restablecer la igualdad entre los hombres.En otras palabras, al mal es válido oponer el mal, a la muerte también la muerte como recurso extremo.

Estos dos extremos de lo trascendente y lo cotidiano aparecieron unidos desde aquel arranque histórico que estamos aludiendo y muy a menudo han constituido caras de una misma moneda. Pero si afirmamos con la socióloga haitiana Suzy Castor (1987: 88) que "el vodú es un importantísimo componente de la cultura nacional /haitiana/" y que constituye /según el suizo Alfred Metraux/


"... la religión de la mayor parte del pueblo" es porque éste le pide "lo que los hombres han esperado siempre de la religión: remedios a sus males, satisfacción para sus necesidades y esperanza para sobrevivir".


Le han pedido otras cosas, como consuelo y conjuro ante el mal y la muerte, cuando ésta no ha sido asumida como algo inevitable o trágico. Nos parece más acertada la visión del vodú del intelectual haitiano Anselme Remy como algo sólidamente vinculado a la vida y a las necesidades más perentorias de la comunidad en la cual emerge y halla su fuente de sustentación principal. De tal modo que supera el marco de mero sistema referencial inmediato, místico o de superestructura ideológica, para convertirse en modo de vida y, en consecuencia, como apunta el colega norteamericano Datrhorne,


"... acuden a él para consultarle las alternativas adecuadas que deben perseguir en vida relacionadas con el cultivo y la cosecha, el nacimiento, el matrimonio y la muerte y de todo aquello que concierne al esquema total de la existencia. El vodú es nación, música y muerte; conocimiento de los dioses, la clase correcta de sacrificio y la observación del curso correcto de la conducta. Es también un lazo instantáneo con Bon Dieu, pues este lazo ocurre durante la posesión, el venerador es capaz de recoger un conocimiento del sentido y significación de la vida en sí misma" (O. Dathorne, 1984: 2-5).


Si regresamos al escenario de Bois Caimán, tan archiconocido ya por las repetidas descripciones, como la que tomamos de la célebre novela El reino de este mundo, del cubano Alejo Carpentier, recordaremos que, en aquella noche cerrada en que se reunieron los complotados, en aquel escenario agreste, caía una lluvia pertinaz que, a ratos, sacudía el viento; que en cierta ocasión en que hablaba el sacerdote-líder Boukman lo interrumpió un rayo que se abrió sobre el mar y que, luego que había pasado su estrépito, fue que el cimarrón jamaicano declaró sellado el Pacto entre los iniciados de acá y los grandes loas de África, para que la guerra se iniciara bajo signos propicios". Aquí es cuando pronuncia el sacerdote su invocación del Dios que daría al traste con las huestes enemigas, ayudando a los haitianos a romper el fatalismo de la oprobiosa esclavitud. No puede ser mejor la ocasión para referir la comunión producida entre dioses — representados por las fuerzas de la Naturaleza —, seres humanos y las de los lazos que se establecen entre unos y otros con ese Todo Trascendente que llaman Bon Dieu que, por cierto, en la versión carpenteriana parece omitirse para dar paso a la intervención de los dioses guerreros de la familia de los Ogún.

A este cuadro, habría que añadirle solamente los nombres del esclavo Mackandal — quemado en la hoguera por los franceses en 1785 por haber predicado tempranamente la salida de estos colonialistas europeos de su país — o los de los héroes negros que predicaron la liberación total de la isla de Santo Domingo, como Toussaint Louverture o Dessalines, para completar el complejo universo de los loas, ángeles, santos o misterios que constituyen, para muchos autores, la sustancia misma del vodú haitiano. Ellos van, pues, de la encarnación, representación y ser de las fuerzas del cosmos y de la naturaleza — como las del océano, el relámpago, el viento, etc., que se presentan a escena —, del mundo orgánico y del inorgánico, pasando por la divinización momentánea del propio hombre en el acto de incorporación o posesión ritual, hasta la divinización definitiva de éste por otros motivos y procesos.

Sin temer a relativizarlo, el concepto de espacio sagrado en el vodú debe ser remitido al marco más amplio de las relaciones del hombre con el complejo universo y con las fuerzas trascendentes que rebasarían aquellas comúnmente denominadas sobrenaturales, hasta ir descendiendo e ir al encuentro con aquel otra porción, más visible y cercana, que lo une a la Naturaleza y al espacio mismo de la intimidad que se establece a partir del contacto entre los seres humanos. Debe ser así porque, como se desprende de las consideraciones que venimos bosquejando, lo sagrado aquí remite no excluyentemente a lo divino, sino también a lo humano y a lo natural en una perfecta solución de continuum que no viola las reglas, normas y principios en que cada una de estas entidades se definen y existen en correlación estrecha, aunque sin perder cualidades, características individuales o grupales, ni corporeidades propias. El único límite lo establece el concepto de Dios: sólo hay un Dios con poderes por encima de todo lo creado y, ni las fuerzas trascendentes ni las naturales, sobrenaturales o humanas juntas, pueden alcanzar su categoría.

De ahí que se entienda mejor, a partir de esta función de exclusividad, que no haya un culto a Bon Dieu, ni sacerdotes consagrados a él ni templos o "altares" ni templos donde se le representa y/o venera. En el caso de los loa, santos, ángeles o misterios, encontramos cultos específicos con oficiantes y lugares donde sí se realizan actos, como rituales o ceremonias o simplemente consultas que pueden girar o tener como centro cualquiera de ellos. Es más, es posible encontrar comunidades enteras devotas de un loa en particular, o regiones, o aun un país, donde prevalece uno o más de los integrantes de una familia de loa. En el caso de Cuba, nuestras investigaciones e campo en la vasta región oriental, desarrolladas por el Equipo de estudio que presido desde hace mas de dos décadas, han arrojado la existencia de una corriente vuduista con un predominio del culto a los loa de la familia de los Ogún, en razón de lo cual la hemos denominado Ogunismo, asumiendo este concepto a partir del pensamiento del miembro de nuestro equipo Joel James. El ogunismo es una variante cubana del vodú, para cuya fundamentación hemos aportado importantes argumentos que pueden ser consultados en algunas de nuestras publicaciones y que fueron esbozados en el numero 12, especial o monográfico, de nuestra revista Del Caribe en el año de 1988.

En los casos de los Gemelos o Mellizos y de los muertos, se trata de dos categorías distintas de entidades que requieren sendos tratamientos especializados, tanto en la ocasión en que se le rinda tributo público mediante los festivales voduistas o en que se le honre con determinadas ofrendas. Los primeros admiten construcción de espacios sagrados particulares, parecidos a los altares en su acepción mas convencional africana y los segundos, en cambio, reciben todo tipo de ofrecimientos — sean materiales o espirituales —, al pie y a la entrada principal de la casa de vivienda del houngan o líder de la cofradía vuduista, en una mesa preparada para la ocasión o, en la mayoría de los ritos voduistas dedicados a los loa, en plena manigua. Como se puede apreciar, aquí estamos en presencia nuevamente del concepto de espacio sagrado en su acepción más amplia, pues no se trata obviamente del culto a entidades divinas propiamente dichas.

Hemos empleado el término divinización para referirnos a los complejos procesos con que una figura histórica, un sacerdote o una persona concreta son convertidos en loa. Sin embargo, estamos conscientes de que su uso puede encontrar oposición u objeción, con toda razón. Lo hemos empleado más bien para subrayar un matiz diferenciante en relación con el concepto de lo sagrado, que evidentemente es de un rango semántico más abarcador o de mayor amplitud. En propiedad, divino puede ser el espacio físico o no sobre el cual actúa una fuerza trascendente, de poder superior al de un santo, mientras que sagrado es todo el espacio, en su conjunto, donde actúan esta categoría de fuerzas trascendentes, los Gemelos y los muertos o, incluso, los seres humanos, con la intervención directa o intencional o no de Dios, al que denominan los haitianos Bon Dieu. Para referirnos a él, pues, debemos tomar muy en cuenta la interacción del tipo de estas entidades diferenciadas y la interpenetración de las diversas categorías de fuerzas trascendentes o los tipos de espacios físicos o "virtuales" que intervienen en un punto y en un momento dado.

En Cuba, según hemos expuesto en la Introducción al presente libro (es decir, en Sacred Spaces... ), desde temprana fecha, como principios del siglo XIX, se reporta la ejecución de prácticas voduistas en la ciudad de Santiago de Cuba y la existencia de creencias y costumbres asociadas a la espiritualidad del pueblo haitiano. Poco, o casi nada, ha sido escrito en lo concerniente a estas prácticas y costumbres, del mismo origen, en las áreas rurales donde se ubicaron fundamentalmente las dotaciones de esclavos domésticos traídos por los caficultores franceses, sus técnicos y administradores desde finales del siglo XVIII y principios del XIX. A pesar de los prejuicios y las persecuciones llevadas a cabo por el gobierno español, la Iglesia católica y aun por la aristocracia criolla a lo largo de la Isla, una investigación rigurosa arrojaría importante data en lo referente a los contenidos y expresiones de vodú encubiertos en las extensas prácticas que acaecían en torno a las comparsas tahonas y, más especialmente, a las denominadas Tumbas francesas, instituciones de peculiar sello de la criollidad haitiana que florecieron en áreas montañosas de la región oriental y en algunas de sus ciudades importantes, como Santiago de Cuba y Guantánamo. Para que se tenga una idea de lo temprano de la aparición de estas manifestaciones, ya en los mamarrachos de 1800 (como se les denominaba a las fiestas del carnaval en Santiago de Cuba) desfilaban los figurantes de las tahonas por las calles citadinas.

La tesis sustentada por Jean Price Mars en su libro pionero, publicado en 1928, Así hablo el tío (1968:52) acerca de que el vodú era un producto traído de África y genuinamente africano, debe entenderse como una afirmación de la identidad haitiana, sustentada en el concepto de la negritud, como un medio de oponerse al invasor americano que intervino el país de 1914 a 1934. Sin desdorar la sustancia africana que corre por sus venas, prefiero verlo como una síntesis de las culturas que vinieron de África — con predominio de la Konga —, que se fundieron con la cultura aborigen e intercambiaron contenidos y formas con otras culturas eurooccidentales. Así lo ha visto el antropólogo Sidney Mintz cuando afirma que


La religión de Haití es a la vez dos religiones: catolicismo y vodú. Sin embargo, estos sistemas de creencias forman una misma ideología para la mayor parte de los haitianos, especialmente de las áreas rurales y entre la clase baja urbana. Así es el caso también para la República Dominicana (Apud Davis, 1987: 61.)


El ambiente barroco y confuso; el eclecticismo reinante en el mundo espiritual del criollo, a pesar de los cánones que pretendía imponer por la fuerza de la represión la Iglesia, se sobreponían al gusto oficial generando un ambiente propicio para las heterodoxias en todos las esferas de la vida social. Eso lo percibe muy claramente Ti Noel, el personaje de la novela El reino de este mundo, de Carpentier. Este esclavo que viaja junto a su amo francés desde el convulsionado Saint Domingue a la ciudad de Santiago de Cuba, es sorprendido por el comportamiento licencioso de sus coterráneos en barrios totalmente galos, como El Tivolí y hallaba en las iglesias españolas un calor de vodú que nunca había hallado en los templos salsulpianos del Cabo... Nos comenta Carpentier en esta novela (op. cit.: 114-115) que


Los oros del barroco, las cabelleras humanas de los Cristos, el misterio de los confesionarios recargados de molduras, el can de los dominicos, los dragones aplastados por santos pies, el cerdo de San Anton, el color quebrado de San Benito, las Vírgenes negras, los san Jorge con coturnos y juboncillos de actores de tragedia francesa, los instrumentos pastoriles tañidos en noches de pascuas, tenían una fuerza envolvente, un poder de seducción, por presencias, símbolos, atributos y signos, parecidos al que se desprendía de los altares de los hounforts consagrados a Damballah, el Dios Serpiente. Además, Santiago es Ogún Fai, el mariscal de las tormentas, a cuyo conjuro se habían alzado los hombres de Boukman. Por ello, Ti Noel, a modo de oración, le recitaba a menudo un viejo canto oído a Mackandal:

    Santiago, soy hijo de la guerra:
    Santiago,
    ¿no ves que soy hijo de la guerra?

Creo ver en esta mirada de Ti Noel la visión de paralelismo que domina la conciencia del pueblo en cuanto a las creencias y al particular modo de asumir sistemas de ideas en ocasiones en tensión, como los apuntados por el antropólogo Mintz. Se está en la pirámide del faraón, donde se pasea la vista y se establecen los paralelos, pero...lejos de ocurrir los famosos actos sincréticos se experimentan los símbolos y ritos separadamente, sin confusión de ningún tipo. Cualquier devoto simple, como el avezado Ti Noel, que mire las imágenes de bulto o que aspire la atmósfera que se respira en una catedral como la del Santiago de Cuba decimonónico, adonde acude junto con su amo, estará sometido a un posible flujo de conciencia, pero en él predominará, en ese instante preciso en que vive, la emoción que su fe predominante le dicte y no ambas emociones (la africana y la católica, digamos) a la vez. Este complejo fenómeno psicológico, percibido por el sabio cubano don Fernando Ortiz cuando dijo que el cubano es religioso o católico pero a su manera (es decir, combinando y aceptando símbolos, creencias y patrones, para otros creyentes excluyentes), se transparenta asimismo cuando nos enfrentamos al concepto de lo sagrado y del espacio sagrado que tienen nuestros creyentes más auténticos y sinceros de nuestro pueblo, entre los que cabe mencionar a los voduistas.

Como Ti Noel, somos hijos de la guerra: de la guerra de tensiones que desde la primera matriz, a la llegada del invasor europeo, nos tocó vivir en estas tierras de señorío y sumisión, en las que nació de su seno el aliento de liberación y rebeldía que simbolizan Hatuey y Guama en el Oriente cubano; Mackandal y Boukman en Haití y tantos otros héroes míticos e históricos que son reverenciados en el mismo espacio donde se mueve y canta la serpiente; se le da de comer a la tierra madre o a los espíritus ancestrales que vinieron de África y que se anidan en las rocas, los árboles, ríos y océanos; o a las fuerzas sobrehumanas del viento, del trueno y el relámpago que fortalecen el espíritu de lucha y levantan el ánimo de los humildes seres humanos, al conjuro de los tambores y de los cantos henchidos de energía, de agradecimiento o de bendición. A ese espacio humano, cargado de connotadas esencias espirituales, es al que nos referimos aquí cuando hablamos de los haitianos y sus descendientes cubano-haitianos que han habitado Cuba a lo largo de más de ocho décadas y que han fundido su espíritu al espíritu de esta Isla que los acogió como a sus propios hijos, venciendo discriminaciones y barreras, odios y prejuicios levantados por los opresores para poder dominarnos mejor a los oprimidos.

No por mera casualidad vino a establecerse en el sector de Barracones, al pie del barrio francés El Tivolí, un houngan de Las Tunas, ciudad bastante distante de Santiago de Cuba, pero en cuyo perímetro urbano existe una comunidad de haitianos y sus descendientes. Gabriel Spray es su nombre; de andar y hablar pausado, con su imperturbable pipa — típica de sus paisanos — en la comisura de los labios. El mismo lugar que, en siglos pasados, fue refugio de los despavoridos colonos franceses y que se llenó de casas de citas, donde merodeaban las famosas negras y mulatas que tanto gustaban aquellos refinados inmigrantes "franceses" y hasta donde llegaban las melodías y el bullicio del primer café-concert y el teatro que se instaló en lo que también se conoce como Loma Hueca. Igual que lo hicieron Monsieur Lenormand de Mezy y su siervo Ti Noel, Gabriel plantó carpa en la ciudad santiaguera para enseñar el "folklore" de Haití, tocar la música del vodú y el gagá y dedicarse a construir los instrumentos típicos dahomeyanos de los cuales ellos, como nadie en el país, conocen sus secretos. Aquí hizo familia, con su compañera Silvia, quien comparte con él la emocionante experiencia de vivir entre dos culturas: la de sus antepasados haitianos y la de sus allegados cubanos.

Como Gabriel, lo hicieron, calculamos, cerca de un millón de braceros de su país natal, quienes se establecieron en las áreas cañeras de las provincias de Oriente y Camaguey, donde las compañías norteamericanas llegaron a construir las mayores centrales de producción de azúcar de caña del mundo. Doscientos cincuenta mil haitianos se quedaron a vivir aquí, compartiendo con los cubanos las labores agrícolas vinculadas a la producción de azúcar y — eventualmente, describiendo un movimiento de golondrina interna —, las labores de la caficultura, estas últimas en los macizos montañosos, como el de la Sierra Maestra. La revolución de campesinos, obreros y clases medias que llevó al poder a su líder, Fidel Castro, desde su arranque mismo, contribuyó a su dignificación plena y definitiva, elevándolos a la misma condición social que al resto de sus paisanos de otras islas del Caribe y demás ciudadanos de la Isla de Cuba. Los haitianos, a partir de entonces, recuperaron la condición humana que habían perdido y se pudieron mover libremente por todo el territorio nacional, el punto en que se les encuentra en las grandes ciudades, incluida La Habana.

En cuanto al orden lingüístico, no es exagerado decir que la segunda lengua que se habla en el país es el criollo haitiano y que la cultura haitiana es el último de los grandes batientes con que se refundó la cultura cubana, enriqueciéndola y dándole brillos que pudiesen dar envidia a otros pueblos. Es lo que hemos querido demostrar a lo largo de varios años de esfuerzos investigativos que han quedado plasmados en numerosas publicaciones, entre las que recomendamos nuestro libro El vodú en Cuba, donde exponemos concienzudamente los principales fundamentos de esta tesis. Esfuerzos que han alcanzado un genial colofón, en la esfera de la promoción de una cultura, en el Festival del Caribe donde, durante veintiún años consecutivos, han participado las agrupaciones mas representativas de la cultura haitiana radicadas en la Isla.

Al actuar frente al hunfó de sus casa de vivienda; ante el altar de consulta o cai mysté; en el patio de las casas adonde los invitan ; frente a los árboles sagrados que son también espacios sagrados en tanto ellos mismos son espíritus y, a la vez, habitación de los loa; en las montañas o a la orilla o en la profundidad del mar que circunda la ciudad; o en el espacio de las calles por donde transitan mientras tocan sus instrumentos musicales de fino sello dahomeyano en las celebraciones del gagá, durante la Semana Santa; en todas esas ocasiones solemnes en que honran a sus antepasados míticos y familiares, traídos de África y/o nacidos en el Caribe, ellos están siendo consecuentes con la cultura vodú que, para mí, define a la haitianidad: a la herencia de Hatuey y Guama; de Mackandal y Boukman; de Toussiant Louverture y Dessalines y de todos aquellos hijos ilustres y sabios de su pueblo que se convirtieron en loas. Ese es el espacio sagrado principal que subraya y ratifica en cada uno de sus ritos y ceremonias el vodú: el de la identidad del pueblo que se defiende del opresor con golpes de arte e inteligencia, al mismo tiempo que acertadas puntadas del machete de Ogún y del propio rayo enceguecedor de cualquier otra entidad cósmica. Por eso, haitianos y cubanos estamos y vivimos bajo el sol, cobijándonos en el mismo signo del vodú; por eso somos hijos de Santiago, de la guerra, de la rebeldía y de la resistencia a toda prueba, que pone por delante el escudo de la espiritualidad como suprema bandera.


    Santiago de Cuba, 25 de julio de 2001 — Coro, Venezuela, 8 de septiembre de 2008.




José Millet es un escritor y etnógrafo cubano, fundador de la Casa del Caribe (1982), con sede en Santiago de Cuba, en la que se desempeñó como Investigador Auxiliar y presidió el Equipo multidisciplinario de estudio de las religiones afrocubanas y el Espiritismo hasta establecerse en la ciudad venezolana de Coro en el año 2005, donde dirige el Centro de Investigaciones Socioculturales del Instituto de Cultura del Estado Falcón. El libro El vodù en Cuba, de Joel James, Alexis Alarcón y J. Millet, obtuvo el premio nacional en investigación sociocultural, que otorga anualmente el Ministerio de Cultura de Cuba.




Notas

  1. Este artículo fue escrito en el año 2001 para ser incluido en el libro Sacred Spaces and Religious Traditions of Oriente Cuba que escribíamos a dos manos, para la fecha, fruto del trabajo de investigación conjunta de ambos, la Profesora Dra. Jualynne Dodson, de la Michigan State University, y mi persona. Inesperadamente, y sin previo aviso, dicha "académica" lo publicó con su nombre, es decir como única autora, en la editorial University of New Mexico Press y están anunciando su venta, en 28.95 euros, por el grupo comercializador Eusrospanbookstore. Verifique este dato en Internet en el web site: http://www.eurospanbookstore.com/ y saque su conclusión personal.

  2. J. Millet: El espiritismo, variantes cubanas. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1996.







Página enviada por José Millet
(12 de septiembre de 2008)


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