Hace ya mucho tiempo cobré conciencia de la necesidad de escribir un
trabajo dedicado exclusivamente al concepto del muerto en la cultura cubana y a todo lo relacionado con él en la práctica religiosa de mis compatriotas. Otros colegas míos han sido más constantes, rigurosos y afortunados. Yo, como sé que soy inmortal, no me impaciento por mis
carencias y espero tiempos mejores. Algún día dispondré en mi país
natal del tiempo y el sosiego indispensables para emprender empresa de
tanto valor, para la que se necesitan también pecunio personal y
recursos materiales que ahora allí son muy escasos. El libro El
espiritismo en Cuba, que ahora redacto en Valladolid, constituye una
continuidad de otros estudios ya publicados en Cuba y fuera de ella;
asimismo pretende ser un avance de esa intención largamente
acariciada. El presente artículo extraído de él no pretende ser más
que una aproximación muy somera al tema que aquí me ocupa, preparada
para una Enciclopedia de las religiones afrocaribeñas que tiene en
curso la Universidad de York, de Canadá. Debe ser entendido, pues,
como las puntadas de una tela mayor que se tiene en mente, pero no
acometida por falta de capacidad y concentración de este tejedor que,
como tropical arácnido, prefiere mecerse en el espacio, solazarse ante
el resplandor del sol, antes bien que dar por definitivas algunas de
sus flacas ideas.
El Muerterismo es un fenómeno religioso que tiene como objeto
principal el culto al muerto, una categoría de la espiritualidad del
cubano aún sin explorar. Más concretamente nuestros creyentes colocan
al lado de este enigmático concepto un patronímico y dicen con toda
seguridad "el muerto africano", con lo cual aluden a los ancestros
sanguíneos y/o espirituales cuyo origen es ubicado en África. Esta
pertenencia étnico-cultural pone de manifiesto su profunda vinculación
con una tierra mítica semejante a la Guinea de donde vinieron los loas
o espíritus del panteón del vodú haitiano. A su vez, es una remisión a
un centro y a una fuente de poder excepcional que los sitúa en
condiciones privilegiadas — diría yo que en un punto de altura
superior— al que ocupan los espíritus criollos o no nacionales que se
presentan frecuentemente en las prácticas del espiritismo en Cuba, en
cualesquiera de sus variantes.
El Muerterismo nos remite al fenómeno más antiguo de la religiosidad
del pueblo cubano; al de un estadio primigenio de encuentro y engarce
de los componentes que irían dibujando la peculiar manera de
relacionarse una comunidad étnica con lo Sobrenatural. En otro lugar
he dicho que es el antecedente más remoto de esa misma religiosidad
cuyas fibras empezaban a formarse entonces. Posiblemente no sea
aventurado apreciarlo como uno de sus elementos constitutivos o de
base. Se remonta a la época de la colonia, en que a los negros se les
mantenía encerrados en las ergástulas construidas por la plantación
esclavista. Ellos, entonces, llegaron a ser mayoría en la población de
la Isla y, valiéndose de diversos mecanismos, fueron introduciendo
elementos de su espiritualidad negada, hasta el punto de influir en la
configuración de la mentalidad de aquella sociedad depredadora.
Entre las ideas y creencias religiosas de los esclavos, se destaca su
peculiar modo de relacionarse con los ancestros o espíritus de sus
antepasados, así como determinadas costumbres asociadas con la
veneración a los espíritus de los familiares fallecidos. Es lo que
corrientemente se denomina "culto a los muertos", presente en todos
los grupos étnicos y comunidades étnico-culturales que entraron a Cuba
a consecuencia del tráfico negrero.
El Muerterismo se corresponde con el período en que el brujo-médico
africano no había podido reproducir en estas nuevas tierras su nganga,
lo que se ha definido como el receptáculo u objeto donde se concentran
las fuerzas mágicas en que creen ciegamente los esclavos de origen
bantú, que en Cuba reciben el etnónimo genérico de congos. En sus
artes medicinales y nigrománticas, el hechicero se valía
exclusivamente del muerto, que es la fuerza inteligente encargada de
coherenciar y direccionar los elementos constitutivos del mencionado
adminículo. No obstante, el sacerdote era la nganga misma, pues ésta
designaba entonces a la persona que tenía el poder para curar,
vaticinar determinados acontecimientos mediante la consulta del
oráculo y conjurar el mal, entre otras importantes funciones civiles.
Este padre-de-nganga debía ejercer su oficio en estricto secreto,
dadas la vigilancia y represión que rodeaban a todo lo que no fuese
cultura española ni cristianismo. Debe tomarse en cuenta que en aquel
período inicial predominaban los esclavos procedentes de stock bantú
en el Oriente de Cuba y fueron ellos quienes contribuyeron
decisivamente a abonar y a dibujar el perfil característico de la
cultura de esta región, que ocupa una parte importante del territorio
nacional.
Afortunadamente, en esta porción del archipiélago cubano no se
desarrolló la gran plantación esclavista, como lo hizo — colosal y
aplastantemente — en el Occidente. Eso posibilitó márgenes de
flexibilidad que no tuvieron los esclavos, digamos en Matanzas y en La
Habana. Allí la plantación tuvo rasgos peculiares que permitían que
ellos tuviesen oportunidad de acomodar sus ideas y creencias, hasta
adaptarlas a las circunstancias diferentes a que se enfrentaban. El
régimen de esclavitud doméstica a que se les sometió en la mayor parte
de la región oriental, les permitiría también ejercer un influjo con
sus ideas y costumbres en los miembros de las familias de los amos
españoles y luego de los dueños criollos. Algunos historiadores han
calificado este régimen de servidumbre de doméstico o patriarcal,
incomparablemente superior, en cuanto al aminoramiento del rigor
esclavista, al que establecieron los ingleses y franceses en otras
islas del Caribe.
Algunos muerteros, o adeptos de esta Regla muertera, que actualmente
residen en el monte, se refieren a Oriente como "tierra de amos, de
esclavos y también de innumerables negros huidos a la manigua", donde
levantaron palenques, que eran refugios de sociedades de negros
cimarrones establecidas en sitios inaccesibles al amo, quien los
perseguía con perro y escopeta para volverlos al cepo o, de lo
contrario, aniquilarles. Hubo palenques a los que nunca pudieron
llegar los rancheadores o persecutores implacables de negros
cimarrones; otros, nunca pudieron ser doblegados, abatidos ni
destruidos. En ellos, en medio de aquel espacio de montañas con picos
agresivos, rodeados de una vegetación exuberante y de animales que les
proporcionaron el sustento, aquellos ex-siervos respiran por primera
vez el aire de la libertad. Fueron los negros en Cuba, no los
hispano-cubanos ni los criollos, quienes acrisolaron la idea de la
independencia, como bien ha señalado el escritor cubano Alejo
Carpentier en una de sus magistrales comparecencias en la televisión.
Siempre me he preguntado, ¿cómo practicaban aquellos ex-esclavos la
religión de sus ancestros, en medio de la soledad del bosque y libres
de la mirada inquisitorial de sus antiguos amos? ¿Fue allí donde se
construyó el recipiente, de barro o de metal, que luego se llamó
nganga?
He insistido en la importancia de los estudios regionales para el
conocimiento de fenómenos que a veces son locales, como el de las
religiones tradicionales de base africana del pueblo cubano. Las
presentes notas me hacen volver la mirada en torno a una región que
pudiese servir para ilustrar mi afirmación, porque ha sido Oriente
— ahora dividido en cinco provincias — escenario de acontecimientos
decisivos de nuestra historia y espacio donde se han producido
procesos que han estado en la base de la formación del etnos cubano y
de nuestra cultura nacional. Para no apartarme de mi objeto, la
aparición del espiritismo de cordón, la entrada del vodú procedente de
Haití y los rasgos diferenciados que poseen la Regla de Osha o
santería y la Regla conga, obligan a pensar que lo afirmado para el
Occidente del país no siempre es válido para el resto del país y,
menos aún, lo es para su extremo oriental. Estos fenómenos que surgen
o en su desarrollo inicial pueden calificarse de locales, pronto dejan
de tener ese carácter para insertarse con toda propiedad en el ámbito
nacional.
Existen otros factores históricos que, a la larga, se han convertido
en diferenciantes. Así, a lo largo y ancho de la accidentada geografía
de Oriente — que posee el sistema montañoso más importante de la Isla y
también los montes más altos — se regó primero la sangre de la
población aborigen y luego la del negro, cuando ambos, en momentos
diversos, se enfrentaron, primero uno, al conquistador y, luego ambos,
al colonialista europeo.
Verdaderas masacres en las comunidades de aquellos apacibles e
ingenuos habitantes, se protagonizaron aquí; como reales fueron las
cacerías de los africanos furtivos que eran muertos en la mayoría de
los casos en que se les sorprendía en sus improvisados campamentos.
Ambos hechos sangrientos, repetidos tantas veces, ostentan el triste
calificativo de la mayor crueldad. Con demasiada frecuencia los
historiadores han olvidado que en esta tierra se reunió tempranamente
la sangre del indio y la del africano, quienes llegaron a convivir por
mucho tiempo en ella.
De ahí que muchos muerteros me hayan confesado que algunos de sus
espíritus —separados violentamente de sus cuerpos mediante tales actos
de genocidio— sean espíritus materializados, que deambulan por estos
parajes y se sienten todavía dueños de sus posesiones de las que
fueron expropiados o arrojados. Abundan los espíritus que se presentan
en los cabildos muerteros, o en las sesiones espirituales de Santiago
de Cuba, con la expresa intención de perturbar. Estos creyentes tienen
que apelar al recurso de colocarles una base u objeto mágico, en algún
lugar del monte, para impedirles que interfieran en los asuntos
domésticos. Otros espíritus ofrecen indicaciones para desenterrar
tesoros o dineros escondidos en botijas por los antiguos amos...
Ocurre que otros espíritus persisten tanto en su acción de
intervención perturbadora, que se les prepara una güira con miel para
apaciguarlos y, cuando se tornan demasiado insistentes en su voluntad
de intromisión, se apela a la extrema decisión de "meterles
contracandela", con lo que se nos está expresando la puesta en marcha
de acciones rituales neutralizantes de tan perjudicial proceder.
En el oriente de Cuba se produjo desde entonces una conjunción de
factores de índole físico y de circunstancias históricas que han hecho
de esta región una de un carácter muy especial en todo el ámbito
nacional. Me adelanto a aclarar que soy de aquellos que sostienen la
idea de la existencia de la tierra mágica, o sea, de aquella porción
de un país o comunidad étnico-cultural que posee imán, una fuerza de
naturaleza muy especial que "hala" hacia su centro. Hemos apuntado más
arriba algunos de esos hechos y circunstancias; ahora agregaremos los
siguientes: en primer lugar, Oriente como principal escenario de
varias guerras, entre las que se destaca la de los Treinta años
(1868-1898), protagonizada por el pueblo cubano contra el dominio
colonial de España en la Isla. A ella siguió una lucha, en extremo
prolongada, para acabar con la opresión de las oligarquías domésticas,
aliadas al Imperio yanqui que hizo del nuestro una neocolonia, a
partir de esta última fecha en que intervino en los destinos de la
Mayor de las Antillas. Esa lucha daría al traste con el gobierno de
facto instaurado, en 1952, por el tirano Fulgencio Batista, quien
escapó del país en 1958.
Cabe aquí señalar la guerra denominada "de los negros", ocurrida
también en Oriente en 1912. Esa ha sido la única en la historia de
Cuba con un marcado carácter racista, lógicamente en contra de la
población negra y mulata que era, y es, mayoritaria en la franja
sudoriental y que se alzó en armas con la demanda de que se
introdujeran cambios significativos en el orden económico-social y
político. Fue bárbaramente ahogada en sangre por el gobierno de turno,
lo cual hizo que la cifra de muertos haya sido estimada en treinta mil
personas, por supuesto casi todas de los sectores de la sociedad cuya
pigmentación de la piel no era precisamente la blanca caucásica.
¡Cuánta sangre derramada aquí durante tantos siglos de dominio foráneo
y de opresión de los nativos aliados a los amos extranjeros! Esa
sangre abonó un espacio donde emergieron ideas y valores que han
contribuido a conformar una conciencia y un modo de ser, que yo
califico claramente de oriental. En síntesis, contribución a la
cristalización de un ser especial que refuerza — al contrario de
debilitarlo — aquello que nos hace a todos los habitantes del
archipiélago, y aun a quienes, nacidos en él, viven fuera de él,
sentirnos tan cubanos como el que más, en sobreposición de estrechos
localismos y de fatales actitudes regionalistas. Cuando hablo de ser
oriental, estoy diciendo ser cubano, porque fue en Oriente donde se
fraguó, primero que en otro lugar, el sentimiento de identidad
nacional y donde accedimos — en la manigua redentora, continuadora del
palenque cimarrón — al espacio de nación libre y soberana. Esa sangre,
y el humus particular que se ha tejido alrededor de ella, han
posibilitado que los adeptos de la Regla conga denominen a Oriente con
una palabra asaz significativa: Kunanfinda, que en su lengua quiere
decir "tierra de muertos".
No estoy privilegiando con lo dicho a una región ni a sus habitantes.
Tampoco pasa por mi cabeza la estrecha idea de que la Regla muertera
sea un fenómeno privativo de ella. Simplemente, este fenómeno ha sido
descubierto y observado en ella, así como continuamos estudiándolo
allí con la pretensión de dejar sentada la existencia de esta religión
en franco proceso de expansión a lo largo del país. Se trata de una
expresión más del espiritismo, que es en mi concepto el sistema de
pensamiento religioso popular que es el que ostenta el carácter de ser
nacional, por encima de cualquier otro.
EL MUERTERO
El muertero es el creyente religioso primigenio del pueblo llano de la
Isla, eso sí es cierto y real. Ejerce complejas y simultáneas
funciones: la de terapeuta tradicional, la de hechicero y la de
sacerdote, en determinados casos y circunstancias. En cualquier caso,
ejerce cada una de estas funciones siguiendo los dictados e
indicaciones del muerto que lo acompaña permanentemente. No
necesariamente actúa en estado de trance ni sufre desplazamientos en
su conciencia cuando "habla" el espíritu a través de su persona.
Tampoco necesita haberse iniciado en ninguna de las religiones
denominadas afrocubanas — como la Regla de Osha, la Regla conga o de
Palo y el vodú— para ejercer su ministerio, hecho que lo aproxima al
espiritista común y, en particular, al espiritista cordonero. Sin
embargo, en su parafernalia de culto pueden observarse los calderos
típicos del palero y/o las cazuelas, las soperas y cualquier otro tipo
de receptáculos y objetos propios de la santería.
Siguiendo las obligaciones marcadas por la tradición, que ha aprendido
o sigue según criterio personal, el muertero construye esos objetos de
culto, como las cazuelas, a los que les realiza ofrendas de alimentos
y sacrificios cruentos de animales en determinadas fechas señaladas
por el calendario litúrgico afrocubano. En el lenguaje de la muertería
— como también es conocida esta Regla — se habla de plante para
referirse a la reunión ritual de los muerteros, voz perteneciente a la
Regla conga, o a Osha. Aunque es común que el muertero sea a un tiempo
espiritual, con lo cual se nos indica claramente que puede trabajar
también en el campo religioso donde no interviene lo material y, por
ello, en su lenguaje se pueden reflejar muchas voces y expresiones del
espiritismo entendido en esta última acepción restringida.
Los muñecos y muñecas, que generalmente también son portadores de una
carga mágica, representan a los muertos africanos. Junto a las casitas
de madera rústica que les sirven a éstos de vivienda, constituyen los
objetos materiales más característicos del culto muertero. El ajuar
ritual del muertero puede incluir un altar de extrema rusticidad, con
ramas de árboles o pencas de matas de coco, o los objetos
representativos de esa otra religión cubana que se ha denominado
espiritismo cruzado. Debe repararse en el hecho siguiente: el muertero
puede ejercer su oficio habitual, con el desempeño de cualesquiera de
las funciones más arriba enumeradas, sin que tenga que disponer para
ello de altar de ningún tipo en su casa ni de ninguno de los objetos
de la parafernalia.
El muerterismo se encuentra, pues, en el suelo primario o humus donde
es evidente el peso elevado de la cultura africana, entre cuyos
diversos componentes étnicos hemos destacado el bantú, por su
predominio en el Oriente cubano. Según la conocida metáfora del cocido
cubano empleada por el sabio cubano Don Fernando Ortíz para definir la
nuestra cultura nacional, en él hirvieron el resto de los ingredientes
que irían conformando otros guisos. En el caso que nos ocupa, ese
sería el caldo de cultivo propiciador de la aparición de otros cultos
locales que daría origen a otras reglas, posteriormente; o que
influiría en las que, con el conjunto de ideas, creencias y costumbres
religiosas traídas por los africanos y puestas en contacto con los de
los europeos y de otras procedencias, traerían por resultado lo que
hemos mencionado más arriba: la existencia de religiones afrocubanas
con rasgos y particularidades marcadas por estas circunstancias
específicas que venimos estudiando.
En el munanso o cuarto sagrado actual de los ganguleros, o paleros,
coexisten la cazuela de muerto con la nganga, el receptáculo principal
objeto de culto. La existencia y empleo de la primera no entra en
tensión ni contradice el otro receptáculo que los paleros denominan
también con el nombre de caldero. La razón la expresan nuestros
informantes al afirmar que, en la Regla conga o de Palo, se trabaja
con un "hilo espiritual" que cruza de un "muerto bozal" o ladino a
otro muerto congo cuando se trata de hacer un trabajo de fuerza mayor.
En conclusión: la cazuela y el caldero se usan en situaciones y casos
distintos para buscar puntos de aplicación de mayor fuerza o mayor
eficacia en el trabajo que se tenga que realizar. Para hacer más
gráfica esta última idea, Gerardo, descendiente directo de Reynerio
Pérez, el tronco mayor de la santería y la palería oriental, nos
regaló este símil: es como si se tratara del empleo de un cincel y de
un martillo neumático que, aunque viniesen de una misma fuerza de
energía mecánica, son diferentes en la intensidad y el tiempo que
demoran en obtener los resultados que se han propuesto alcanzar quien
los está empleando.
La cazuela muertera es empleada para efectuar despojos, con los que
son eliminadas las cargas de signo negativo en una persona —o también
las malas influencias — de que es portadora una persona o que rodean a
una familia o conglomerado humano a consecuencia de un trabajo mágico
o brujería que se ha hecho para provocar un daño. Asimismo, el
muertero trabaja con ella en la esfera de las curas o sanaciones de
las personas que acuden a él en busca de solución a quebrantos
físicos, sociales y psicológicos. Siempre es el muerto africano quien
habita en la cazuela y quien detecta el mal, determina sus causas e
indica cómo ponerle remedio, además de actuar de forma inmediata sobre
la persona o grupo de personas en cuestión para atajarles el mal y
tratar de mejorarla tan pronto como la han puesto en manos y sea
posible. En cambio la cazuela bruja, perteneciente al adepto congo o
palero, sirve para hacer el bien o para hacer el mal, según de qué se
trate el caso o determine su dueño, a solicitud del demandante. En su
concepto y empleo se transparentan valores — que no se corresponden con
la axiología cristiana euro-occidental — y rasgos de una mentalidad
tradicional africana, que han sido heredados por algunos grupos y
sectores de la sociedad cubana y que están presentes en la mayoría de
los sistemas mágico-religiosos actualmente vigentes en Cuba.
EL MUERTO
Hasta aquí hemos mencionado de pasada el objeto principal del culto
muertero; intentaremos ahora aproximarnos aún más a su naturaleza y
particular modo de actuar, siguiendo en parte el pensamiento de los
muertos y deslizándonos, en ocasiones, por el terreno especulativo.
Antes quiero hacer una advertencia: no olvidar que estas ideas y
creencias rodean al cubano, se las menciona en su vida cotidiana y,
querámoslo o no, influyen en su mentalidad, se trate o no de creyentes
o practicantes activos de cualquiera de estas religiones. En todo
caso, estas notas son en gran medida el esfuerzo del autor por captar
el movimiento eidético de algunos sectores de la población cubana y un
acercamiento a algunas definiciones basadas en observaciones de campo
hechas en el extremo más oriental del país, en particular en la
provincia de Santiago de Cuba. Por supuesto, requieren de más
investigación y base en qué sustentarse para su validación científica.
Me consuela que, en la ciencia, a veces vale más una idea o una teoría
que los datos e instrumentos que se empleen luego para probarlas.
La conducta habitual del muertero refleja el modo de vida y la
mentalidad de amplios sectores de la actual sociedad cubana, tal como
yo la veo. Para él, el mundo es material, idea con la que muchos están
de acuerdo; incluso las cosas son meros instrumentos que podemos
emplear para lograr determinadas metas, a corto o largo alcance.
Es lo que he bautizado como el pragmatismo propio de la mentalidad del
cubano, en la que, por supuesto, es visible la influencia de la
cultura norteamericana. Mas, el mundo no es exclusivamente materia,
sino también — en parecida dosis y a veces en sobremedida — espíritu.
Según esta última idea, podríamos estar corriendo el peligro de
deslizarnos por alguna de las autopistas del pensamiento
eurooccidental. Sin embargo, el mundo no es espíritu en el sentido
hegeliano de la "gran aventura" de Lo Absoluto que discurre a través
de diversos o sucesivos reinos —como el animal, el social y el de la
autoconciencia, podríamos simplificar—; ni tampoco espíritu en la
acepción clásica de Allan Kardec. El mundo es espíritu, más bien, en
el sentido de fuerza espiritual que emana del suelo y de determinadas
circunstancias que se produjeron en él, convirtiéndolo en espacio o en
el equivalente al élan bergsonniano. Es el ejemplo que he expuesto más
arriba del suelo oriental, donde han vertido su sangre diversas
personas, como indios o africanos reducidos a la fuerza a condición de
siervos y la de otras que también rompieron sus ataduras para escapar
al espacio abierto del bosque, de la manigua o del monte donde
volvieron a ser libres.
El mundo, en efecto, según este pensamiento, es fuerza espiritual que
concentra dentro de sí el sufrimiento y los anhelos de una masa
esperanzada en lograr un destino mejor, por el que no ha cesado de
luchar a lo largo de toda su existencia. Precisamente, devino fuerza
en virtud de esa masa adolorida que decidió escapar del látigo del amo
y grabó en su conciencia una consigna: preferible es morir antes que
dejar de ser libre. El dolor, por un lado, y el sentimiento de
rebeldía convertido en voluntad de ser libre, por otro, fueron los
componentes esenciales de esa fuerza iluminada, más próxima a la
tierra, que se llama el muerto. El muerto está más próximo a la tierra
en razón de que lo está en relación con lo humano y con la Naturaleza
que rodea a los hombres.
En el sentido estrecho en que se le entiende, el muerto vendría a ser
una especie de resultado del accionar del cerebro humano; algo que
emana de la mente: la fuerza de la necesidad de la existencia de un
continuum, que es la vida. Es el elan vital: lo que no se detiene, lo
que fluye ininterrumpidamente desde el fondo de sí y que busca formas
en que concretizarse para integrar un todo que puede ser modificado,
mas nunca fraccionado. Es, no tanto el medio que adopta la necesidad
para expresar la voluntad de conjurar la muerte en tanto negatividad,
sino más bien la expresión de esa materia que se transformó en un
momento de la evolución, que se depositó en la "tierra" — entendida ya
como espacio — para luego adquirir nuevamente su figura (no
necesariamente humana ni divina, en un sentido antropomórfico). Es,
desde cierto punto de vista, la fuerza de la tierra (materia o
espacio), de la misma que ayudó a crear a todos los seres animados y
que los reclama a su seno una vez que ellos "dan la caída", es decir,
se transforman, momentáneamente, para darle continuidad a un ciclo
(círculo, podría también decirse), de todos conocido. Es la garantía,
en suma, al mismo tiempo que la confirmación de que todo fluye — la
vieja idea de Heráclito —, de que la materia es energía en movimiento
que no cesa de circular en cada uno de los elementos de ese sistema
maravilloso que es la Naturaleza, donde vive el hombre al lado de
otras criaturas y objetos.
El muerto está asociado a ese estado de la materia que denominamos
muerte; pero con mayor propiedad podría afirmarse que pertenece a, o
es manifestación de, la materia animada, de la vida humana en íntimo
contacto con el espacio que la envuelve y alimenta. La vida, como
sabemos, se expresa a través de diversos signos, abstractos unos y
otros concretos o visibles; se expresa de manera particular en forma
de flujos o corrientes que los espiritistas cubanos denominan
corrientes espirituales. El muerto expresa el complejo entretejido de
sentimientos, estados de ánimo, ideas, creencias y voluntad de los
hombres en su azarosa convivencia con el prójimo y también en su
relación con la Naturaleza, donde moran criaturas tan o más
inteligentes que él. Es manifestación de esos estados de ánimo y de la
energía — en todas las formas que ésta adquiere para hacerse patente —
del ser humano y que interpenetra eso que llamamos realidad. No sería
pues, desacertado que lo identifiquemos como una fuerza más de la
Naturaleza en sus diversas y ricas formas de manifestarse, como
realidad animada de vida, como la propia de los seres vivos. Sería
entonces la confirmación de la existencia del continuum vida/muerte o
del chorro ininterrumpido de energía inteligente que es la vida.
De ahí la manera habitual con que se comporta el muerto: unas veces
con ese impulso casi bestial, propio de los elementos puros y
primarios de la Naturaleza (como el viento, la furia del mar, pongamos
por ejemplo) o del animal que genera violencia como un mecanismo de
respuesta a las exigencias impuestas por la ley de la selección
natural; otras, con un poder de discernimiento y de penetración que
permite al muertero clarificar situaciones, o mostrar en pocas
palabras los componentes de esa trenza tan difícil de liar que es la
vida, por su estado de constante evolución y aun de vaticinar el
futuro, que es lo mismo que visionar la vida en su evolución o
desarrollo. Mas el muerto es algo más que esas dos caras de la moneda:
es el poder de romper el cerco de las malas influencias que se ciernen
en torno a alguien o algo; de atacar y de vencer fuerzas opuestas; de
devolver salud del cuerpo o de la mente de personas quebrantadas... Es
la garantía también para la existencia de esa línea o cadena natural
— que a veces se torna invisible — y de su capacidad de cerrarse sobre
sí misma hasta convertirse en círculo-centro de fuerzas de la
naturaleza para muchos humanos inextricable.
Una de las grietas de la teoría kardeciana está en su concepto de
espíritu. Mediante una imagen sugestiva, presenta al espíritu como un
fluido de forma humana, aunque no se le palpe ni se le vea. De ello
podría derivarse la idea de que se trataría de un ser humano sin
cuerpo y la de que cada persona tiene la posibilidad de convertirse en
espíritu. El muerto, en cambio, no es espíritu; o lo es, sólo en el
instante en que la energía "abandona" el cuerpo (exactamente,
diríamos, se transforma después del deceso) y vaga en busca de refugio
en que ocultar su desnudez.
Si el muerto fuese espíritu tendría que experimentar "en carne propia"
(es decir, en su estado de conciencia) el largo y penoso proceso de
abandonar el cuerpo humano, después del suceso de la muerte, para
luego ser instruido de su actual situación, mediante rituales que
duran varios días (por ejemplo, el del novenario). Luego se le
someterá a la "escuela" que lo preparará para la expiación de sus
faltas y errores pasados a fin de irse "elevando" gradualmente hacia
un centro superior situado en la esfera celeste.
Según haya sido su actuación mientras estuvo encarnado, así el
espíritu recibirá en pago felicidad o castigos; aunque de todos modos
no podrá escapar al proceso de purificación que, como quedará dicho,
constituye una purga real y penosa. La purificación responde a la ley
que lo rige todo, incluido lo concerniente al reino de los espíritus y
lo que se relaciona con él. El bien es la ley que rige el universo en
su conjunto y es, al mismo tiempo, la meta última hacia la que
convergen todos los seres en su evolución; su contrapuesto, el mal, se
caracteriza por ser algo pasajero que deberá ser conjurado por
diversos medios y formas. Según la doctrina kardeciana, Dios hizo al
espíritu sencillo e ignorante, y éste deberá pagar la culpa de tal
hechura exponiéndose a ese proceso de purga en un camino de
aprendizaje permanente que le permitirá — si ello es bien aprovechado —
acercarse cada vez más a su Creador.
El muerto, en cambio, no necesita elevarse a un Dios-Luz. El muerto es
luz, cierta cantidad de luz suficiente para penetrar los misterios de
la vida y de la existencia humana, para darle respuesta a sus
problemas más angustiosos. No necesita elevarse porque su fuente de
energía es la madre tierra que lo engendró y encima de la cual, en un
andar indetenible, permanece para nutrirse de nuevas energías que le
servirán, a su vez, para alimentar las otras criaturas de las que
también depende y con las que convive en un intercambio mutuamente
solidario y enriquecedor. Por lo demás, eso es lo que le viabilizará
el poder de ejercer sobre éstas determinadas influencias.
Disponiendo de esa fuente de energía, volará con luz propia como un
cocuyo y escrutará desde la oscuridad como una lechuza o buho
tropical. Luego así estará en condiciones óptimas para instalarse en
la cabeza y en el cuerpo de una persona afin para irradiarla (o
iluminarla) hacia su interior y permitir que ese rayo pueda iluminar a
su vez a quien se sitúe enfrente de ella, en franco reto a las
tinieblas y a cualquier tipo de oscuridad que le rodee. Se sabe que
todas las criaturas se encaminan siempre en busca de la luz, sinónimo
de vida. El muerto, que es la memoria viva del universo y lo que va
por fuerza de sí mismo, crea a su alrededor un campo
— electro-magnético, estaríamos tentados a decir — al cual debe todo
someterse para lograr el bienestar. Con él actúa el muertero, en
diálogo con la Naturaleza, al ejercer su oficio de médico tradicional,
chamán o vidente.
Por otro lado, sería erróneo considerar que la tierra es un "algo"
situado más allá de nuestro alcance y ni mucho menos ajeno a las
propias criaturas que ella engendró. Debe ser vista como una máquina
en la que cada partícula se relaciona con la otra hasta conformar un
todo armonioso pero a un tiempo no exento de violencia, siempre en
movimiento. Es una máquina "productora" de energía. La energía es, en
efecto, según este pensamiento, generada por un Todo milagroso, como
resultado del choque de sus elementos constitutivos en su seno. Es el
propio movimiento telúrico que le es inherente, lo que la produce y
esa energía se transmite desde lo más profundo de ese Todo hacia la
superficie, imantando lo que hay encima de ésta.
Todas las criaturas que viven en su seno vibran; las hacen vibrar las
ondas que sacuden a ratos las capas de la corteza y sus alrededores.
Tal vez sea mejor decir que la energía se transforma en energía
cinética cuando el chorro de vida "salta" de las entrañas
aparentemente quietas o inertes a la piel lisa, provocando
iridiscencias continuas, a la manera de las olas que animan el perfil
de un lago. Si se sabe escrutar, se cae en la cuenta de que estamos a
la vista de un interminable torrente donde el "fuego" continuo de las
partículas luminosas configura el espacio cargado de flujos
electrizantes que provocan espeluznamientos y escalofríos, seguidos de
sacudimientos inesperados de los músculos y de alguna que otra parte
del cuerpo, involuntariamente.
Ese espacio se convierte en un espacio con características muy
especiales, el cual podríamos definir como un "campo
electromagnético", situado alrededor del muertero y también del cuerpo
de la persona sobre la cual vaya a efectuar éste cualquier operación.
Siguiendo el empleo de esta terminología científica, diríamos que ello
ocurre por la conjunción y el ajuste de cargas provenientes de las
fuentes compulsadas, que se han mencionado más arriba. Uno de mis
informantes me explicó esto al afirmarme que el cuerpo tiene cargas de
ambos signos y, al estar situado encima de la tierra, que es negativa,
y debajo del cielo, que es positivo, se ve obligado a realizar
continuos ajustes para compensar esta tensión. Debe hacerlo, además,
porque está sometido a la acción de la ley de atracción universal, que
lo "hala" hacia abajo provocando otro "salto", a partir del cual se
produce otra transformación de energía. Situado en la perspectiva de
este sistema de fuerzas encontradas, el muerto provoca un
"electrizamiento" del cuerpo y permite con ello poner en
funcionamiento zonas del cerebro y del cuerpo humanos atrofiados en el
largo proceso evolutivo de la humanidad.
Trataré de dar mi interpretación de esta visión de los creyentes. Esa
luz interior del muertero, permanentemente encendida, "irradia" hacia
el exterior y choca con el cuerpo de los que se les sitúan enfrente,
digamos aquellos que son sometidos a un acto de consulta; eso es lo
que le permitirá al oficiante penetrar en el otro y establecer un
"diagnóstico" inmediato. Al mismo tiempo, está ejerciendo determinado
influjo sobre el paciente, lo cual arroja resultados en lo físico y en
lo psicológico, como hemos tenido oportunidad de comprobar muchas
veces a lo largo de nuestras investigaciones de campo. De otra manera,
¿cómo explicaríamos las revelaciones súbitas de estos muerteros,
hechas sin que medie crisis de posesión o ningún tipo de estado de
trance? Así también se explicaría la "voz interior" que dicta a estos
adeptos del espiritismo lo que el muerto les va poniendo en el oído
para ser transmitido a alguien sin mediación de ningún interlocutor.
Esa capacidad omnisciente ha sido atrapada por el escritor santiaguero
José Soler Puig y plasmado magistralmente en forma de un narrador en
algunas de sus mejores novelas.
Tengo la esperanza de que, a partir de lo expuesto, quizá, podamos
estar en mejores condiciones de aproximarnos al tema de las ricas y
numerosas variantes del espiritismo en Cuba. Cuanto más avancemos en
esta importante meta, deberán ser clarificados aún más los conceptos
de muerto y espíritu, así como las relaciones existentes entre ambos y
los distintos tipos de creyentes que tales delimitaciones implican.
Soy consciente de la limitación impuesta por la complejidad y novedad
del fenómeno del muerterismo, aún en fase de exploración y estudio por
parte del Equipo de estudio de las religiones tradicionales
pertenecientes a la Casa del Caribe, el cual me honro en presidir. Se
requiere, no obstante, voluntad y decisión para al menos ser capaces
de desplegar algunas especulaciones acerca de tan controvertidos
asuntos.
MITOLOGIA ACUATICA
Agua
Es costumbre de muchos cubanos que, al levantarse, se abra la puerta
de la calle y se arroje un vaso de agua a la acera o a la calle o
suelo de enfrente. En ocasiones, también se traza una cruz con agua en
esa misma entrada, o se esparce por muchos sitios de la casa. El agua
es la fuente de la vida; de ella brotaron las primeras formas animadas
que se instalaron luego en la tierra. En la tierra moran los muertos
que se "refrescan" con ese líquido; al refrescarlos, se les da vida.
Con ese rito cotidiano se traza continuamente con agua "el camino de
la vida"; el agua, por sí sola, lo evoca elocuentemente. Sólo lo bueno
— lo vivo — podrá entrar, a partir de este acto, en el hogar; lo malo se
neutraliza con ese elemento que une al cielo con la tierra, el reino
divino con el humano. Al ser refrescados, los muertos pondrán sus
buenos influjos para que reine la paz entre los moradores de la casa y
para evitar que entren en ella los espíritus perturbadores, las malas
corrientes, los malos pensamientos.
El agua es sinónimo de frescor, de influjos vivificantes de los que
recibimos beneficios. Con ella San Juan bautizaba y, con el bautizo,
se convertiría en símbolo de entrada al Reino del Señor. La cruz
trazada con agua en la tierra es un detente para que no puedan acceder
los espíritus oscuros u obsesores. Esa cruz hace que la casa sea casa
de Dios y, por tanto, que a uno no pueda entrar el diablo. Al
trazarla, se corta el paso a las malas corrientes y a los malos
pensamientos.
El agua está presente en todas las prácticas de las religiones
tradicionales del pueblo cubano: en las del vodú, la Regla de ocha, el
palo y, por supuesto, en las del espiritismo de cordón y en las del
cruzado: la palangana con agua y ramas a la entrada del plantel
cordonero, el omiero, los vasos con agua colocados en los más
inusitados sitios de la vivienda, el agua contenida en un frasco de
perfume, la que sirve para despojarse o santiguarse, todas ponen de
relieve la omnipresencia de este líquido en las religiones más
populares de la isla.
Entre los espiritistas resulta imprescindible, al punto que existe una
secta denominada los acuáticos. Para refrescar la casa o recoger en
ella las malas corrientes, para la consulta en que es común observar
una copa de agua con un crucifijo metálico en su interior, para
purificar el cuerpo antes de entrar a una labor espiritual, en el
bautizo y para casi toda acción espiritual, toparemos con el líquido,
vital para el alma y el cuerpo.
El investigador español Joaquín Díaz, en un singular artículo (Revista
de Folklore, 127, pp. 313), consagrado al tema del agua, ha hablado
acertadamente de la costumbre hispánica de rendirle culto a las aguas
y a los númenes que las pueblan, observando en ella el paso del
panteísmo al politeísmo: el poder que reside en tales fuentes debía
personificarse en un Dios, de ahí que se haya creído siempre en la
existencia de seres preternaturales que, querámoslo o no, ejercen su
influjo sobre la psicología y el comportamiento de los seres humanos.
Para ilustrárnoslo, entre otros ejemplos, ha evocado la creencia
imperante en la parte septentrional de España en que para el día de
San Juan — santo en que se ha marcado el paso de la mitad del año —