Cuba

Una identità in movimento


Muerterismo o Regla Muertera

José Millet


Hace ya mucho tiempo cobré conciencia de la necesidad de escribir un trabajo dedicado exclusivamente al concepto del muerto en la cultura cubana y a todo lo relacionado con él en la práctica religiosa de mis compatriotas. Otros colegas míos han sido más constantes, rigurosos y afortunados. Yo, como sé que soy inmortal, no me impaciento por mis carencias y espero tiempos mejores. Algún día dispondré en mi país natal del tiempo y el sosiego indispensables para emprender empresa de tanto valor, para la que se necesitan también pecunio personal y recursos materiales que ahora allí son muy escasos. El libro El espiritismo en Cuba, que ahora redacto en Valladolid, constituye una continuidad de otros estudios ya publicados en Cuba y fuera de ella; asimismo pretende ser un avance de esa intención largamente acariciada. El presente artículo extraído de él no pretende ser más que una aproximación muy somera al tema que aquí me ocupa, preparada para una Enciclopedia de las religiones afrocaribeñas que tiene en curso la Universidad de York, de Canadá. Debe ser entendido, pues, como las puntadas de una tela mayor que se tiene en mente, pero no acometida por falta de capacidad y concentración de este tejedor que, como tropical arácnido, prefiere mecerse en el espacio, solazarse ante el resplandor del sol, antes bien que dar por definitivas algunas de sus flacas ideas.

El Muerterismo es un fenómeno religioso que tiene como objeto principal el culto al muerto, una categoría de la espiritualidad del cubano aún sin explorar. Más concretamente nuestros creyentes colocan al lado de este enigmático concepto un patronímico y dicen con toda seguridad "el muerto africano", con lo cual aluden a los ancestros sanguíneos y/o espirituales cuyo origen es ubicado en África. Esta pertenencia étnico-cultural pone de manifiesto su profunda vinculación con una tierra mítica semejante a la Guinea de donde vinieron los loas o espíritus del panteón del vodú haitiano. A su vez, es una remisión a un centro y a una fuente de poder excepcional que los sitúa en condiciones privilegiadas — diría yo que en un punto de altura superior— al que ocupan los espíritus criollos o no nacionales que se presentan frecuentemente en las prácticas del espiritismo en Cuba, en cualesquiera de sus variantes.

El Muerterismo nos remite al fenómeno más antiguo de la religiosidad del pueblo cubano; al de un estadio primigenio de encuentro y engarce de los componentes que irían dibujando la peculiar manera de relacionarse una comunidad étnica con lo Sobrenatural. En otro lugar he dicho que es el antecedente más remoto de esa misma religiosidad cuyas fibras empezaban a formarse entonces. Posiblemente no sea aventurado apreciarlo como uno de sus elementos constitutivos o de base. Se remonta a la época de la colonia, en que a los negros se les mantenía encerrados en las ergástulas construidas por la plantación esclavista. Ellos, entonces, llegaron a ser mayoría en la población de la Isla y, valiéndose de diversos mecanismos, fueron introduciendo elementos de su espiritualidad negada, hasta el punto de influir en la configuración de la mentalidad de aquella sociedad depredadora.

Entre las ideas y creencias religiosas de los esclavos, se destaca su peculiar modo de relacionarse con los ancestros o espíritus de sus antepasados, así como determinadas costumbres asociadas con la veneración a los espíritus de los familiares fallecidos. Es lo que corrientemente se denomina "culto a los muertos", presente en todos los grupos étnicos y comunidades étnico-culturales que entraron a Cuba a consecuencia del tráfico negrero.

El Muerterismo se corresponde con el período en que el brujo-médico africano no había podido reproducir en estas nuevas tierras su nganga, lo que se ha definido como el receptáculo u objeto donde se concentran las fuerzas mágicas en que creen ciegamente los esclavos de origen bantú, que en Cuba reciben el etnónimo genérico de congos. En sus artes medicinales y nigrománticas, el hechicero se valía exclusivamente del muerto, que es la fuerza inteligente encargada de coherenciar y direccionar los elementos constitutivos del mencionado adminículo. No obstante, el sacerdote era la nganga misma, pues ésta designaba entonces a la persona que tenía el poder para curar, vaticinar determinados acontecimientos mediante la consulta del oráculo y conjurar el mal, entre otras importantes funciones civiles.

Este padre-de-nganga debía ejercer su oficio en estricto secreto, dadas la vigilancia y represión que rodeaban a todo lo que no fuese cultura española ni cristianismo. Debe tomarse en cuenta que en aquel período inicial predominaban los esclavos procedentes de stock bantú en el Oriente de Cuba y fueron ellos quienes contribuyeron decisivamente a abonar y a dibujar el perfil característico de la cultura de esta región, que ocupa una parte importante del territorio nacional.

Afortunadamente, en esta porción del archipiélago cubano no se desarrolló la gran plantación esclavista, como lo hizo — colosal y aplastantemente — en el Occidente. Eso posibilitó márgenes de flexibilidad que no tuvieron los esclavos, digamos en Matanzas y en La Habana. Allí la plantación tuvo rasgos peculiares que permitían que ellos tuviesen oportunidad de acomodar sus ideas y creencias, hasta adaptarlas a las circunstancias diferentes a que se enfrentaban. El régimen de esclavitud doméstica a que se les sometió en la mayor parte de la región oriental, les permitiría también ejercer un influjo con sus ideas y costumbres en los miembros de las familias de los amos españoles y luego de los dueños criollos. Algunos historiadores han calificado este régimen de servidumbre de doméstico o patriarcal, incomparablemente superior, en cuanto al aminoramiento del rigor esclavista, al que establecieron los ingleses y franceses en otras islas del Caribe.

Algunos muerteros, o adeptos de esta Regla muertera, que actualmente residen en el monte, se refieren a Oriente como "tierra de amos, de esclavos y también de innumerables negros huidos a la manigua", donde levantaron palenques, que eran refugios de sociedades de negros cimarrones establecidas en sitios inaccesibles al amo, quien los perseguía con perro y escopeta para volverlos al cepo o, de lo contrario, aniquilarles. Hubo palenques a los que nunca pudieron llegar los rancheadores o persecutores implacables de negros cimarrones; otros, nunca pudieron ser doblegados, abatidos ni destruidos. En ellos, en medio de aquel espacio de montañas con picos agresivos, rodeados de una vegetación exuberante y de animales que les proporcionaron el sustento, aquellos ex-siervos respiran por primera vez el aire de la libertad. Fueron los negros en Cuba, no los hispano-cubanos ni los criollos, quienes acrisolaron la idea de la independencia, como bien ha señalado el escritor cubano Alejo Carpentier en una de sus magistrales comparecencias en la televisión. Siempre me he preguntado, ¿cómo practicaban aquellos ex-esclavos la religión de sus ancestros, en medio de la soledad del bosque y libres de la mirada inquisitorial de sus antiguos amos? ¿Fue allí donde se construyó el recipiente, de barro o de metal, que luego se llamó nganga?

He insistido en la importancia de los estudios regionales para el conocimiento de fenómenos que a veces son locales, como el de las religiones tradicionales de base africana del pueblo cubano. Las presentes notas me hacen volver la mirada en torno a una región que pudiese servir para ilustrar mi afirmación, porque ha sido Oriente — ahora dividido en cinco provincias — escenario de acontecimientos decisivos de nuestra historia y espacio donde se han producido procesos que han estado en la base de la formación del etnos cubano y de nuestra cultura nacional. Para no apartarme de mi objeto, la aparición del espiritismo de cordón, la entrada del vodú procedente de Haití y los rasgos diferenciados que poseen la Regla de Osha o santería y la Regla conga, obligan a pensar que lo afirmado para el Occidente del país no siempre es válido para el resto del país y, menos aún, lo es para su extremo oriental. Estos fenómenos que surgen o en su desarrollo inicial pueden calificarse de locales, pronto dejan de tener ese carácter para insertarse con toda propiedad en el ámbito nacional.

Existen otros factores históricos que, a la larga, se han convertido en diferenciantes. Así, a lo largo y ancho de la accidentada geografía de Oriente — que posee el sistema montañoso más importante de la Isla y también los montes más altos — se regó primero la sangre de la población aborigen y luego la del negro, cuando ambos, en momentos diversos, se enfrentaron, primero uno, al conquistador y, luego ambos, al colonialista europeo.

Verdaderas masacres en las comunidades de aquellos apacibles e ingenuos habitantes, se protagonizaron aquí; como reales fueron las cacerías de los africanos furtivos que eran muertos en la mayoría de los casos en que se les sorprendía en sus improvisados campamentos. Ambos hechos sangrientos, repetidos tantas veces, ostentan el triste calificativo de la mayor crueldad. Con demasiada frecuencia los historiadores han olvidado que en esta tierra se reunió tempranamente la sangre del indio y la del africano, quienes llegaron a convivir por mucho tiempo en ella.

De ahí que muchos muerteros me hayan confesado que algunos de sus espíritus —separados violentamente de sus cuerpos mediante tales actos de genocidio— sean espíritus materializados, que deambulan por estos parajes y se sienten todavía dueños de sus posesiones de las que fueron expropiados o arrojados. Abundan los espíritus que se presentan en los cabildos muerteros, o en las sesiones espirituales de Santiago de Cuba, con la expresa intención de perturbar. Estos creyentes tienen que apelar al recurso de colocarles una base u objeto mágico, en algún lugar del monte, para impedirles que interfieran en los asuntos domésticos. Otros espíritus ofrecen indicaciones para desenterrar tesoros o dineros escondidos en botijas por los antiguos amos... Ocurre que otros espíritus persisten tanto en su acción de intervención perturbadora, que se les prepara una güira con miel para apaciguarlos y, cuando se tornan demasiado insistentes en su voluntad de intromisión, se apela a la extrema decisión de "meterles contracandela", con lo que se nos está expresando la puesta en marcha de acciones rituales neutralizantes de tan perjudicial proceder.

En el oriente de Cuba se produjo desde entonces una conjunción de factores de índole físico y de circunstancias históricas que han hecho de esta región una de un carácter muy especial en todo el ámbito nacional. Me adelanto a aclarar que soy de aquellos que sostienen la idea de la existencia de la tierra mágica, o sea, de aquella porción de un país o comunidad étnico-cultural que posee imán, una fuerza de naturaleza muy especial que "hala" hacia su centro. Hemos apuntado más arriba algunos de esos hechos y circunstancias; ahora agregaremos los siguientes: en primer lugar, Oriente como principal escenario de varias guerras, entre las que se destaca la de los Treinta años (1868-1898), protagonizada por el pueblo cubano contra el dominio colonial de España en la Isla. A ella siguió una lucha, en extremo prolongada, para acabar con la opresión de las oligarquías domésticas, aliadas al Imperio yanqui que hizo del nuestro una neocolonia, a partir de esta última fecha en que intervino en los destinos de la Mayor de las Antillas. Esa lucha daría al traste con el gobierno de facto instaurado, en 1952, por el tirano Fulgencio Batista, quien escapó del país en 1958.

Cabe aquí señalar la guerra denominada "de los negros", ocurrida también en Oriente en 1912. Esa ha sido la única en la historia de Cuba con un marcado carácter racista, lógicamente en contra de la población negra y mulata que era, y es, mayoritaria en la franja sudoriental y que se alzó en armas con la demanda de que se introdujeran cambios significativos en el orden económico-social y político. Fue bárbaramente ahogada en sangre por el gobierno de turno, lo cual hizo que la cifra de muertos haya sido estimada en treinta mil personas, por supuesto casi todas de los sectores de la sociedad cuya pigmentación de la piel no era precisamente la blanca caucásica. ¡Cuánta sangre derramada aquí durante tantos siglos de dominio foráneo y de opresión de los nativos aliados a los amos extranjeros! Esa sangre abonó un espacio donde emergieron ideas y valores que han contribuido a conformar una conciencia y un modo de ser, que yo califico claramente de oriental. En síntesis, contribución a la cristalización de un ser especial que refuerza — al contrario de debilitarlo — aquello que nos hace a todos los habitantes del archipiélago, y aun a quienes, nacidos en él, viven fuera de él, sentirnos tan cubanos como el que más, en sobreposición de estrechos localismos y de fatales actitudes regionalistas. Cuando hablo de ser oriental, estoy diciendo ser cubano, porque fue en Oriente donde se fraguó, primero que en otro lugar, el sentimiento de identidad nacional y donde accedimos — en la manigua redentora, continuadora del palenque cimarrón — al espacio de nación libre y soberana. Esa sangre, y el humus particular que se ha tejido alrededor de ella, han posibilitado que los adeptos de la Regla conga denominen a Oriente con una palabra asaz significativa: Kunanfinda, que en su lengua quiere decir "tierra de muertos".

No estoy privilegiando con lo dicho a una región ni a sus habitantes. Tampoco pasa por mi cabeza la estrecha idea de que la Regla muertera sea un fenómeno privativo de ella. Simplemente, este fenómeno ha sido descubierto y observado en ella, así como continuamos estudiándolo allí con la pretensión de dejar sentada la existencia de esta religión en franco proceso de expansión a lo largo del país. Se trata de una expresión más del espiritismo, que es en mi concepto el sistema de pensamiento religioso popular que es el que ostenta el carácter de ser nacional, por encima de cualquier otro.


EL MUERTERO

El muertero es el creyente religioso primigenio del pueblo llano de la Isla, eso sí es cierto y real. Ejerce complejas y simultáneas funciones: la de terapeuta tradicional, la de hechicero y la de sacerdote, en determinados casos y circunstancias. En cualquier caso, ejerce cada una de estas funciones siguiendo los dictados e indicaciones del muerto que lo acompaña permanentemente. No necesariamente actúa en estado de trance ni sufre desplazamientos en su conciencia cuando "habla" el espíritu a través de su persona. Tampoco necesita haberse iniciado en ninguna de las religiones denominadas afrocubanas — como la Regla de Osha, la Regla conga o de Palo y el vodú— para ejercer su ministerio, hecho que lo aproxima al espiritista común y, en particular, al espiritista cordonero. Sin embargo, en su parafernalia de culto pueden observarse los calderos típicos del palero y/o las cazuelas, las soperas y cualquier otro tipo de receptáculos y objetos propios de la santería.

Siguiendo las obligaciones marcadas por la tradición, que ha aprendido o sigue según criterio personal, el muertero construye esos objetos de culto, como las cazuelas, a los que les realiza ofrendas de alimentos y sacrificios cruentos de animales en determinadas fechas señaladas por el calendario litúrgico afrocubano. En el lenguaje de la muertería — como también es conocida esta Regla — se habla de plante para referirse a la reunión ritual de los muerteros, voz perteneciente a la Regla conga, o a Osha. Aunque es común que el muertero sea a un tiempo espiritual, con lo cual se nos indica claramente que puede trabajar también en el campo religioso donde no interviene lo material y, por ello, en su lenguaje se pueden reflejar muchas voces y expresiones del espiritismo entendido en esta última acepción restringida.

Los muñecos y muñecas, que generalmente también son portadores de una carga mágica, representan a los muertos africanos. Junto a las casitas de madera rústica que les sirven a éstos de vivienda, constituyen los objetos materiales más característicos del culto muertero. El ajuar ritual del muertero puede incluir un altar de extrema rusticidad, con ramas de árboles o pencas de matas de coco, o los objetos representativos de esa otra religión cubana que se ha denominado espiritismo cruzado. Debe repararse en el hecho siguiente: el muertero puede ejercer su oficio habitual, con el desempeño de cualesquiera de las funciones más arriba enumeradas, sin que tenga que disponer para ello de altar de ningún tipo en su casa ni de ninguno de los objetos de la parafernalia.

El muerterismo se encuentra, pues, en el suelo primario o humus donde es evidente el peso elevado de la cultura africana, entre cuyos diversos componentes étnicos hemos destacado el bantú, por su predominio en el Oriente cubano. Según la conocida metáfora del cocido cubano empleada por el sabio cubano Don Fernando Ortíz para definir la nuestra cultura nacional, en él hirvieron el resto de los ingredientes que irían conformando otros guisos. En el caso que nos ocupa, ese sería el caldo de cultivo propiciador de la aparición de otros cultos locales que daría origen a otras reglas, posteriormente; o que influiría en las que, con el conjunto de ideas, creencias y costumbres religiosas traídas por los africanos y puestas en contacto con los de los europeos y de otras procedencias, traerían por resultado lo que hemos mencionado más arriba: la existencia de religiones afrocubanas con rasgos y particularidades marcadas por estas circunstancias específicas que venimos estudiando.

En el munanso o cuarto sagrado actual de los ganguleros, o paleros, coexisten la cazuela de muerto con la nganga, el receptáculo principal objeto de culto. La existencia y empleo de la primera no entra en tensión ni contradice el otro receptáculo que los paleros denominan también con el nombre de caldero. La razón la expresan nuestros informantes al afirmar que, en la Regla conga o de Palo, se trabaja con un "hilo espiritual" que cruza de un "muerto bozal" o ladino a otro muerto congo cuando se trata de hacer un trabajo de fuerza mayor. En conclusión: la cazuela y el caldero se usan en situaciones y casos distintos para buscar puntos de aplicación de mayor fuerza o mayor eficacia en el trabajo que se tenga que realizar. Para hacer más gráfica esta última idea, Gerardo, descendiente directo de Reynerio Pérez, el tronco mayor de la santería y la palería oriental, nos regaló este símil: es como si se tratara del empleo de un cincel y de un martillo neumático que, aunque viniesen de una misma fuerza de energía mecánica, son diferentes en la intensidad y el tiempo que demoran en obtener los resultados que se han propuesto alcanzar quien los está empleando.

La cazuela muertera es empleada para efectuar despojos, con los que son eliminadas las cargas de signo negativo en una persona —o también las malas influencias — de que es portadora una persona o que rodean a una familia o conglomerado humano a consecuencia de un trabajo mágico o brujería que se ha hecho para provocar un daño. Asimismo, el muertero trabaja con ella en la esfera de las curas o sanaciones de las personas que acuden a él en busca de solución a quebrantos físicos, sociales y psicológicos. Siempre es el muerto africano quien habita en la cazuela y quien detecta el mal, determina sus causas e indica cómo ponerle remedio, además de actuar de forma inmediata sobre la persona o grupo de personas en cuestión para atajarles el mal y tratar de mejorarla tan pronto como la han puesto en manos y sea posible. En cambio la cazuela bruja, perteneciente al adepto congo o palero, sirve para hacer el bien o para hacer el mal, según de qué se trate el caso o determine su dueño, a solicitud del demandante. En su concepto y empleo se transparentan valores — que no se corresponden con la axiología cristiana euro-occidental — y rasgos de una mentalidad tradicional africana, que han sido heredados por algunos grupos y sectores de la sociedad cubana y que están presentes en la mayoría de los sistemas mágico-religiosos actualmente vigentes en Cuba.


EL MUERTO

Hasta aquí hemos mencionado de pasada el objeto principal del culto muertero; intentaremos ahora aproximarnos aún más a su naturaleza y particular modo de actuar, siguiendo en parte el pensamiento de los muertos y deslizándonos, en ocasiones, por el terreno especulativo. Antes quiero hacer una advertencia: no olvidar que estas ideas y creencias rodean al cubano, se las menciona en su vida cotidiana y, querámoslo o no, influyen en su mentalidad, se trate o no de creyentes o practicantes activos de cualquiera de estas religiones. En todo caso, estas notas son en gran medida el esfuerzo del autor por captar el movimiento eidético de algunos sectores de la población cubana y un acercamiento a algunas definiciones basadas en observaciones de campo hechas en el extremo más oriental del país, en particular en la provincia de Santiago de Cuba. Por supuesto, requieren de más investigación y base en qué sustentarse para su validación científica. Me consuela que, en la ciencia, a veces vale más una idea o una teoría que los datos e instrumentos que se empleen luego para probarlas.

La conducta habitual del muertero refleja el modo de vida y la mentalidad de amplios sectores de la actual sociedad cubana, tal como yo la veo. Para él, el mundo es material, idea con la que muchos están de acuerdo; incluso las cosas son meros instrumentos que podemos emplear para lograr determinadas metas, a corto o largo alcance.

Es lo que he bautizado como el pragmatismo propio de la mentalidad del cubano, en la que, por supuesto, es visible la influencia de la cultura norteamericana. Mas, el mundo no es exclusivamente materia, sino también — en parecida dosis y a veces en sobremedida — espíritu. Según esta última idea, podríamos estar corriendo el peligro de deslizarnos por alguna de las autopistas del pensamiento eurooccidental. Sin embargo, el mundo no es espíritu en el sentido hegeliano de la "gran aventura" de Lo Absoluto que discurre a través de diversos o sucesivos reinos —como el animal, el social y el de la autoconciencia, podríamos simplificar—; ni tampoco espíritu en la acepción clásica de Allan Kardec. El mundo es espíritu, más bien, en el sentido de fuerza espiritual que emana del suelo y de determinadas circunstancias que se produjeron en él, convirtiéndolo en espacio o en el equivalente al élan bergsonniano. Es el ejemplo que he expuesto más arriba del suelo oriental, donde han vertido su sangre diversas personas, como indios o africanos reducidos a la fuerza a condición de siervos y la de otras que también rompieron sus ataduras para escapar al espacio abierto del bosque, de la manigua o del monte donde volvieron a ser libres.

El mundo, en efecto, según este pensamiento, es fuerza espiritual que concentra dentro de sí el sufrimiento y los anhelos de una masa esperanzada en lograr un destino mejor, por el que no ha cesado de luchar a lo largo de toda su existencia. Precisamente, devino fuerza en virtud de esa masa adolorida que decidió escapar del látigo del amo y grabó en su conciencia una consigna: preferible es morir antes que dejar de ser libre. El dolor, por un lado, y el sentimiento de rebeldía convertido en voluntad de ser libre, por otro, fueron los componentes esenciales de esa fuerza iluminada, más próxima a la tierra, que se llama el muerto. El muerto está más próximo a la tierra en razón de que lo está en relación con lo humano y con la Naturaleza que rodea a los hombres.

En el sentido estrecho en que se le entiende, el muerto vendría a ser una especie de resultado del accionar del cerebro humano; algo que emana de la mente: la fuerza de la necesidad de la existencia de un continuum, que es la vida. Es el elan vital: lo que no se detiene, lo que fluye ininterrumpidamente desde el fondo de sí y que busca formas en que concretizarse para integrar un todo que puede ser modificado, mas nunca fraccionado. Es, no tanto el medio que adopta la necesidad para expresar la voluntad de conjurar la muerte en tanto negatividad, sino más bien la expresión de esa materia que se transformó en un momento de la evolución, que se depositó en la "tierra" — entendida ya como espacio — para luego adquirir nuevamente su figura (no necesariamente humana ni divina, en un sentido antropomórfico). Es, desde cierto punto de vista, la fuerza de la tierra (materia o espacio), de la misma que ayudó a crear a todos los seres animados y que los reclama a su seno una vez que ellos "dan la caída", es decir, se transforman, momentáneamente, para darle continuidad a un ciclo (círculo, podría también decirse), de todos conocido. Es la garantía, en suma, al mismo tiempo que la confirmación de que todo fluye — la vieja idea de Heráclito —, de que la materia es energía en movimiento que no cesa de circular en cada uno de los elementos de ese sistema maravilloso que es la Naturaleza, donde vive el hombre al lado de otras criaturas y objetos.

El muerto está asociado a ese estado de la materia que denominamos muerte; pero con mayor propiedad podría afirmarse que pertenece a, o es manifestación de, la materia animada, de la vida humana en íntimo contacto con el espacio que la envuelve y alimenta. La vida, como sabemos, se expresa a través de diversos signos, abstractos unos y otros concretos o visibles; se expresa de manera particular en forma de flujos o corrientes que los espiritistas cubanos denominan corrientes espirituales. El muerto expresa el complejo entretejido de sentimientos, estados de ánimo, ideas, creencias y voluntad de los hombres en su azarosa convivencia con el prójimo y también en su relación con la Naturaleza, donde moran criaturas tan o más inteligentes que él. Es manifestación de esos estados de ánimo y de la energía — en todas las formas que ésta adquiere para hacerse patente — del ser humano y que interpenetra eso que llamamos realidad. No sería pues, desacertado que lo identifiquemos como una fuerza más de la Naturaleza en sus diversas y ricas formas de manifestarse, como realidad animada de vida, como la propia de los seres vivos. Sería entonces la confirmación de la existencia del continuum vida/muerte o del chorro ininterrumpido de energía inteligente que es la vida.

De ahí la manera habitual con que se comporta el muerto: unas veces con ese impulso casi bestial, propio de los elementos puros y primarios de la Naturaleza (como el viento, la furia del mar, pongamos por ejemplo) o del animal que genera violencia como un mecanismo de respuesta a las exigencias impuestas por la ley de la selección natural; otras, con un poder de discernimiento y de penetración que permite al muertero clarificar situaciones, o mostrar en pocas palabras los componentes de esa trenza tan difícil de liar que es la vida, por su estado de constante evolución y aun de vaticinar el futuro, que es lo mismo que visionar la vida en su evolución o desarrollo. Mas el muerto es algo más que esas dos caras de la moneda: es el poder de romper el cerco de las malas influencias que se ciernen en torno a alguien o algo; de atacar y de vencer fuerzas opuestas; de devolver salud del cuerpo o de la mente de personas quebrantadas... Es la garantía también para la existencia de esa línea o cadena natural — que a veces se torna invisible — y de su capacidad de cerrarse sobre sí misma hasta convertirse en círculo-centro de fuerzas de la naturaleza para muchos humanos inextricable.

Una de las grietas de la teoría kardeciana está en su concepto de espíritu. Mediante una imagen sugestiva, presenta al espíritu como un fluido de forma humana, aunque no se le palpe ni se le vea. De ello podría derivarse la idea de que se trataría de un ser humano sin cuerpo y la de que cada persona tiene la posibilidad de convertirse en espíritu. El muerto, en cambio, no es espíritu; o lo es, sólo en el instante en que la energía "abandona" el cuerpo (exactamente, diríamos, se transforma después del deceso) y vaga en busca de refugio en que ocultar su desnudez.

Si el muerto fuese espíritu tendría que experimentar "en carne propia" (es decir, en su estado de conciencia) el largo y penoso proceso de abandonar el cuerpo humano, después del suceso de la muerte, para luego ser instruido de su actual situación, mediante rituales que duran varios días (por ejemplo, el del novenario). Luego se le someterá a la "escuela" que lo preparará para la expiación de sus faltas y errores pasados a fin de irse "elevando" gradualmente hacia un centro superior situado en la esfera celeste.

Según haya sido su actuación mientras estuvo encarnado, así el espíritu recibirá en pago felicidad o castigos; aunque de todos modos no podrá escapar al proceso de purificación que, como quedará dicho, constituye una purga real y penosa. La purificación responde a la ley que lo rige todo, incluido lo concerniente al reino de los espíritus y lo que se relaciona con él. El bien es la ley que rige el universo en su conjunto y es, al mismo tiempo, la meta última hacia la que convergen todos los seres en su evolución; su contrapuesto, el mal, se caracteriza por ser algo pasajero que deberá ser conjurado por diversos medios y formas. Según la doctrina kardeciana, Dios hizo al espíritu sencillo e ignorante, y éste deberá pagar la culpa de tal hechura exponiéndose a ese proceso de purga en un camino de aprendizaje permanente que le permitirá — si ello es bien aprovechado — acercarse cada vez más a su Creador.

El muerto, en cambio, no necesita elevarse a un Dios-Luz. El muerto es luz, cierta cantidad de luz suficiente para penetrar los misterios de la vida y de la existencia humana, para darle respuesta a sus problemas más angustiosos. No necesita elevarse porque su fuente de energía es la madre tierra que lo engendró y encima de la cual, en un andar indetenible, permanece para nutrirse de nuevas energías que le servirán, a su vez, para alimentar las otras criaturas de las que también depende y con las que convive en un intercambio mutuamente solidario y enriquecedor. Por lo demás, eso es lo que le viabilizará el poder de ejercer sobre éstas determinadas influencias.

Disponiendo de esa fuente de energía, volará con luz propia como un cocuyo y escrutará desde la oscuridad como una lechuza o buho tropical. Luego así estará en condiciones óptimas para instalarse en la cabeza y en el cuerpo de una persona afin para irradiarla (o iluminarla) hacia su interior y permitir que ese rayo pueda iluminar a su vez a quien se sitúe enfrente de ella, en franco reto a las tinieblas y a cualquier tipo de oscuridad que le rodee. Se sabe que todas las criaturas se encaminan siempre en busca de la luz, sinónimo de vida. El muerto, que es la memoria viva del universo y lo que va por fuerza de sí mismo, crea a su alrededor un campo — electro-magnético, estaríamos tentados a decir — al cual debe todo someterse para lograr el bienestar. Con él actúa el muertero, en diálogo con la Naturaleza, al ejercer su oficio de médico tradicional, chamán o vidente.

Por otro lado, sería erróneo considerar que la tierra es un "algo" situado más allá de nuestro alcance y ni mucho menos ajeno a las propias criaturas que ella engendró. Debe ser vista como una máquina en la que cada partícula se relaciona con la otra hasta conformar un todo armonioso pero a un tiempo no exento de violencia, siempre en movimiento. Es una máquina "productora" de energía. La energía es, en efecto, según este pensamiento, generada por un Todo milagroso, como resultado del choque de sus elementos constitutivos en su seno. Es el propio movimiento telúrico que le es inherente, lo que la produce y esa energía se transmite desde lo más profundo de ese Todo hacia la superficie, imantando lo que hay encima de ésta.

Todas las criaturas que viven en su seno vibran; las hacen vibrar las ondas que sacuden a ratos las capas de la corteza y sus alrededores. Tal vez sea mejor decir que la energía se transforma en energía cinética cuando el chorro de vida "salta" de las entrañas aparentemente quietas o inertes a la piel lisa, provocando iridiscencias continuas, a la manera de las olas que animan el perfil de un lago. Si se sabe escrutar, se cae en la cuenta de que estamos a la vista de un interminable torrente donde el "fuego" continuo de las partículas luminosas configura el espacio cargado de flujos electrizantes que provocan espeluznamientos y escalofríos, seguidos de sacudimientos inesperados de los músculos y de alguna que otra parte del cuerpo, involuntariamente.

Ese espacio se convierte en un espacio con características muy especiales, el cual podríamos definir como un "campo electromagnético", situado alrededor del muertero y también del cuerpo de la persona sobre la cual vaya a efectuar éste cualquier operación. Siguiendo el empleo de esta terminología científica, diríamos que ello ocurre por la conjunción y el ajuste de cargas provenientes de las fuentes compulsadas, que se han mencionado más arriba. Uno de mis informantes me explicó esto al afirmarme que el cuerpo tiene cargas de ambos signos y, al estar situado encima de la tierra, que es negativa, y debajo del cielo, que es positivo, se ve obligado a realizar continuos ajustes para compensar esta tensión. Debe hacerlo, además, porque está sometido a la acción de la ley de atracción universal, que lo "hala" hacia abajo provocando otro "salto", a partir del cual se produce otra transformación de energía. Situado en la perspectiva de este sistema de fuerzas encontradas, el muerto provoca un "electrizamiento" del cuerpo y permite con ello poner en funcionamiento zonas del cerebro y del cuerpo humanos atrofiados en el largo proceso evolutivo de la humanidad.

Trataré de dar mi interpretación de esta visión de los creyentes. Esa luz interior del muertero, permanentemente encendida, "irradia" hacia el exterior y choca con el cuerpo de los que se les sitúan enfrente, digamos aquellos que son sometidos a un acto de consulta; eso es lo que le permitirá al oficiante penetrar en el otro y establecer un "diagnóstico" inmediato. Al mismo tiempo, está ejerciendo determinado influjo sobre el paciente, lo cual arroja resultados en lo físico y en lo psicológico, como hemos tenido oportunidad de comprobar muchas veces a lo largo de nuestras investigaciones de campo. De otra manera, ¿cómo explicaríamos las revelaciones súbitas de estos muerteros, hechas sin que medie crisis de posesión o ningún tipo de estado de trance? Así también se explicaría la "voz interior" que dicta a estos adeptos del espiritismo lo que el muerto les va poniendo en el oído para ser transmitido a alguien sin mediación de ningún interlocutor. Esa capacidad omnisciente ha sido atrapada por el escritor santiaguero José Soler Puig y plasmado magistralmente en forma de un narrador en algunas de sus mejores novelas.

Tengo la esperanza de que, a partir de lo expuesto, quizá, podamos estar en mejores condiciones de aproximarnos al tema de las ricas y numerosas variantes del espiritismo en Cuba. Cuanto más avancemos en esta importante meta, deberán ser clarificados aún más los conceptos de muerto y espíritu, así como las relaciones existentes entre ambos y los distintos tipos de creyentes que tales delimitaciones implican. Soy consciente de la limitación impuesta por la complejidad y novedad del fenómeno del muerterismo, aún en fase de exploración y estudio por parte del Equipo de estudio de las religiones tradicionales pertenecientes a la Casa del Caribe, el cual me honro en presidir. Se requiere, no obstante, voluntad y decisión para al menos ser capaces de desplegar algunas especulaciones acerca de tan controvertidos asuntos.


MITOLOGIA ACUATICA

Agua

Es costumbre de muchos cubanos que, al levantarse, se abra la puerta de la calle y se arroje un vaso de agua a la acera o a la calle o suelo de enfrente. En ocasiones, también se traza una cruz con agua en esa misma entrada, o se esparce por muchos sitios de la casa. El agua es la fuente de la vida; de ella brotaron las primeras formas animadas que se instalaron luego en la tierra. En la tierra moran los muertos que se "refrescan" con ese líquido; al refrescarlos, se les da vida.

Con ese rito cotidiano se traza continuamente con agua "el camino de la vida"; el agua, por sí sola, lo evoca elocuentemente. Sólo lo bueno — lo vivo — podrá entrar, a partir de este acto, en el hogar; lo malo se neutraliza con ese elemento que une al cielo con la tierra, el reino divino con el humano. Al ser refrescados, los muertos pondrán sus buenos influjos para que reine la paz entre los moradores de la casa y para evitar que entren en ella los espíritus perturbadores, las malas corrientes, los malos pensamientos.

El agua es sinónimo de frescor, de influjos vivificantes de los que recibimos beneficios. Con ella San Juan bautizaba y, con el bautizo, se convertiría en símbolo de entrada al Reino del Señor. La cruz trazada con agua en la tierra es un detente para que no puedan acceder los espíritus oscuros u obsesores. Esa cruz hace que la casa sea casa de Dios y, por tanto, que a uno no pueda entrar el diablo. Al trazarla, se corta el paso a las malas corrientes y a los malos pensamientos.

El agua está presente en todas las prácticas de las religiones tradicionales del pueblo cubano: en las del vodú, la Regla de ocha, el palo y, por supuesto, en las del espiritismo de cordón y en las del cruzado: la palangana con agua y ramas a la entrada del plantel cordonero, el omiero, los vasos con agua colocados en los más inusitados sitios de la vivienda, el agua contenida en un frasco de perfume, la que sirve para despojarse o santiguarse, todas ponen de relieve la omnipresencia de este líquido en las religiones más populares de la isla.

Entre los espiritistas resulta imprescindible, al punto que existe una secta denominada los acuáticos. Para refrescar la casa o recoger en ella las malas corrientes, para la consulta en que es común observar una copa de agua con un crucifijo metálico en su interior, para purificar el cuerpo antes de entrar a una labor espiritual, en el bautizo y para casi toda acción espiritual, toparemos con el líquido, vital para el alma y el cuerpo.

El investigador español Joaquín Díaz, en un singular artículo (Revista de Folklore, 127, pp. 313), consagrado al tema del agua, ha hablado acertadamente de la costumbre hispánica de rendirle culto a las aguas y a los númenes que las pueblan, observando en ella el paso del panteísmo al politeísmo: el poder que reside en tales fuentes debía personificarse en un Dios, de ahí que se haya creído siempre en la existencia de seres preternaturales que, querámoslo o no, ejercen su influjo sobre la psicología y el comportamiento de los seres humanos. Para ilustrárnoslo, entre otros ejemplos, ha evocado la creencia imperante en la parte septentrional de España en que para el día de San Juan — santo en que se ha marcado el paso de la mitad del año —


"... aparecía sobre la superficie de ríos, estanques, fuentes y lagos, la llamada 'flor del agua', extraña maravilla que hacía feliz a quien tuviera la suerte o la previsión de cogerla. Muchachas casaderas acudían con el alba a cortar esa flor que, además de transmitir su poder lustral — muchas se bañaban desnudas a medianoche para no tener enfermedad ninguna durante los doce meses siguientes —, las introduciría dentro del mundo de la mántica, permitiéndolas conocer si contraerían matrimonio en el curso del año. Naturalmente todos esos poderes eran conferidos por las hadas, ninfas o señoras de las aguas cuyo sortilegio transmitido con el simple acto de bañarse o lavarse, acumulaba en determinadas fechas del año propiedades mágicas sobre las superficies acuosas. La Virgen viene a sustituir, en los pueblos de tradición cristiana, a aquellos espíritus, convirtiéndose en vivificadora del prodigio [...]".


Ese poder le viene por su condición de elemento relacionante de los extremos del cosmos: une el cielo, de donde desciende, con la tierra, donde se acumula en diferentes medios, como el mar y aun las fuentes subterráneas. Resulta significativa la imagen iconográfica más popular de la Virgen del Cobre descendiendo de los cielos y flotando por encima de un mar embravecido donde luchan por salvarse de la tormenta tres pescadores, quienes bogan en una frágil barquilla.

La creencia en seres acuáticos se hunde en un pasado que a las claras posee un fondo mítico, precedente como la lógica establece, al pensamiento que dio origen a un sistema religioso como el de los cordoneros de orilé. Pero mucho tiene que ver con ese fondo el legado de los aborígenes, puesto de manifiesto tangiblemente en la conformación del mito de la Virgen de La Caridad de El Cobre, que brotó en el este de la Isla, no por pura coincidencia. Con harta y significativa frecuencia se ha pasado por alto la relación de este importante mito, devenido luego en leyenda y transformado a la larga en el más hermoso símbolo de la cubanidad, con el espiritismo de cordón, en cuyos ritos y ceremonias principales el agua no sólo es un elemento omnipresente, sino que ocupa un lugar de la jerarquía más alta. Así como en Venezuela María Lionza — centro de la religión nacional de ese país sudamericano — brotó de una laguna en las estribaciones de una montaña sagrada, la imagen de nuestra patrona nacional fue encontrada en las aguas de la bahía de Nipe por dos indios acompañados de un criollo negro a principios del siglo XVII y, luego de varias peripecias, fue trasladada a la ermita del poblado montañoso de Santiago del Prado, que le da nombre, por las minas de ese metal existentes allí, y donde fue levantado el santuario donde permanece hasta el presente, a pocas millas del mar del Caribe.

Por debajo de ese mar que nos une a todos los pueblos que habitamos la subregión, ese fondo mítico ha adquirido diversas modalidades en qué manifestarse, como la del mamawater, de Guyana y Suriname; la del luá femenino Metresilí, de República Dominicana; la del loa Erzulie Dahomey, de Haití o la del propio loa Ercilí, de los haitianos y sus descendientes que habitan las antiguas provincias de Camagüey y Oriente, en el extremo este de Cuba. Asimismo, de otras fuentes de agua, en este caso dulces, emergen entidades supranaturales que han contribuido a conformar una mentalidad preñada de personajes míticos, legendarios o rodeados de una magia de la cual no somos totalmente conscientes. En esos parajes, y en recónditos escondrijos de la conciencia, esas figuras o figurantes conviven con otras entidades — como los espíritus — a las que la tradición (eurooccidental) las ha dotado de otros matices más racionales. Nunca debe pasarse por alto que tanto unos como otras, aunque aparentemente tengan características distintas, forman parte de un todo mayor que es el mundo — natural o sobrenatural — en que aparecieron y conviven en una relación más o menos armónica con otros seres vivos, entre los que se destaca el hombre. Por tanto, lo que se muestra aquí como un dato de interés etnográfico — el lugar y la función del agua en la religiosidad del cubano — tiene un sustrato mítico que se remonta a nuestros antepasados indocubanos.


EL BABUJAL

Según refirió hace ya varias décadas el investigador santiaguero Ramón Martínez, en su Oriente folklórico, ha sido en este último territorio donde también apareció el babujal, descrito por él en estos términos:

Todos los meses, por luna llena, y en los momentos que ésta asomaba su faz por detrás de la Sierra Naestra, se oía un ruido subterráneo, alrededor de la Poza del Babujal, bullían sus aguas como si estuvieran hirviendo y de su centro salía un vapor blanquecino que poco a poco tomaba la forma humana; primero la cabeza, luego los brazos, el tronco y, por último, las piernas de un hombrecillo espantoso por lo horrible de su semblante, por lo contrahecho de su figura y por sus negros, lacios y largos cabellos, ese era el babujal. El babujal apenas salía del agua, ya formado se subía a uno de los árboles más inmediatos y allí daba alaridos que se oían a grandes distancias hasta que la luna se reflejaba en el pozo; en ese momento, lanzaba un grito horrendo y se zambullía en las aguas para no aparecer hasta el novilunio. Cuenta la tradición que la aparición del babujal traía siempre un acontecimiento funesto en la comarca donde se oyera el eco de sus alaridos, tales como el rapto o desaparición de una señorita, la muerte de algún individuo importante, un asesinato, etc. Creencia supersticiosa. En el siglo XIX se fue perdiendo esta leyenda y quedó la creencia de que el babujal era un espíritu maligno, invisible e impalpable, que se metía en el cuerpo, y habían de sacarlo dándole vapuleo con palo de piñón a la persona babulajeada.

Fernando Ortíz señala la existencia de un pozo, que antaño fue de un babujal, en el centro cordonero de Monte Oscuro, famoso por las curas milagrosas, especialmente de dementes y endemoniados. Pero yo estoy cansado de verlos en otros templos de la misma religión, entre los que sobresale el de Luisito Almaguer, quien hasta hace poco ejercía las artes curativas valiéndose del agua magnetizada extraída precisamente de un pozo situado en el patio de su casa, y que yo sepa no estaba precisamente babujaleado. Este espiritista conjugaba, como un viejo maestro, las artes que emplean las aguas como factor de sanción con los recursos de la actividad cordonera, con idéntica función. Gracias a esta combinación se hizo famoso en todo el país y se hizo más cuando, hace unos lustros, levantó un gran "revolú" al correrse la noticia de que había curado a un enfermo aquejado de cáncer. Las peripecias de este hecho, en su aspecto social y político, me permito omitirlas, pero baste con saber que se desató la suspicacia oficial que le obligó a refugiarse en el local de una iglesia cercana, hasta que las aguas bajaron su nivel...Recuerdo que en una de mis visitas leí un cartel, colocado en el lugar más visible de su templo, que estampaba esta frase asaz significativa:


"El cáncer no lo cura el agua: lo cura la fe".



EL JIGÜE O GÜIJE

Junto al babujal, coexisten otros entes acuáticos, como los jigües o güijes, que suelen aparecer en los remansos de los ríos y en las charcas cenagosas. Nací en la ciudad de Holguín, en un barrio francés cercano al encuentro de dos ríos que bordean el paisaje urbano: el Marañón y el Jigüe, donde aprendí a nadar siendo muy niño y del cual conservo los recuerdos más gratos, todos relacionados con el secreto de las aguas y de sus habitantes misteriosos, éstos últimos en la boca de las mamas con harta frecuencia para echarnos miedo y evitar con ello que fuésemos víctimas inocentes de las inesperadas crecidas o de otras trampas. Esta circunstancia personal contribuyó a conformar parte de mi mentalidad e intervendría decisivamente en mi vida, por cuanto siendo niño me tocó ser testigo de excepción de la existencia de este sustrato mítico, precisamente en el territorio y región donde se encuentra la mayor cantidad de sitios arqueológicos de la Isla. En consecuencia, pienso que, lo referido por Ramón Martínez, no es el trazo de una leyenda, sino el trozo de un pensamiento mítico que nos ha llegado hasta el presente, aunque no hayamos sido capaces de tratar de captarlo en toda su coherencia y amplitud; lo que él refiere del babujal en cuanto al acto de posesionarse de una persona, lo he percibido nítidamente en muchas de las versiones referidas al jigüe: cuando se tropezaba con él y se cometía el grave error de mirarlo fijo a los ojos, se era víctima de sus influjos maléficos, cayéndose como en una especie de trance o alucinación del cual, ¿cómo se lograría salir? Es lo que realmente no he podido saber, por las causas obvias que he tratado de mencionar más arriba. El campo de la investigación es ancho y está a la espera de que puedan rescatarse de la memoria colectiva importantes materiales con los que estaríamos en condiciones mejores de explicarnos muchos aspectos de nuestra cultura nacional, como éste del sustrato aborigen y de su relación con la religiosidad popular, a los que nos venimos acercando desde hace varias décadas.


    Publicado originalmente en la REVISTA DE FOLKLORE (1999)
    Fundación Joaquín Díaz
    Valladolidad
    Caja España




José Millet es un escritor y etnógrafo cubano, fundador de la Casa del Caribe (1982), con sede en Santiago de Cuba, en la que se desempeñó como Investigador Auxiliar y presidió el Equipo multidisciplinario de estudio de las religiones afrocubanas y el Espiritismo hasta establecerse en la ciudad venezolana de Coro en el año 2005, donde dirige el Centro de Investigaciones Socioculturales del Instituto de Cultura del Estado Falcón. El libro El vodù en Cuba, de Joel James, Alexis Alarcón y J. Millet, obtuvo el premio nacional en investigación sociocultural, que otorga anualmente el Ministerio de Cultura de Cuba.







Página enviada por José Millet
(12 de septiembre de 2008)


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