Entre todos pusieron su granito de arena, Milena logró sonreír... los invitados, a pesar de ser familia y amigos, no se reconocían como tal: Alfredo el dulcero; Andrea la precavida, hija mayor, con su novio Adrián; La China — así le decían, por sus facciones —; Isabel, nieta de los Mendiola; Rosendo el albañil y Rodomira la jefa de la casa, la única que tomaba las decisiones... capaz de armar una fiesta y también organizar un velorio, siempre con una lista y un lápiz, anotando todo, hasta lo más insignificante.
La reunión era para celebrar el cumpleaños setenta de Rodomira, quien se mantenía muy bien, caminando varios kilómetros diarios, untándose grasa de venado en las articulaciones, sin dejar de usar maquillaje... una mujer muy interesante, con mucho amor a la vida.
La fiesta era todo un éxito, en una esquina brillaba Milena, hija más joven de la homenajeada, llena de sueños de príncipes; era capaz de hablar nueve idiomas... hasta se comunicaba con algunos animalitos, una suerte de sexto sentido. Tenía muchos pretendientes, sin embargo, el hombre de sus sueños no acababa de llegar.
De pronto, hizo su entrada una invitada más, Miriam, la vecina, portando una caja de color verde. Todos se miraron, intrigados.
— Te traje algo que falta en esta casa — le dijo a Rodomira entregándole la cajita.
¡En una casa faltan tantas cosas! Todos se asomaron, intrigados, mientras Rodomira abría la tapa. Al ver su contenido comenzaron a soltar carcajadas, aquello parecía un buen chiste. ¿Una jicotea?
La alegría de Rodomira no se notó, ¿qué regalo era ese? Ya que no era una lamparita de adorno, o un cenicero para reponer el que se rompió en la fiesta pasada, ella esperaba por lo menos un loro exótico, o un perro de porcelana de esos que se han puesto de moda. Mientras tanto, Miriam, fanática de todo lo que fuera brujería, sugería que dejaran a la tortuga caminar libremente por la casa, que el animalito, limpiaría el ambiente y uniría a la familia como dios manda.
Alfredo, para salvar la situación, la tomó en sus manos y pidió que les tiraran una foto. Por cierto, era una jicotea muy moderna, su carapacho era de color amarillo brillante con dibujos verdes. Gracias al chiste del dulcero, la fiesta cerró con broche de oro.
Al día siguiente, se preparaba un buen café, mientras todos organizaban su nuevo día. Milena se había quedado a dormir, como en muchas ocasiones, le daba miedo dormir en su casita, que estaba alejada de la ciudad, pero en fin, allí fue donde Rodomira, la mandó a vivir. Adrián y Andrea sí vivían en la casa, no era fácil despojarlos de la propiedad, aunque la dueña planeaba mandarlos para el Callejón de las Merluzas, un pueblecito cerca del mar.
Sin duda esto de poner y quitar personas como fichas de ajedrez, era una costumbre muy fuerte que Rodomira no podía cambiar. Sus hijas, muy obedientes, aunque con su propia personalidad, sabían que su madre lo hacía pensando en un futuro mejor.
— Milena, ¿no desayunas, hija?
—Madre, estoy apurada, me reúno en un rato con un legislador de Arabia y no puedo llegar tarde.
Andrea, vestida muy elegante, apuraba a su esposo, que demoraba veinte minutos en arrancar el auto, para llegar temprano a su trabajo.
Todos abandonaron el hogar, quedando solo Rodomira y su mascota, que ya salía de abajo del sofá, después de haber hecho su recorrido nocturno por el hogar, donde había sido aceptada sólo por ser un regalo de cumpleaños. Lo cierto es que en la casa no existían imágenes de santos, ni vasos de agua, ni siquiera un tabaco encendido a los dioses...
Rodomira se peinaba mientras leía una revista. Ya llegaba la Mendiola con Rosendo, trabajaban en la casa. Ella era una joven con cualidades extraordinarias, al parecer tenía más de dos manos por la cantidad de tareas que le encomendaban, al igual que Rosendo, aprendió en la casa todos sus oficios y podía recibir el titulo de “hazlo todo”, sin discusión. A él le esperaba una buena tarea, porque a la doña se le había ocurrido pintar la casa en un estilo retro, como en los años cuarenta, cada pared de un color diferente, y así se haría, sin discusión.
Pero ese día no se pudo adelantar nada, ya que hubo un alboroto tremendo en la barriada: prácticamente todas las mascotas habían amanecido enfermas de un virus desconocido, sin embargo, ningún humano se había contagiado.
Perros, gatos, liebres, canarios, loros, periquitos, cotorras, hámsters, curieles, conejos y pececitos fueron llevados a un lugar de concentración con todas las comodidades, tenían hasta derecho a ser visitados por los dueños, pero a través de unos cristales colocados a más de cincuenta metros de la reja.
Rodomira, muy preocupada, esperó la llegada de sus hijas en busca de consejo.
— ¡Esto es increíble! ¡no he visto cosa igual! ¿Qué opinas Milena?
— No sé... es un asunto grave.
— Hija, creo que tengo la solución... tú que te la pasas como San Antonio, hablando con los pajaritos, preguntando dónde está tu príncipe azul, ¿por qué no le dices que nos ayuden a encontrar la respuesta?
— Sabes, mamá, a veces pienso que estás demente, yo no me comunico con ellos. Solo los trato amablemente, amo la naturaleza, ¿lo sabes?
— Perdona, es que estoy desesperada, ahora que tenía planes de mudarme, nadie querrá venir para acá, con este desastre en el barrio... y a ti, Andrea, ¿no se te ocurre nada?
— Madre, si mi hermanita, la inteligente, no sabe... ¡Yo menos!
El asunto comenzó a traer pánico, muchos abandonaban el lugar con sus mascotas aún sanas, evitando el contagio y que se las llevaran al concentrado. Los reporteros invadieron el lugar y en el periódico “El león de tres patas”, dedicado a las mascotas y sus dueños, se criticaba el trabajo del grupo de apoyo, muy bien equipado con los mejores medios, que había inventado un equipo detector que provocaba un ruido de alarma parecido al cantar de un gallo cada vez que era descubierto un nuevo foco de infección.
Todo este lío hizo que se sensibilizaran muchos en el barrio, los que nunca se habían saludado lo comenzaron hacer, las familias buscaban soluciones y se hacían reuniones, donde Rodomira, lápiz en mano, daba instrucciones. Lo cierto es que la epidemia los unió. Era todo un detalle preguntar por la salud de las mascotas de vecinos y amigos, demostrar amor por el perrito de Alfredo o la gata de La China, un verdadero equipo.
Mientras tanto, todos parecían olvidados de la jicotea, que seguía apareciendo de vez en cuando de debajo de un mueble, rumbo al otro. Uno de esos días en que asomaba la cabeza a la hora del desayuno, a Milena le cruzó una idea por la mente.
— Madre, ¿la jicotea no estará enferma también?
— No es posible, no ha tenido contacto con ningún animal enfermo... pero para tranquilidad de todos, llamaremos al grupo de apoyo para que manden a alguien a hacerle las pruebas.
Poco después llegaba un hombre con una máscara de gas, guantes hasta los hombros, un aparato extraño, lleno de cables en la mano y una mochila que parecía un equipo de fumigación en la espalda. Rodomira lo recibió con una sonrisa.
— Pase, señor, queremos que le haga la prueba, a nuestra jicotea, ¿cree que es posible?
— Sí, pero le aclaro que nunca hemos encontrado el virus en una tortuguita. No son muy sociables y se transmite por contacto.
— Tráela hija, la vi coger para el patio.
Mientras la buscaba, Milena vio un gato moviéndose sin caminar, ¿sería una visión? Pero al acercarse comprobó que el gato paseaba acostado encima del carapacho de la tortuga. Los animalitos también buscaban el progreso, mira éste como había encontrado su medio de transporte... Al verla, el gato corrió y ella pudo tomarla entre sus manos y entregarla al experto.
— Bien, vamos a probar — dijo él, más pendiente de Milena que de la tortuga.
Encendiendo el aparatito, puso uno de los cables en la cabeza del animalito, con un poco de trabajo porque la jicotea guardó la cabecita, dejando fuera sólo un pequeño espacio.
El ruido fue peor que el de un gallo con seis gallinas, no quedaba duda, la tortuga tenía el virus.
Rodomira, se puso pálida y comenzó a pedir a gritos que se la llevaran. El hombre la calmó, haciéndole notar que el carapacho estaba tan amarrillo como una yema de huevo, debían haberlo notado antes...
Al pasar los días, las mascotas comenzaron a regresar, curadas, a sus hogares y la felicidad de los niños, brillaba en sus ojitos.
Milena tenía atormentados a todos con la cantaleta de que no les acababan de devolver a la jicotea. Justo en uno de esos momentos, se sintió el timbre. Era el hombre de las pruebas, sin máscara, ni guantes, ni aparatos raros, ni mochila.
— Buenos días, miren a quién les traigo — dijo con expresión de felicidad, alargándoles la jicotea, que ya no tenía color amarrillo, sino más bien "estilo roca de mar".
Rodomira se paró en seco, exigiendo una explicación por la demora.
— Claro señora... ¡es inaudito! Como si jicotea servía de transporte a los gatos callejeros del barrio, cosa que comprobamos no más llegar al concentrado, se había contagiado varias veces, su nivel de infección era tan alto que logramos hacer una vacuna a partir de sus anticuerpos. ¡Esta vacuna salvó a todos, ya se está fabricando para todas las mascotas del país! Los científicos quedaron muy impresionados, por eso fue la demora en devolverla... Todos estamos muy agradecidos a su mascota.
Ella, orgullosa, la cargó y decidió hasta ponerle un nombre a la altura de los acontecimientos, la llamaría Milagro. La felicidad regresó a la casa... Mientras, la mirada del cazador de virus atrapaba el corazón de Milena, que también gracias a la jicotea estaba encontrando su felicidad.
Página enviada por Marié Rojas Tamayo
(17 de agosto del 2006)