Estira mucho dos dedos gordezuelos, casi siempre con recuerdos de algún caramelo en ellos y responde muy orgulloso con ese gesto. Es vivaracho, alegre, parece un cascabel nuevo, alpinista descubridor de mundos secretos y no sé cuantas cosas más.
Vive en una casa blanca alegre rodeada de bien dispuestos jardines. Su abuelita lo cuida más que a sus jazmines y la su rosa amarilla, que de puro bonita rivaliza con las mariposas.
Un día en que fatigado de tantos descubrimientos, encaminó sus aún algo inseguros pasos hasta el patio, su lugar preferido para el descanso, sucedió algo que voy a contarles ahora. No bien estuvo allí, después de mirar a su alrededor por breves momentos, se sentó sobre la fresca hierba, mientras que el aire más suave del mediodía jugueteaba con sus brillantes rizos negros; así estuvo un rato, hasta que los inquietos ojos fueron atraídos por un casi imperceptible movimiento en una de las muchas macetas con flores que adornaban aquel patio, algo se movía en una de ellas, fijó su vista y no había pasado mucho tiempo cuando vio saltar del borde de una maceta un hombrecito, pequeñito, pequeñito cómo no había visto otro antes. Tan pequeño era que cabía en una de las manos del niño; Caminaba dando saltitos y la ropa parecía quedarle un poco grande pero lo que más llamaba la atención era su risa, pues se reía a grandes carcajadas dando la impresión de estar muy alegre. Así entre salticos y carcajadas fue acercándose al pequeño, quién lo miraba entre asombrado y divertido, hasta que contagiado con su risa rió también, para ése momento ya el hombrecito estaba a su lado, bastaría con estirar uno sólo de sus dedos para tocarlo, pero prefirió quedarse quietecito para ver que sucedía. Porque habíamos olvidado decirles amiguito que Raulín era un niño muy valiente que no temía a nada, como deben ser los niños.
— Hola amigo, ¿Cómo te llamas?
Preguntó el hombrecito dejando de reírse por primera vez.
Dijo el pequeño quién a su vez le respondió con otra pregunta:
— ¿Y tú cómo te llamas?
— Ja, ja, je, je, ji, ji — volvió a reír el hombre pequeñito —. Mi nombre es Din Dón y soy amigo de todos los niños, sabes vivo allí en esa maceta.
— ¿Quieres que seamos amigos?
Mientras esto decía no cesó de dar saltos ni un sólo instante.
— Si quieres ya verás que bien la pasamos, ¿por qué sabes una cosa? No hay nada que yo ignore que no sepa a la perfección. Sé hacer cuentos, conozco dónde viven las hormiguitas, dónde duermen las mariposas y muchísimas cosas más, que tal vez te pueda gustar conocer también, por lo pronto vayamos hasta el mango que da mucha sombra y allí estaremos más a gusto.
Efectivamente al final del patio se erguía orgulloso como rey en su castillo un hermoso árbol de cuyas ramas pendían sus sabrosos frutos, además de brindar una sombra fresca y perfumada tentadora al descanso, hacia allí se dirigieron los recién estrenados amigos, el niño divertido y algo asombrado miraba todo lo que Din Dón hacía, quién se movía dando sus acostumbrados saltos, para aquí, para allá. No bien hubieron llegado comenzó a contarle un sin fin de historias por cierto muy alegres y divertidas todas. Pronto no estuvieron solos, cosa que claramente agradaba a Din Dón, quién entonces se esmeraba más relatando sus cuentos y al final de cada uno de ellos daba unas cabriolas que hacían reírse hasta las mismas hojas del majestuoso mango.
El Sinsonte que se encontraba posado en una de sus ramas lo premiaba con algunos de sus mejores trinos, las flores todas se mecían en señal de contento y aprobación y el viento juguetón lo envolvía en sus frescos brazos para después quitarle el sombrero durante breves momentos y Raulín ni qué decir reía y aplaudía a más no poder disfrutando de aquel concierto de amistad y buena compañía.
Din Dón se esmeraba más y más en el relato de sus interesantes historias, todas nuevas para el pequeño, entre ellas la del Sapo Manolón y su esposa Doña Rana Manuelita; el cuento del Por qué La Lagartijita Mocha había perdido parte de su cola, El por qué Bella Rosa, la rosa amarilla que era orgullo de la abuela, por vanidosa dejó de recibir las visitas de sus amigas las abejas y hasta las mariposas.
Así entre cuentos, cabriolas, trinos, risas, historias y más historias, el tiempo pasó corriendo, cual chiquillo travieso, dejando sólo en el aire el perfume de sus juegos.
De pronto Raulín sintió que su cuerpo era levantado con mucho cuidado y sus mejillas prisioneras de un beso, con asombro inmenso abrió sus ojos, parpadeó un instante, miró a su alrededor buscando, pero no, increíblemente el hombrecito no estaba y lo más sorprendente de todo era que estaba en los brazos de su papá, quién lo apretaba fuerte contra su pecho, para un momento después, separarlo un poco y mirándole la carita preguntarle mitad en broma mitad en serio.
— ¿A ver que hace mi dueño dormido aquí en el patio?
Mirándolo más asombrado y serio el niño respondió:
— No papi, Raulín no estaba dormido.
Alrededor hubo un revuelo, cómo de cosas que recuperan su sitio, advertido el niño miró hacia las macetas, y pudo ver como Din Dón, detrás de las flores de su maceta lo saludaba con su sombrero.
Y colorín, colorán, mi cuento nuevo, mi primer cuento ya te he contado.