Cuba

Una identità in movimento


Y hablando de profesionales...

Esther Suárez Durán


Entre todos los especialistas que participan del hecho teatral los únicos que, en rigor, no ostentan un status profesional son los autores dramáticos. Ninguno ocupa una plaza como tal que le garantice un salario del cual vivir. Todos deben desarrollar alguna otra actividad (asesoría, docencia, periodismo, investigación, dirección artística o administrativa, etc.) y, además de ello, realizar su obra creadora, en torno a la cual se cifran no pocas expectativas toda vez que es precisamente ella la que tradicionalmente ha puesto en marcha la mayor parte de los procesos artísticos que tienen lugar en el teatro y la que, consecuentemente, proporciona empleo y actividad al resto de sus oficiantes.

No obstante, no por ello le resulta fácil al dramaturgo llevar su creación a la escena. El hecho en sí resulta inefable y curiosamente independiente de la calidad del producto. Más bien se torna un suceso caprichoso donde intervienen factores insospechados. Lo paradójico es que el autor teatral solo conseguirá realizarse en tanto tal una vez alcanzado el escenario. Eliminar la distancia existente entre letra y escena resultará, además, condición preliminar para su perfeccionamiento y desarrollo profesional.

Probablemente cuando Edgar Estaco escribía Los profesionales ni tan siquiera se hallaba al tanto de situación semejante, dado su reciente arribo al mundo de la escena. Ahora, temo que sea un poco tarde para echarse atrás puesto que, en los últimos meses, este título ha disfrutado de dos temporadas escénicas de la mano de Pedro Ángel Vera y su Teatro del Círculo. La segunda, luego de sortear un cambio de programación inesperado e inconsulto, en la sala Covarrubias del Teatro Nacional.

Alcancé a presenciar el espectáculo en su última función, con escaso público en la amplia sede, posible consecuencia — en primer lugar — de una insuficiente labor promocional.

La lectura del texto dramático como del espectacular se hace tarea compleja por las deficiencias que manifiestan ambas urdimbres. Ello hace difícil definir, por ejemplo, el tema de la pieza pues, de modo epidérmico, en su tejido asoma un conjunto disímil de preocupaciones.

No obstante, en Los profesionales — lo anuncia su título — hay una intención manifiesta de referirse a las contradicciones objetivas y subjetivas que anidan en este particular grupo o sector social. Con tal propósito se conectan, en el plano existencial, las alusiones a los sueños y, en el social, el status que declara la mayor parte de sus personajes en cuanto a su grado de instrucción o a su ocupación y el hecho de habitar en el particular espacio del solar; un lugar de intensa connotación cultural y de extensa tradición en el teatro cubano.

Su primera aparición en nuestra escena, en la segunda mitad del XIX, está íntimamente conectada con el nacimiento del teatro nacional. Era el solar el ámbito común de sus personajes populares, procedentes de los estratos sociales más humildes. Pero era, también, ya desde aquí, el paisaje social que funcionaba como escenario natural y eficaz — por su abigarramiento y promiscuidad — para la reunión de un conjunto de entidades dramáticas y el desarrollo de sus historias, como mismo sucedió con el conventillo ibérico o el porteño.

Estas características, unidas a su pintoresquismo, le garantizó una larga pervivencia escénica, sobre todo dentro de la expresión costumbrista.

La obra que ahora nos ocupa se declara tributaria de Andoba, la antológica creación de Abraham Rodríguez, en su intención de rendir homenaje a aquella. Posiblemente — hasta ahora — haya sido Andoba la pieza más reciente de nuestra dramaturgia donde la acción tenga por ámbito al solar habanero.

Sin embargo, seleccionar el solar, en el inicio del tercer milenio, como espacio dramático y desplegar en él una galería de personajes que incluye ingenieros, maestros, abogados, técnicos en cargos directivos lo carga de nuevos significados; contradictorios en lo social y en lo cultural y, por ello, esencialmente dramáticos.

En su estructura el texto propone dos planos de acción, diferenciados — incluso — espacialmente, donde discurren diferentes modalidades de lenguaje.

En uno de ellos, a la par que transcurre la historia que supuestamente vertebra el cosmos ficcional de la pieza, alienta la mayoría de los personajes y se emplea un habla coloquial. El otro, ubicado en la zona más elevada del espacio escénico, es el habitat de tan solo uno de los seres dramáticos, identificado como el Papalotero. Su lenguaje pudiera ubicarse en el modo poético, dada la distancia que guarda con la realidad a la que alude, y su intención pudiera calificarse de filosófica.

La fábula de la obra se inicia con un maletín lleno de dinero que, por accidente, va a parar a manos de una pareja (identificados como el Hombre y la Mujer), que decide mejorar su vida mediante este singular tesoro y, para evitar posibles problemas, urde hacerse de una fachada que pudiera justificar los cambios futuros que ya planifica.

Mientras el resto de los personajes se van mostrando, en una acción de escaso interés y significación, un investigador policial irrumpe en el tejido dramático, tal como lo hace en la vida ficcional de estas criaturas, y se inicia una pesquisa en torno a la muerte de uno de los vecinos — el Gordo —, que luego incluirá también el destino del dinero que este portaba en aquellos momentos.

Curiosamente, el avance de la pesquisa no parece ser registrado por la pareja en cuestión, cuyos miembros desempeñan sus respectivas actividades económicas y uno de ellos alcanza determinado grado de éxito profesional.

Otros cabos permanecen sueltos. Reiteradamente se alude a transformaciones físicas positivas en el solar sin que el asunto tenga una relación con la trama. De un modo similar, tras tres intervenciones en la historia, el investigador policial se retira finalmente de escena con la promesa de hallar el dinero, sin haber resuelto completamente el caso. Ello, unido a la ambigüedad en la construcción del personaje que, al menos a nivel espectacular, tira un tanto hacia la parodia, produce una nueva vuelta de tuerca en cuanto a género y estilo. Lo que hasta ahora se ha presentado como una estampa costumbrista, de repente hace un guiño al policial. Porque de todo parece haber en este documento dramático, incluyendo una cuota del llamado "realismo sucio" en la escena del todo gratuita entre el personaje denominado "Muchacha" y el Gordo. El saldo, en este caso, otorga la razón a ese refrán que advierte que "el que mucho abarca, poco aprieta".

Varias de las subtramas apuntadas aquí podrían dar lugar a una buena historia. Entre los personajes se cuenta una lavandera que era maestra; la investigación policial descubre que el Gordo traficaba con obras de arte y poseía drogas; la joven que vivía con dicho personaje (la "Muchacha") es abogada, procede de Contramaestre y carece de domicilio legal en la capital, razón por la que se dedicó a ejercer la prostitución; el "Papalotero", trabajador vanguardia, perdió a su hijo en una salida ilegal del país.

Si las tramas secundarias resultan maltratadas, la caracterización de la mayoría de los personajes se queda en la superficie. De hecho la "Lavandera" y el "Músico" no tienen historia ni función definida en la trama. Tampoco nombres propios — al igual que el resto de los personajes —, sus apelativos son nombres genéricos que, en este caso, refieren a determinados oficios sin que esté denotada una intención tipificadora. El espacio colectivo que representa el solar no consigue por sí solo la imbricación de los varios elementos de este universo dramático.

La estructura del texto denuncia igualmente su endeblez en lo referente a la elaboración de sucesos y situaciones dramáticos. La narratividad ocupa un volumen que no le compete, a la palabra se la priva en muchos casos de su naturaleza dramática y se la usa en función meramente informacional y cuando pretende un tono metafórico — como en el modelo discursivo reservado al Papalotero — no es capaz de mantener su calidad; por momentos, la puerilidad asoma, a la vez que se usan arbitrariamente los significados.

La historia del tesoro hallado y oportunamente escondido y postergado tiene como clímax el deterioro del mismo (su pérdida) a causa de la acción de los agentes ambientales. El hasta aquí exitoso profesional abandona en este punto tal identidad, lo que la torna pasajera, y vuelve a refugiarse en el alcohol.

El discurso dramático culmina con el encuentro entre los personajes del Papalotero y el Hombre — ambos colocados ahora por la proxemia del espectáculo en planos cercanos — y un intercambio acerca de la posibilidad de vivir sin esperanzas. Este momento, que pudiera dotar de algún significado de cierta trascendencia lo que hasta aquí se ha desarrollado, se pierde en un texto recurrente que no obtiene — en ninguna de sus situaciones de enunciación — el cuidado y el énfasis pertinente.

No sé cuanto habrán trabajado el director y el asesor sobre el manuscrito original, pero — como otras tantas veces — la puesta en escena no consigue salvar sus deficiencias.

En lo referente al discurso espectacular, el diseño escenográfico no aporta nuevos significados, antes bien refuerza la primacía de la palabra y subraya su función informativa cuando, por ejemplo, no registra los cambios físicos que aquella enuncia en el espacio real; la iluminación de la representación que presencié mantuvo al Papalotero todo el tiempo en una penumbra inadecuada mientras paradójicamente destacaba la única escena (¿erótica?) en que el

Gordo aparece en su espacio privado; la banda sonora, en un uso de discutible eficacia, presenta una selección arbitraria.

Entre los desempeños actorales se destaca, en primer lugar, el de Jorge Ferdecaz (el Hombre), a cargo del personaje más generoso y coherentemente dibujado desde el texto y, luego, el de José Alejandro (el Músico), a pesar de su precario diseño dramático; aunque este necesita cuidar el tono y la afinación al acometer los fragmentos musicales que debe entonar su personaje.

El Investigador de Evelio Ferrer resulta un tanto estrambótico, mientras el Gordo de Jorge Bahamonde es algo más que discreto; el Papalotero, a cargo de Pedro Ángel Vera, se enfrenta a condiciones complejas de enunciación dado el limitado espacio en que deberá existir y la distancia que media entre este, la zona reservada al resto de los personajes y la platea. En las funciones realizadas en la sala Covarrubias no se logró la percepción íntegra de sus parlamentos. Por momentos el actor utiliza un tono que no me parece acorde con el espíritu de la obra — aún cuando se pretenda marcar la diferencia de su discurso — y que lo limita en el empleo de los necesarios matices.

Por su parte, Loliet Valdés, con escasos elementos a su disposición, no pudo dibujar los contornos de su Lavandera, en tanto Yaíma Morfa (la Muchacha) quedó atrapada en uno de tantos estereotipos. Tamara Melián (la Mujer) precisa trabajar su personaje desde el interior hacia el exterior, a fin de que sus naturales condiciones den paso a la creencia escénica.

Pienso que Edgar Estaco, quien hasta hace poco se desempeñaba como Ingeniero Hidráulico, ha sido favorecido dos veces por la fortuna. La primera, cuando ha logrado ver sus propuestas escriturales convertidas en hechos escénicos. La segunda, cuando varias voces críticas, con la acostumbrada seriedad y rigor que las caracterizan han dedicado atención a su trabajo.

Ambos sucesos constituyen un real privilegio, sobre todo por la oportunidad de aprendizaje y efectivo desarrollo que comportan.

Solo queda desear que Estaco pueda sacar buen provecho de ello.

Si desde el punto de vista de la preparación y promoción de nuevos autores dramáticos la situación descrita resulta favorable, desde una óptica más amplia que abarque el sistema de las artes escénicas y, en particular, la zona reservada a su repercusión social, en la cual se ubican las relaciones con los públicos, el asunto se presenta de un modo diferente. Sobre todo bajo la perspectiva de esta segunda temporada llevada a cabo en una de las instalaciones del circuito teatral más importante de la capital y el país.

De hecho, el sistema ha logrado establecer una cierta jerarquización entre sus producciones artísticas a partir del subsistema de premios y festivales nacionales, así como de la programación de giras artísticas de alcance nacional. Especial celo ha prestado a los aspectos referidos a la programación teatral, a pesar del estado de las instalaciones y del escaso número que ellas representan en comparación con los productos en circulación. En consecuencia con esto, y de acuerdo con las propias exigencias de la política cultural de la nación, resulta imprescindible continuar trabajando en pos de garantizar el alcance de un determinado rasero de calidad en los títulos que entran en contacto con el público. Tal propósito supone una coherencia entre los espacios de representación y las características de las producciones destinadas a ellos. Entonces, será necesario posibilitar la llegada a la escena de las creaciones de los autores noveles que así lo ameriten poniendo en práctica variantes que no entren en contradicciones con la adecuada estrategia de estimulación de la excelencia en la creación artística y en sus relaciones con los diferentes estratos de públicos.

En tal sentido parece pertinente recordar que el sector profesional ejerce una función modélica en el universo general de la cultura con acción sobre territorios tan vastos y fundamentales como la creación artística aficionada, los centros formadores de nuevos profesionales, los centros educacionales de los diversos niveles de la enseñanza y la población que, procedente de estratos muy diversos, integra las filas del público teatral.


Página enviada por Esther Suárez Durán
(9 de diciembre de 2006)


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