Transculturación
Marcelo Pogolotti
Los
negros siguieron siendo considerados no más que como fuerza de trabajo
aun después de la abolición de la esclavitud, pese a su participación
efectiva en las guerras de independencia.
En
las primeras dos décadas de la república eran vistos, incluso por buena
parte de los intelectuales más liberales, como un grupo etnográfico
extraño que podía devenir peligroso. Se les restringió tácitamente el
acceso a la vida política, desde donde Morúa Delgado y Juan Gualberto
Gómez ejercieron un sabio influjo, propiciando el acercamiento y,
especialmente en el segundo caso, protección a sus hermanos de raza.
Quienes deseen ampliar sus conocimientos en este campo pueden remitirse a
las obras de autores como Horrego, Costa y Portuondo, toda vez que el
proceso cultural de la república es lo que nos interesa aquí.
El
primero en ocuparse de la cuestión racial desde ese ángulo es Fernando
Ortiz, cuya tarea indagatoria al respecto no ha sido igualada en
vastedad y alimento. Llegó al tema por el doble camino de la sociología y
la criminología, empezando antes por aquél. Efectivamente, cuando
preparaba su doctorado en derecho, en Madrid, Aguilaniedo y Constancio
Bernardo Quirós, a quien conocía, publicaron con inusitado éxito un
libro sobre la mala vida en la capital, obra que el estudiante cubano
leyó con fruición, le hizo pensar que una análoga sobre La Habana
tendría igual acogida.
Volvió
a Cuba finalizando el siglo, y enseguida se dio al trabajo que se había
propuesto, con lo cual se puso en
contacto con la depauperada población de color, cuya situación económica
era prácticamente la misma que en tiempos de la esclavitud.
Interesáronle sus ritos y costumbres, pero encontró que no había nada
escrito sobre los mismos. Tan sólo existían los trabajos de Nina
Rodríguez con relación al Brasil, país menos rico que el nuestro en
folklore africano, pese a su enorme extensión. Como penalista, Ortiz no
tardó en vislumbrar un terreno fértil para la criminología aplicada a
los complejos sicológicos raciales y a ciertos sacrificios
taumatúrgicos.
Había
descubierto unmundosocial, misterioso y alucinante, pletórico de arte y
ritos sugestivos, más puros y variados que en el propio Haití, aislado
de sus fuentes y cuya extracción etnográfica estuvo limitada casi
exclusivamente al Congo y el Dahomey, al paso que Cuba seguía recibiendo
esclavos procedentes
de distintas partes de África, afluencia que alimentaba y mantenía vivas
las respectivas tradiciones, a despecho de
la vigilancia oficial. Los hacendados no miraban con buenos ojos la
injerencia de las autoridades coloniales y clericales, prefiriendo que
no se trastornase en demasía la existencia de los esclavos fuera del
trabajo, interviniendo en sus costumbres. Al socaire de tales
circunstancias, y con la insólita capacidad de
adaptación de los negros, éstos volcaron muchas de sus creencias en los
moldes de la religión de sus amos, lo cual constituye un frecuente
fenómeno de transculturación, ciencia fundada por Fernando Ortiz;
corroborando al mismo tiempo la teoría de que existen numerosos factores
comunes a todas las religiones, especialmente en lo tocante a los
elementos de la naturaleza.
Pero
no bien comenzó sus pesquisas, el joven investigador se halló frente a
un intrincado dédalo de rutas llamadas lingüística, mitología, historia,
etnografía, estética, antropología — la viviente a más de la física —,
etcétera, etcétera. Así, a medida que se pertrechaba de conocimientos en
tales materias genéricas, se adentraba en la selva virgen afrocubana,
columbrando con asombro un inmenso acervo de leyendas, formas musicales,
bailes, pantomimas, sistemas sociales, inquietantes evocaciones
prehistóricas y ritos y liturgia de sugestivo simbolismo;
topándose asimismo con herméticas cuanto poderosas organizaciones
locales, entre las que se destaca el ñañiguismo, especie de masonería
con análogas miras políticas, sobre la cual no hay aún nada escrito.
Con
todo, no se trataba únicamente del proceso de transculturación de la
raza negra, con su angustiosa y a
veces dramática incorporación al nuevo medio, erizado de penosas cuanto
sutiles contingencias sociales; sino de la
aportación de dicho núcleo etnográfico al país de adopción forzosa. Su
influjo no podía menos de ser considerable, por cuanto la lactancia y el
cuidado de casi todos los niños blancos de la época de la colonia se
encomendaban a las negras, madres de tan singular ternura y devoción que
en el Brasil se les ha erigido un monumento y que en el sur de los
Estados Unidos, no obstante sus crudos sentimientos racistas, se les
confiere el afectuoso apelativo de mammy. Aparte del ostensible
efecto sobre el léxico y la música, la dilatada presencia de las razas
africanas ha repercutido en las creencias, supersticiones, costumbres,
carácter y temperamento nacionales, impartiendo al cubano esa mezcla de
espontaneidad, despreocupación, alegría y humorismo burlón y mímico, así
como la excepcional capacidad de adaptación, que le distinguen de todos
sus hermanos del continente. Su papel en la formación del sentimiento
nacional no es desdeñable, como lo acreditan manifestaciones tan
palpables como el desplazamiento del vals y el fox-trot por los bailes
afrocubanos durante los primeros años del machadato; y al través de la
enorme infiltración en la vida popular y del extenso mestizaje de las
clases trabajadoras, conforme puede apreciarse en Mersé de Félix
Soloni. Es de esperar que en un
futuro próximo se borren los resentimientos legados por la esclavitud y
atizados por la discriminación, con su secuela de complejos de
inferioridad; al par que las neurosis suscitadas por los conflictos
entre la contención impuesta por el loable deseo de superación y la
necesidad de dar libre expresión a los impulsos naturales de la raza y
los rezagos de sus tradiciones.
Tomado de: Marcelo POGOLOTTI, La República de Cuba al través de sus escritores, edición Teresa Blanco, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2002 (primera edición: 1958)
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