Con particular énfasis desde la década del noventa ha estado presente el tema de la diferencia en las reflexiones que nutren y dan cuenta — entre otros indicadores — del estado de la conciencia social de una determinada comunidad nacional.
El asunto forma parte, por supuesto, de los diversos discursos en torno a la identidad, con la particularidad de que ya en ese entonces estábamos hablando — al fin — de lo que nos identifica, y también de lo que nos une, a partir no de la exigencia o expectativa de una homogeneidad (algo además de impensable, extraordinariamente aburrido), sino desde — quiere decir "teniendo en consideración" — aquello múltiple e infinito que nos diferencia y nos hace un conjunto humano variado y, en consonancia, interesante, poderoso, rico.
Sin dudas el contexto histórico intervino en tal hecho. Los rigores del llamado período especial, la desaparición del campo socialista — con el cual no solo teníamos alianzas y relaciones económicas —, la necesidad llevada ahora a planos protagónicos de retomar los caminos creadores en la producción de un pensamiento propio en absoluta coherencia con nuestra peculiar historia, cultura y circunstancias nacionales y, como colofón de todo ello, la urgencia de consolidar la unidad de nuestra gente como premisa de cualquier estrategia de sobrevivencia y posterior desarrollo abrió un espacio definitivo a la existencia oficial y la comprensión de lo diferente; ya se expresara ello en términos de religiosidad, orientación sexual, género, capacidades físicas, etc.
En consecuencia, el arte — al que en sus diversas expresiones el asunto nunca le ha sido ajeno — también participó en la construcción de estas nuevas visiones. En particular el teatro y la danza muestran hasta hoy un largo itinerario al respecto.
En este trayecto se ubica la más reciente producción del Teatro de las Estaciones: El patico feo, una creación del danés Hans Christian Andersen (1805-1875) que es muestra fehaciente de los rasgos que particularizaron su creación literaria para los infantes: esa capacidad para trabajar con los sentimientos y las emociones unida a la sensibilidad ante determinados temas que contribuyó a dignificar al niño tanto al nivel del universo literario, en tanto lector ideal, como en el ámbito mayor de su contexto histórico y cultural al sostener con la infancia un diálogo de mayores honduras y complejidades.
De hecho, la simple escucha del habla popular nos evidencia cómo este personaje ha devenido todo un símbolo cultural, con significado semejante para diversas culturas.
El original literario ha sido traducido a numerosas lenguas y constituido fuente inspiradora de incontables versiones para el teatro, la danza, la música, el cine, los medios y las artes plásticas. En nuestra propia escena cuenta con recreaciones de distintos tonos, algunas de las cuales manifiestan originalidad e interés.
En diálogo implícito con aquellas la agrupación escénica matancera, la cual nos tiene ya acostumbrados a las excelencias de sus producciones, ha realizado su singular propuesta que pone en relación máscaras, figuras, títeres planos y la propia entidad del actor y clasifica como un maravilloso espectáculo, cercano a los que, en mi opinión, destacan como hitos en su esplendente y rigurosa historia: La niña que riega la albahaca... y La caja de los juguetes.
Precisamente con este último es posible reconocer una conexión toda vez que esta nueva puesta se inserta en las búsquedas que incorporan lenguajes disímiles, más específicamente en las exploraciones donde la música resulta elemento protagónico.
Ahora, en efecto, la música sirve de cauce al discurso dramatúrgico. La partitura creada por la pianista y compositora Elvira Santiago debe prestar su concurso a la narración dramática, en tanto el hermoso texto construido por Norge Espinosa se vuelve canto en la voz de la soprano Mayulei Álvarez. En consecuencia, la danza y algunos elementos de la pantomima serán los recursos básicos para la expresión de los actores. El entrenamiento danzario y el trabajo coreográfico de Lilian Padrón se enlaza armónicamente con la expresividad y belleza de los diseños de Zenén Calero y dan por resultado en la ejecución de los intérpretes una labor de suma limpieza y elegancia donde, una vez más, destaca la naturaleza de la relación entre ellos (y aquí no puedo dejar de pensar en la Escuela Cubana de Ballet, puesto que este es, justamente, uno de sus rasgos más acusados), ya que esta precisión no resulta de un movimiento perfectamente sincronizado y frío, sino que tiene como características la plasticidad, el desplazamiento de energías, la comunicación sensible entre los actores.
Si adecuadas y hermosas son las imágenes elaboradas para las diversas estaciones del año, hay momentos de particular altura como la sutileza que se despliega en el jardín del Invierno, las excelentes luces que dan paso a la Primavera, el propio encuentro entre los personajes que personifican estas dos estaciones, el ingenioso mecanismo de las vacas presuntuosas que las hace tan simpáticas en su vanidad, el juego donde intervienen el campesino y su olla, el tierno sueño del breve héroe con su mamá, la solución mediante la cual se alude al reflejo de su figura ya adulta en el estanque y, sobre todo, el peto multicolor que nos aguarda sobre el pecho de cada uno de los actores y que de pronto se nos descubre bajo su ropajes. Son estos los detalles o las sorpresas
— dependiendo del caso — que terminan por hacer excepcional una creación.
No obstante, lo inusual no debe paralizar en merecidos elogios el ejercicio del criterio. Trascendidas la sorpresa y la maravilla creo preciso, porque el nivel de esta labor artística así lo impone, ir más allá.
Tal vez porque existe en la propia música cubana del período de renovación una creación que exhibe un alto dramatismo — obviamente estoy escuchando imaginariamente ahora mismo a Roldán y a Caturla —, porque tenemos aún más cerca algunos temas instrumentales creados específicamente para dramatizados mediáticos dignos de figurar en cualquier antología — y en este punto tengo presente la labor de Frank Fernández en Tierra Brava — y, sobre todo, porque el patrimonio universal cuenta con un antecedente memorable en El patito feo (1914) del pianista y compositor Serguei S. Prokofiev, entre unas treinta piezas creadas por el artista ruso para canto y piano, es que echo de menos el aliento dramático en el discurso musical — al que además le falta riqueza expresiva —, consideración que incluye su parte vocal, la cual me resulta monocorde y por momentos entorpece la comprensión del texto.
En cuanto al conjunto actoral, el colectivo ha ganado en múltiples planos con la incorporación de Yerandi Basart; por una parte ello le permite a su director general y artístico desembarazarse un tanto de sus responsabilidades como actor a la par que le proporciona la perspectiva necesaria para su labor de dirección escénica; por la otra, la figura de Yerandi brinda otro matiz al dúo de actores y contrapone un espíritu desenfadado al halo un tanto romántico, siempre delicado, del valioso Freddy Maragotto, dando por descontado las capacidades, el talento y todo el potencial que posee el primero. Ahora bien, con esta renovación de la parte masculina del elenco, se establece un desbalance con la zona femenina, que requiere de las respectivas actrices el máximo celo en cuanto a sus figuras, particularmente cuando sus cuerpos dejan sus líneas al descubierto como en el caso que nos ocupa.
Las Estaciones se vale de recursos y fórmulas que ya nos son familiares dado su presencia en anteriores producciones: la propia estructura del retablo, el modo en que se colocan en él los distintos elementos significantes, la transparencia en la zona baja del mismo donde mediante un trabajo de contraluz se nos descubre una determinada imagen, la ubicación del huevo multicolor en el centro — proscenio del escenario que remite a la cuna en La virgencita de bronce —, etc. Con esto, si bien es posible marcar un sendero de continuidad entre unas y otras, también se corre el riesgo de la reiteración. Sobre todo, — y de acuerdo con esa aguda sentencia que se le atribuye al propio Picasso, acerca de que el arte es un cementerio de hallazgos —, se embrida innecesariamente el corcel de la creación; se apuesta a lo ya probado, a soluciones que, si exitosas o eficaces en un determinado contexto creativo, también portan una relación de identidad con el mismo en cuanto son elementos integrantes o pertinentes a una determinada obra artística, y en modo alguno constantes universales.
Para quienes piensen que se trata de un espectáculo “bonito”, sin otra trascendencia, no estará de más recordar que hay diferentes teatralidades, o lo que es lo mismo, diferentes y potencialmente infinitas calidades de lo teatral. El correlato entre cada una de ellas y los tonos del espectro que a su vez se despliega en cuanto a gustos y preferencias es algo esperado, pero no creo que ofrezca cartas de ciudadanía ni ocasión a jerarquizaciones.
Por otra parte, tras la deconstrucción que el postmodernismo hizo de la belleza, curiosamente ella está de regreso, tanto en los predios de la creación artística como en el de las reflexiones estéticas. Lo que tiene mayor valor es que ha vuelto al calor de los debates de identidad, integrada a los contextos culturales y presentando, entonces, un rostro múltiple capaz de invalidar cualquier sospechosa operación de abstracción y universalidad. Pero este ya es asunto que amerita un tratamiento particular e in extenso.
Por ahora, con relación al tema, baste con resaltar cuan maravilloso y envidiable resulta que nuestros artistas sean capaces de construir un panorama donde gozar de semejante variedad.
Esther Suárez Durán, La Habana, 1955.
Graduada de la Licenciatura en Sociología en 1978 en la Universidad de La Habana.
En 1992 obtiene el grado de Master.
Investigadora del Centro Nacional de Investigaciones de las Artes Escénicas.
Profesora Titular Adjunta de la Facultad de Historia, Sociología y Filosofía de la Universidad de La Habana.
Dramaturga, escritora, crítica teatral, ensayista, guionista de radio y televisión.
Actualmente prepara su tesis de doctorado sobre el teatro bufo cubano.
Página enviada por Esther Suárez Durán
(16 de septiembre de 2006)