Patakí del primer Awó, poseedor del secreto del Obbi
Patakí de Obba y su amor por Changó
Su padre le dijo a Obba que era el momento de escoger marido, y que tenía que encaminar su vida, pues sus enseñanzas habían sido productivas y que él la quería ver feliz. Changó y ella se conocieron, y al momento surgió una atracción, un amor majestuoso, profundo. Aunque él vivía con Oyá, una mujer de recia personalidad muy parecida a la de él, Changó sabía que los atributos, beneficios y cualidades que aportaría Obba a su matrimonio harían del suyo un reino aún más poderoso.
Al principio, su unión fue feliz. Changó dejó sus andanzas con Oyá y se dedicó por entero a Obba. En su palacio se respiraba bondad y tranquilidad. Obba bajaba todas las mañanas al río para encontrarse con su hermana Ochún, y las dos se contaban sus pequeños secretos, mientras se bañaban en las dulces y cristalinas aguas, con sus pececitos de colores y sus chinas pelonas. Por momentos, eran como apariciones veladas en el arcoiris de las cascadas.
Oyá, desde lejos, las veía y no podía contener la envidia, porque esa mujer tan bella – y, por añadidura, hermana suya – había logrado lo que ella nunca había alcanzado con sus encantos y hechicerías: casarse con Changó.
Caviló mucho cómo reconquistar el amor de Changó, quien con sus recuerdos no la dejaba tranquila. Y acostada bajo un jagüey milenario, tuvo el sueño fatídico de la venganza. En espíritu, se trasladó a la morada de los ikú y los eggun, y, en el desierto cementerio, donde el viento hacía silbar las copas de los árboles y se oían los chirridos estridentes de las aves de rapiña, encontró Oyá la solución para reconquistar el amor perdido y descansó por primera vez en muchos días.
A la mañana siguiente, fue al encuentro de sus hermanas en el río; conversó y se divirtió con ellas, y ganó la confianza de Obba, tan ingenua y dulce. Sin embargo, no engañó a Ochún, quien, recelosa, alertó a su hermana sobre la extraña conducta de Oyá, pero Obba no le prestó oídos.
Con frecuencia, Oyá le daba a Obba recetas de las comidas favoritas de Changó que la joven, diligentemente, cocinaba para su marido. Hasta un día, en que lo único que tenía Obba era harina de maíz. Oyá le dijo: "No te apures, que vas a resolver como hice yo una vez. Te cortas la oreja, se la preparas con el maíz y la sazonas con todo tipo de hierbas". Ese día, Oyá llevaba puesto un pañuelo de nueve colores que le tapaba las orejas. A Obba, le pareció muy raro, pero en su afán por complacer a su hombre, se apresuró a cortarse la oreja, y preparó con ella un delicioso caldo de maíz.
Cuando Oyá vio acercarse a Changó se convirtió en una centella. En su felicidad sin limites, arrasó con su fuego parte de los bosques.
Al llegar Changó a su palacio, encontró la mesa lindamente servida, con profusión de flores rojas como la sangre. Abrazó a su mujer y le preguntó qué había de comida, pues traía un hambre atroz. Obba le sirvio su plato favorito, el cual él comió con gusto, aunque sin dejar de observar a su mujer, a quien encontraba distinta. Al percatarse de que Obba llevaba un pañuelo, cosa que nunca usaba, pues a Changó le encantaban sus trenzas largas y su cabello sedoso, le pidio que se lo quitara. Al verla sin una oreja, tembló de rabia, pues él, perfecto en su belleza, no consentía a su lado a una mujer imperfecta. Obba comprendía entonces el engaño de Oyá. Changó, echando fuego por los ojos, la abrazó por última vez, y le dijo que ella seria su única y verdadera mujer, pero no tendrían más relaciones, si bien la respetaba por su sacrificio y siempre sería la primera entre todas.
Obba, avergonzada, pero reina entre las reinas, visitó a su padre Obatalá y, mientras caminaba hacia su palacio, sus lágrimas brotaban incontenibiemente, dejando a su rastro un río caudaloso, que arrasaba con todo a su paso, al despeñarse entre rocas y árboles. Los jagüeyes, las ceibas, las palmas y las ácanas se arqueaban para saludar las lágrimas vertidas por el corazón desgarrado de Obba.
Obatalá, al contemplar a Obba que le agradecía cuanto le había otorgado con sus dones divinos, comprendía la traición de Oyá y la gran decepción de Obba, quien no comprendia las falsedades humanas. Por ello, le concedio lo que le pedía su hija: "Quiero irme – le dijo Obba – a donde nadie pueda verme. Quiero la tranquilidad de lo no existente, quiero vivir con los muertos, con los espíritus, con quienes no me puedan hacer ningún daño. El cementerio será, de ahora en lo adelante, mi ilé ".
Agradeció otra vez a su padre y fue a despedirse de su hermana Ochún, quien recibía en su río revuelto el afluente del de las lágrimas de Obba. Las dos hermanas se unieron más que siempre, se formó un gran remolino en el cual Obba se trasladó del mundo de los vivos al mundo de los muertos, y dejó a Ochún, quien en lo adelante seria la única que podría comunicarse con ella, encargada de sus asuntos en la tierra de los orishas.
Obatalá, para que Obba pudiera vivir en paz en su nueva morada, le entregó un puñal de fino acero con empuñadura de madera ricamente adornada en oro, plata y piedras preciosas; un barquito pequeño para que se trasladase donde quisiera; una brújula con los cuatro puntos cardinales, de los cuales seria dueña absoluta; una coraza o escudo como protección contra todos los males; una careta para esconderse tras ella y evitar ser molestada; un libro en representación de sus conocimientos y enseñanzas, y una catalina, símbolo del poder divino. Todos ellos estaban hechos de madera de ácana, muy dura, útil contra todos los maleficios y maldiciones. Desde ese momento, los amarres, las brujerias y los conjuros mágicos hechos a través de Ochún no se desatarían jamás.
Obba vivio feliz, pues sabía que ella era la única y verdadera esposa de Changó y nadie podría ocupar su lugar en el reino de los orishas.
Patakí de Yewá
Los framboyanes anaranjados y amarillos; los jagüeyes matizados de verdes y carmelitas; las ceibas cuyas ramas invocaban a Olofi; las rosas, las margaritas, las gardenias, las violetas; las pocetas con lirios que nacían en lo profundo del limo; los ríos con sus cataratas que formaban arcoiris; los puentes imaginarios de chinas pelonas; las enredaderas tupidas y multicolores: así era el ambiente de pureza absoluta en el jardín del espacio infinito donde estaba el palacio de Obatalá y Yembó, orishas padres de todo el panteón yoruba. Su hija Yewá, bella entre las bellas, a quien al nacer se le habían entregado los dones de la pureza, la virginidad y la hermosura, paseaba su tranquilidad espiritual, vestida con sus colores preferidos: los tonos rosa, que tan bien venían a su angelical figura. Ella, quien no se relacionaba con nadie, vivía, etérea, dentro de los muros de la casa paterna, la cual abarcaba el universo con todos sus astros.
En una reunión de orishas y awós, Changó comentaba lo poco virtuosas que eran las mujeres. Elegguá saltó, y contó de la existencia de esta virgen dulcísima, encerrada entre los muros de su jardín, no vista por nadie más que por sus padres. Changó, asombrado y picado en su vanidad de hombre viril, majestuoso y atractivo, decidio tentarla, con la picardía propia de sus muchas experiencias amorosas.
Al día siguiente, escaló la tapia del jardín cuyas flores le sonrieron y ofrecieron sus pétalos en saludo al rey poderoso y vital que las acariciaba con su presencia. Los pájaros cantaban muy bajo. Esto llamó la atención de Changó, pues los pájaros siempre trinan alto en lugares intrincados; sin embargo, allí, todo estaba en calma.
Sin poder precisar cómo ni cuándo, de repente se alborotaron los pericos, canarios, tórtolas y palomas, y sus cantos saludaron la llegada de una joven bellísima, quien flotaba al encuentro de la naturaleza. Las flores perfumaban su paso con sutiles aromas, las hojas se abrían para dejar caer ante ella el rocío de la noche, como alfombra de perlas.
Changó quedó fascinado por el hechizo de aquella visión. Sin recordar los sabios consejos de Elegguá, se irguió ante Yewá quien, con los ojos bajos, rechazaba las vibraciones que le producía aquel joven que tenía delante. Changó le dijo: "Yewá, bella entre las más bellas, mírame, no temas". Ella, en ese instante de flaqueza, no pudo acallar aquel sentimiento extraño y cálido, y levantó la vista, para faltar así a la palabra dada a su padre. Lloró entonces de vergüenza y corrió a esconderse.
En ese momento había conocido el amor, emoción prohibida para ella. Sería su amor uno eterno e imposible. Decidio confesarle la culpa a su padre y cubrirse la cara con un velo para que nadie viera que había faltado a su promesa. Entonces, toda su ropa adquirió tonalidades de un rosa más profundo, y el mundo conoció por primera vez el rubor de la vergüenza.
Obatalá, sabio entre los sabios, se dio cuenta, al ver a su hija, de que algo muy malo le sucedía. Yewá lloraba sin consuelo, pero austera y justa como era, se refugió en los brazos paternos y le contó lo sucedido con Changó. Obatalá quedó pensativo, pues en su reino y con sus hijos estaban sucediendo cosas que atentaban contra la moral establecida. Oloddumare se daba cuenta también y no aprobaba estas conductas. Como dueño de todo lo existente, había comentado a Obatalá que sería severo e implacable con el próximo que cometiera un acto de desobediencia. Yewá sabía ésto. "Padre – le dijo – cumpla con su deber. Yo sé que resulta penoso para usted, pero mi falta es irreparable. Que el castigo que se me imponga dure mientras haya un ser humano sobre la tierra".
Entonces, Obatalá la condenó a no dejar ver jamás su rostro; a gobernar sobre el país de los muertos como la más alta autoridad, y a vigilar de noche sus dominios convertida en lechuza, dueña de las tinieblas, símbolo de la sabiduría y la soledad.
Triste, Yewá partió al mundo de los silencios infinitos, al mundo de los muertos. En ese momento, temblaron las tierras, surgieron volcanes, las olas taparon las rocas, los rayos encendieron los bosques, el cielo oscureció, y con las lágrimas de Obatalá, furioso por haber mandado a su hija Yewá a la soledad del mundo de los eggun y de Ikú, se inundó el país de los orishas.
Patakí de Aggayú Solá
Aggayú Solá era un gigante poderoso y temido: el dueño del río que se precipitaba desde lo alto. Acostumbraba ayudar a cruzar la corriente, pero siempre exigía que le pagaran.
En cierta ocasión, le hizo el favor a Yemayá (otros informantes dicen que a Ochún), quien no tenía con qué pagarle y tuvo que acostarse con él para contentarlo. De esta unión nació Changó, aunque Aggayú no supo nada. El gigante era tan temido que dejaba la puerta de su casa abierta de par en par; aunque la tenía abarrotada de viandas y frutas, nadie se hubiera atrevido a entrar. Un día, sin embargo, Changó, que es muy fresco, se metió en la casa, se lo comió todo y hasta se acostó a dormir en su propia estera. Cuando Aggayú volvio del campo y vio el espectáculo, sin pensarlo dos veces agarró a Changó y lo tiró dentro de una hoguera que, por supuesto, no ardió. Entonces lo cargó y lo llevó a la orilla del mar para ahogarlo, pero Yemayá apareció y, muy solemne, le hizo saber que era su propio hijo.
No por eso se acabaron los problemas. En cierta ocasión Changó pasó por Orunzale y vio que la gente del pueblo andaba como los zombies. Changó se empeñó en saber quién era el rey del pueblo; tras muchos esfuerzos, descubrió que era Aggayú y fue a verlo. "¿Para qué tú quieres saber quién es el rey?", dijo Aggayú encolerizado. Y Changó le contestó: "Papá, es que este pueblo no puede tener a la cabeza un rey tan fuerte. Todos andan muy mal, no oyen, no contestan, no hablan. No quiero que sigan sufriendo". Fue así cómo se pusieron de acuerdo y, desde entonces, Changó va "a la cabeza de los hombres en lugar de Aggayú, que va a los hombros". Es por eso que los hijos de Aggayú tienen esa perfecta comunión con Changó y dicen: "Changó con oro para Aggayú".
Patakí de Orisha-Oko
Obatalá tenía grandes plantaciones de ñame. El ñame era fruto sagrado, con poderes mágicos: en la noche hablaba como una persona y podía hacer hablar a éstas durante el sueño. Obatalá necesitaba alguien que atendiera los cultivos, pero tenía que ser muy discreto, porque se hacía mediante una fórmula secreta. Como no podía ser fiestero ni mujeriego, Obatalá se decidió por Orisha-Oko, un joven labrador conocido por ser no sólo muy serio sino también casto. Fue así que los ñames crecieron debajo de la tierra sin que nadie supiera cómo.
Patakí de Inle
Inle era tan bello que Yemayá, enamorada, lo raptó y se lo llevó al fondo del mar. Satisfechos sus deseos, se cansó de él y lo devolvio al mundo. Pero Inle había visto los misterios del mar y conocido sus secretos. Para que no hablara, Yemayá le cortó la lengua. Es por eso que Inle habla a través de Yemayá en el Diloggún.
Patakí de Babalú Ayé
Era Babalú Ayé un hombre justo, sencillo, bondadoso y humilde, aunque poderoso, conocido no sólo por su fortuna, sino por su capacidad para enfrentar la adversidad sin lamentaciones inútiles, por su buena disposición para no dejarse abatir por los contratiempos. Aunque joven aún, era respetado y escuchado en su tierra. Incluso Olofi confiaba en su sensatez y ecuanimidad.
A tal punto, que cuando el envidioso Echu le argumentó que no había ni siquiera un hombre justo en la tierra, Olofi, de inmediato, mencionó a Babalú Ayé como ejemplo, y, para dar mayor peso a sus palabras, retó a Echu a que lo tentara y le hiciera perder su fortuna, para ver si culpaba a alguien por ello. Ni corto ni perezoso, Echu así lo hizo y Babalú Ayé perdió hasta la camisa, pero no maldijo ni renegó.
Echu, indignado, se quejó ante Olofi de que Babalú Ayé conservaba su compostura, porque, a pesar de que no tenía fortuna, tenía salud, y todo hombre sano se siente en condiciones de rehacer su vida. Olofi, confiando siempre en Babalú Ayé, instó a Echu a quitarle también la salud. Y allá fue Echu, a cubrir a su víctima de la más asquerosa lepra, la cual lo convirtió en un apestado entre sus propias gentes. Pero ni así logró oir los ayes o las maldiciones de Babalú Ayé.
Volvio Echu, pues, ante Olofi, quien, molesto por tanta insistente saña, lo increpó diciéndole que no sólo no le daría ni una oportunidad más de perjudicar a un hombre cuya integridad estaba más que probada y a quien lo único que restaba por hacer era privarlo de la vida, sino que su decisión irrevocable era devolverle a Babalú Ayé fortuna y salud como bienes merecidos.
Y he aqui que Babalú Ayé, más poderoso y fuerte que antes, echó a andar por los caminos de su tierra en busca de una mujer con quien establecer una familia y asegurarse descendencia. Pero quiso su mala suerte que se prendara de la hermana del rey de una tierra vecina, a la cual contagió con sus llagas, por no haber esperado el tiempo necesario para su total curación.
Enterado el soberano, desterró a Babalú Ayé, quien se vio de nuevo en el camino, rotos sus sueños de descendencia y triste porque se le condenaba a vagar sin destino fijo.
Cruzó la frontera y fue a parar muy lejos de su tierra, a un hermoso lugar por donde cruzaba un río y crecían enormes y frondosos árboles. Allí se radicó y fue feliz durante algunos años, sin abandonar la esperanza de tener familia.
Y la ocasión llegó con una hermosa mujer de sedosa y brillante piel morena quien, procedente de otras tierras, había arribado allí por azares del destino. Con amor y tenacidad, ella ayudó a Babalú Ayé a formar su familia, a recuperar su prosperidad y a colaborar con la mayor prosperidad de su pueblo adoptivo: su familia mayor.
Patakí de los disfraces de Olokun
En la discusión por sus favores, Elegguá y Ochaoko se sacaron los trapos sucios, y Olokun se enteró de los errores que habían cometido. Olokun les advirtió entonces que la tierra tenía que prosperar, que lo malo tenía que acabarse y que tenía que haber tranquilidad.
Ordenó a Elegguá: "Coge ese akukó, limpia a todo el mundo, pide por el bienestar y para que lo malo se vaya, y después mátalo en la manigua". Y continuó diciendo: "Tú, Ochaoko, como no quieres trabajar, seguirás cavando la tierra y Elegguá te ayudará". Olokun se quitó el disfraz de inmediato, y Elegguá y Ochaoko se sobrecogieron de miedo y comenzaron a trabajar. Pero Elegguá se cansó muy pronto, y decidio irse y dejar a Ochaoko sembrando y sembrando.
Andando por el sendero en busca de Orúnmila, Elegguá encontró a Eggun (en realidad era Olokun disfrazado), quien venía entonando cánticos fúnebres, y se preguntó: "¿Quién habrá muerto?" Indagó con Eggun de dónde venía y éste contestó: "Vengo de casa de Orúnmila, que ha muerto".
Al oir esto, Elegguá se puso muy triste y lloró sin parar. Eggun/Olokun caminó junto a él un trecho para consolarlo, pero desapareció súbitamente. Elegguá, sin poder contener su limitada amargura, de pronto vio a Changó, quien venía cantando. Elegguá le contó sus problemas y Changó le contestó que él sólo hacía daño, sin acordarse de hacer el bien, y le dijo: "¿Ves aquel camino? Coge por ahí y nos encontraremos de nuevo, de aquí a tres días".
Cuando Elegguá iba por el camino, se levantó un fuerte viento, acompañado de lluvias intensas, rayos y truenos. Elegguá se asustó y pensó: "¿Hasta cuándo estaré atravesando dificultades?" Y de pronto se presentaron Olokun – sin disfraz – y Changó, lo cogieron por la mano como a un niño, y lo llevaron junto a Orunla, quien en ese momento visitaba a Olofin. Olokun le dio las quejas del comportamiento de Elegguá y entre todos le hicieron jurar que también haría el bien en el mundo.
Olofin, Orula, Olokun y Changó consagraron a Elegguá. Por este camino, Elegguá empezó a hacer el bien en el mundo; por ello, Elegguá abre y cierra las puertas del destino y es, en fin, la columna vertebral de la Regla de Ocha.
Patakí de Osain
Osain, orisha de la naturaleza y la naturaleza misma, cazador que con un sólo pie, un sólo brazo, ligero como el viento, maneja los arcos y las flechas con la misma maestría que un profesional, tuvo estas pérdidas por culpa de Oyá, que lo embriagó ofreciéndole el aguardiente tan querido y gustado por este orisha. Tanto fue lo que bebió que cayó en un manto de yerbas a la sombra de iroko, la sagrada ceiba. Oyá, que tenía conocimientos del mágico güiro que hablaba y predecía el futuro, urdió el plan para arrebatárselo en compañía de Changó, quien vigiló la entrada del bosque mientras Oyá procedía al hurto. Osain se despierta y al ver a la hermosa mujer la enamora y ésta le grita a Changó que la defienda. Al oír la voz de su mujer, le lanza un rayo a Osain que le arranca un brazo; éste trata de correr a una choza en que guardaba todos sus utensilios de labranza, pero Changó le tira otro rayo que le alcanza la pierna. En el momento en que iba a esconderla, Oggún, que pasaba por ahí buscando a su amigo, ve la situación y rápidamente construye el pararrayo, no sólo para librarse de las piedras de rayo que Changó lanzaba a diestro y siniestro, sino para proteger al pobre Osain, que en un momento de descuído y por la ira de Changó), pierde el ojo, quedando tuerto. Así, escondiéndose en su mundo de la naturaleza, logra proteger su güiro mágico; él y Oggún, que tanto lo acompaña en sus momentos difíciles y que además gusta de los bosques, se hacen inseparables amigos y los dos, en perfecta armonía, cuidan de las propiedades maravillosas de yerbas, árboles, palos y de todo lo verde que vive de la sabia tierra de este planeta. To Iban Echu.
Patakí de Naná Burukú
Naná Burukú, dueña de las pocetas de agua dulce, vivía entre lirios de agua de pálidos colores, nenúfares y otras bellas plantas enriquecidas con la humedad que ella despedía.
Un buen día, cuando reposaba entre las cañas bravas, mirando como las aves jugueteaban en el cristalino ambiente, sintió un gran estrépito. Era Oggún quien importunaba la paz. Las aves huyeron despavoridas y los animales que pastaban a lo largo y ancho de la poceta también desaparecieron. Oggún vio un venadito, que por el zumbido de las abejas, no se había percatado de la presencia de Oggún y éste, blandiendo su machete, quiso atraparlo para saciar su siempre presente hambre. Naná, que todo lo veía, se posesionó de su cuerpo animal: el majá, y de un brinco se presentó ante los ojos del bravo guerrero quien, asombrado, se retiró ante semejante aparición.
El venadito, agradecido, le dijo: "Naná, madre de agua, desde ahora me ofreceré en sacrificio de agradecimiento por el bien que me has hecho y en representación de toda la vasta familia de los venados. Pero te pido un favor: no manches tus manos con mi sangre. Haz un cuchillo de bambú, muy afilado, que siempre utilizarás al sacrificarnos, para así no tener que guardar ni el recuerdo de Oggún. To Iban Echu.
Patakí de Iroko, la Ceiba
Iroko, que desde su altura todo lo observa, y que en sus ramas poderosas alberga a pájaros de toda clase, como el mayimbe y sunsundamba – el aura tiñosa, su mensajera – y la lechuza, que es justa y caritativa con sus hijos, vio venir en la lejanía del espacio infinito a Yemayá, madre universal, envuelta en azules y perlas cristalinas como el mar de las Antillas, quien no corría, sino volaba, abrazando estrechamente a dos niños; dos meyis: los Ibeyis, hijos amantísimos de Ochún y Changó, que eran buscados por su padre para regañarlos por sus travesuras infantiles, y por haber escondido el hacha bipene a la hora de irse a guerrear contra su enemigo, su hermano Oggún.
Al ver a su hija fatigada y al remolino que la perseguía y del cual se escapaban rayos y truenos, abrió su tronco y la cobijó en su seno. Cuando Changó, jadeante, llegó a su tronco, le suplicó que le dijera dónde se encontraban sus hijos desobedientes para castigarlos. Pero Iroko, que conocía bien el mal genio de Changó, se hizo la disimulada y cantó primero, muy alto, como un huracán; después se fue dulcificando hasta susurrar una bella canción, que hablaba de los triunfos bélicos del orisha, dueño de rayos y centellas. Este se durmió, Iroko abrió su vientre y Yemayá y los Ibeyis lograron escapar.
Cuando Changó se despertó, cegado por la ira, le lanzó fuegos, pero éstos fueron devueltos hasta enceguecerlo. No tuvo más remedio que pedirle perdón a Iroko madre de madres, de palos y de todo lo verde que vive en la sabia tierra de este planeta. To Iban Echu.
Patakí de Orula y la protección contra Iku
En tiempos lejanos, los santos vivían en tierras separadas, con la jerarquía de rey o reina, y eran reconocidos como los más sabios, de tal forma que ningún súbdito podía aspirar a saber más que ellos. Ikú deambulaba de noche escondido tras su ropaje negro, y se llevaba a todo el que se le antojara. Las únicas tierras que respetaba eran las de Oggún y Ochún; y tanto daño hizo, que los demás orishas decidieron ir a casa de un sabio en la tierra de Ará Ifé, donde la muerte no cabía. Se quedaron sorprendidos al ver que este awó utilizaba unas semillas negras, devididas en dos, enganchadas en una cadena (ékuele), y dos collares: uno de semillas amarillas y otro de semillas verdes. No sabían para qué se utilizaban: eran iguales a las que se llevaban en los territorios de Oggún y Ochún, donde la muerte no hacía estragos.
Ninguno de los reyes se atrevió a comentar lo que había visto, por temor a que el awó fuera amigo de la muerte o tuviera algún pacto con ella, y penetrase en su tierra de Ará Ifé Ocha.
Obatalá, al ver la confusión, se apareció y les dijo: "Yo descubro lo bueno y lo malo por ser hijo predilecto de Olofi y su intermediario entre ustedes y El. Comprendo que no se atrevan a decir lo que piensan pues temen a este sabio, quien puede ser amigo de la moerte y también de Oggún y Ochún". Obatalá, elevando los ojos al cielo, declaró: "Como no han sido capaces de unificarse en la tierra por la ambición del poder, vengo con los 16 rayos de sol que Olofi me entregó para lograr esa unidad. Esta es la casa sagrada de lfá, la cual ustedes no han querido reconocer por no llevar nombre de reyes, donde viven Olofi y el sabio, que es Orula. Este es el único a quien la muerte obedece en la Tierra". Orula saludó con todo respeto a Obatalá y registró, saliendo el oddun Ogbe Fun, donde se unen las semillas verdes y amarillas. El verde de su identidad y el amarillo de la de Ochún, indican dónde el oro, la sangre y la vida constituyen la mitad del mundo. Las semillas negras con la cadena representan a Oggún, quien significa, por mandato de Olofi, la muerte. Por eso no moría nadie en Ará Ifé Ocha; y mandó a colocar detrás de la puerta de la casa una bandera blanca.
Orula explica que, al lograr la unificación de todos ellos, se les entrega el idefa, manilla de semillas y amarillas, para que se protejan de la muerte.
Patakí donde Oggán vive con Obatalá en el Oddun Otrupon Kana
Aggayú era obbá de la tierra Addo Shaga y Changó era su subalterno. Muchos pueblos estaban sometidos a Aggayú y en cada estación del año le rendían tributo enviándole un barco lleno de alimentos.
Changó, que ambicionaba la posición de Aggayú, hechizó a Elegguá y seleccionó a un grupo de hombres para que interceptaran el barco y robaran las vituallas. Al frente de la banda puso a Oggán, guardiero de Oddúa, quien se lo había regalado a Aggayú, el cual a su vez, lo nombró amo de llaves. Pronto el pueblo de Addo Shaga comenzó a pasar hambre y Aggayú llamó a su lugarteniente para que le informara que ocurría con los barcos de provisiones que no llegaban. Changó se hizo el tonto y no le respondió. Aggayú decidió cobrar el tributo por la fuerza, pero antes de partir con sus guerreros fue a registrarse a casa de Orula, quien le contó lo que estaba ocurriendo y le mandó a traer a Elegguá para quitarle el encantamiento, haciéndole un ebbó con una etú. Changó, desconociendo esto, mandó a atacar otro barco de provisiones, pero Elegguá y sus guerreros apresaron a Oggán y sus hombres, los molieron a palos y lo llevaron ante Aggayú, que en esos momentos recibía la visita de Obatalá. Este, al ver a Oggán, su abure, en tan malas condiciones, le pidió a Aggayú que lo perdonara, cosa a la que accedió su amigo. Desde entonces, Oggán, temeroso y avergonzado, vive donde Obatalá.
Patakí sobre el nacimiento del mundo
El Dios Todopoderoso, Olofi, se paseaba por el espacio infinito donde sólo había fuego, llamas y vapor que, prácticamente por su densidad, no lo dejaban caminar; pero así él lo quería. Aburrido de no tener a nadie con quien hablar y pelear, decidió que era el momento de embellecer este panorama tan tenebroso y hostil y descargó su fuerza en tal forma que el agua cayó y cayó. Pero hubo partes que lucharon contra éste y quedaron formados grandes huecos en rocas. Se formó el océano, vasto y misterioso donde reside Olokún, deidad a la que nadie puede ver, ni la mente humana puede imaginar sus formas. En los lugares más accesibles brotó Yemayá con sus algas, estrellas marinas, corales y pececitos de colores, coronada por Ochumare, el arcoiris, y vibrando sus colores azul y plata. La declaró Madre Universal, Madre de los Orishas, y de su vientre salieron las estrellas y la luna siendo éste el segundo paso de la creación. Oloddumare, Obatalá, Olofi y Yemayá, decidieron que el fuego, que por algunos lados se había extinguido y por otros estaba en su apogeo, fuera absorbido por las entrañas de la tierra en el temido y muy venerado Aggayú Solá, como representación del volcán y los misterios profundos.
Mientras se apagaba el fuego, las cenizas se esparcieron por todos lados, se formó la tierra representada por Orisha-Oko, quien la fortaleció, amparando las cosechas fértiles, los árboles, los frutos y las hierbas. Entre ellas y por los bosques deambulaba Osain y su sabiduría ancestral de los valores médicos de palos y hierbas. En los lugares en los cuales se pudrió la ceniza, nacieron las ciénagas y de sus aguas estancadas brotaron las epidemias representadas por Babalú Ayé, Sakpana o Chakpana. Yemayá, la sabia y generosa Madre de todos y de todo, decidió darle venas a la tierra y creó los ríos de agua dulce y potable, para que cuando Olofi quisiera, creara el ser humano. De allí surgió Ochún, la dueña de los ríos, de la fertilidad y de la sexualidad; las dos se unieron en un abrazo legando al mundo su incalculable riqueza. Obatalá, heredero de las órdenes dadas por Olofi, cuando éste decidió apartarse y vivir en lontananza, detras de Orun, el sol, creó el ser humano y aquí fue el acabose. Obatalá, tan puro, blanco y limpio, comenzó a sufrir los desmanes de los hombres: los niños se limpiaban en él y el humo de los hornos lo ensuciaba. Como él era todo, le arrancaban las tiras pensando que era hierba y los viejos, que no veían, se secaban sus manos en él. Obstinado por toda la suciedad se elevó a vivir entre las nubes y el azul celeste, y desde allá observó el comportamiento del ser humano, dándose cuenta que el mundo se poblaba y poblaba, pues no existía Ikú, la muerte. Se puso a meditar al respecto y decidió crearla como a los demás orishas, pero ésta era muy exigente, ya que Olofi le había dicho que sólo podría disponer del ser humano cuando él lo decidiera. Ikú se fue a quejar a Olofi cuando éste se estaba dando un banquete con una adié (iba vestido de gris) y al acercársela para hablarle se manchó su ropa con sangre (Ofún Meyi). Se puso tan, pero tan bravo, que ésta se le volvió negra y entonces Olofi le dijo: "¿Tu no querías ser distinto a los demás orishas? Pues a partir de hoy, te vestirás y escribirás en negro y todo lo que alrededor tengas, será negro". To Ibán Echu.
Patakí de Yemayá y el poder de los caracoles
Yemayá estaba casada con Orula, gran adivinador de la tierra de Ifé, que hacía milagros y tenía una gran clientela. En ese entonces, Orula estaba íntimamente unido al secreto de los caracoles, pues Yemayá, dueña del mar, peces, caracoles y todo lo marino, se lo comunicaba, y él, a su vez, los interpretaba a través de los oddun o leyendas de cada uno. Pero un día Orula tuvo que hacer un viaje largo y tedioso para asistir a una reunión de awós que había convocado Olofin, y como demoró más de lo que Yemayá imaginaba, ésta se quedó sin dinero, por lo que decidió aplicar toda su técnica y sapiencia. A cada persona que venia a buscar a Orula para consultarse, ella le decía que no se preocupara, y como era adivinadora de nacimiento, sus vaticinios tuvieron gran éxito y sus ebbó salvaron a mucha gente. Cuando Orula regresó, oyó decir que había una mujer en su pueblo que adivinaba y era milagrosa. El, curioso como todo hombre, se disfrazó y preguntando por el lugar llegó a su propia casa. Yemayá, al ser descubierta, le dijo: "¿Tú crees que me iba a morir de hambre? El, furioso, la llevó delante de Olofin y éste, sabio entre los sabios, decidió que Orula registrara con el ékuele, los ikines y el até de lfá (Tablero) y que Yemayá dominara los caracoles solamente hasta el número 12. Pero le advirtió a Orula que cuando saliera Yemayá en su oddun, todos los babalawos tendrían que rendirle veneración, tocar con la frente el Tablero y decir: Ebbó fi Ebboada.
Patakí del 0bbi
Obbi era un santo muy presumido y vanidoso. Un día Olofin dió una fiesta a la que fueron todos los orishas. Después que llegaron, entró Obbi, y cuando éste iba a entrar, toda la gente que acostumbraba a congregarse en la puerta del templo fue a saludarlo y a pedirle dinero, como lo hacían con todos, pero Obbi los rechazó y no quiso que lo tocaran. Después, en el interior del templo, cuando todos los santos se sentaban en el suelo, Obbi no quiso hacerlo porque se ensuciaba, y fué tanta su vanidad y su orgullo, que las quejas llegaron a oídos de Olofin. El mismo dijo que comprobaría si lo que decían era verdad.
Olofin dio otra fiesta y se disfrazó de mendigo, de manera que Obbi no lo conociera. Cuando lo vio entrar, le salió al paso para darle la mano y Obbi, al ver quien era, quedó tan sorprendido que perdió el habla. Olofin le dijo que le iba a devolver el habla, pero que donde único podría hablar, sería en el suelo, como castigo, por ser tan orgulloso y vanidoso.
Por eso el coco se tira en el suelo y habla con dos caras.
Patakí del primer Awó, poseedor del secreto del Obbi
En una tribu de la vasta extensión africana del Dahomey, vivía un awó llamado Biagué. Este tenía un hijo único llamado Adiatotó, y otros que él había criado y que lo respetaban y querían, pero que eran adoptados. Biagué se sentaba todos los días debajo de un cocotero y con gran paciencia le enseñaba a Adiatotó su poético y bello sistema adivinatorio, a través del coco seco. Adiatotó se convirtió, por la gracia de los orishas que veían en él una esperanza para comunicarse con los humanos, en un gran sabio de la adivinación. Pero murió Biagué el awó, los hijos adoptivos se llevaron las pertenencias y botaron a Adiatotó de la casa. Este se fue a deambular por montes y montañas hasta que de pronto, un buen día, sintió el repicar de los tambores llamando a una reunión en su antigua tribu, convocada por el obbá de ella, con urgencia. Adiatotó se dirigió hacia allá, cruzando ríos y lagunas y alimentándose de todo lo que encontraba por el camino. Al llegar, el obbá tenía una tierra fértil que se la disputaban los hijos adoptivos del awó; pero éste no les creía ya que había oído decir en leyendas que su verdadero dueño era Adiatotó. El obbá le pidió una prueba y Adiatotó dijo que, si al tirar los cocos salían con la masa blanca hacia arriba, esto quería decir que la tierra era de él. Y así fue; pero el obbá quiso otra prueba. Entonces Adiatotó le dijo que si salían dos boca abajo y dos boca arriba tendría la seguridad. Esto fue lo que ocurrió y el obbá lo llevó con él para tenerlo cerca y saber lo bueno y lo malo que el futuro le depararía.
Patakí (1) – Patakí (2)
Tomado de: NATALIA BOLÍVAR ARÓSTEGUI y VALENTINA PORRAS POTTS, Orisha Ayé. Unidad mítica del Caribe al Brasil, Guadalajara, Ediciones Pontón, 1996.