Cuba

Una identità in movimento

La caida del casto Orisaoco (Cuento afrocubano)

Rómulo Lachatañeré



Cuentan los que lo conocieron que Orisaoco era un labrador práctico e inteligente, amante del trabajo y discreto en sus costumbres, difícil de corromper y que, a pesar de ser hermoso como un efebo, tenía la virtud de ser casto.

Atendiendo todas sus buenas facultades, Obatalá, la "dueña del entendimiento humano", lo eligió para que cultivara los campos de ñame en los vastos dominios de Dios.

Mas Babá, para cerciorarse de las virtudes del labrador y sabedor de lo fácilmente corrompibles que son los santos porel placer de la carne, lo llamó a su despacho para pulsar sus pasiones y medir hasta qué grado era susceptible Orisaoco de ser seducido por las omó.

— ¿Tienes mujer? — le preguntó de primer intento.

Omó, no me seducen las mujeres.

— Soy Obatalá en el "camino" de Odú-dua, no me digas omó — reprendió ella suavemente.

— Dios mío, las mujeres no me excitan — rectificó él.

— Eso no importa; pero ¿tienes una mujer con quien desahogarte?

— Mamá, yo soy puro.

Ella le torció los ojos, rió imperceptiblemente y lo reprendió nuevo:

— Mamá no, Orísaoco; ¿pero es que no has ido a hacer endocó?

Orisaoco se turbó por la pregunta y por su torpeza en el trato; bajando la cabeza, dijo:

— Tengo la virtud de ser casto.

— ¿Entonces eres frigido?

— Tal parece, papá.

— Hijo mío, sigue ese camino, vas bien. Te hago la concesión de sembrar mis campos de ñame, cuídate de no darle el secreto a nadie, pues el ñame es un fruto sagrado. ¿No te has enterado que en la noches oscuras ellos celebran conversaciones confidenciales sólo penetradas por los orichas?

— Sí, Babá[1]; el ñame habla y hace hablar en los sueños. Te aseguro que nadie sorprenderá mi faena en el campo.

Todas las mañanas madrugaba Orisaoco e iba al monte a cultivar la tierra y regar la simiente del fruto sagrado. Con su sentido práctico sembraba el ñame y con su inteligencia se cuidaba de no ser visto por nadie, y el fruto se daba hermoso y abundante, y colmaba el hambre de los habitantes de la comarca, pues también tenía el aché de ser comido por todos los santos.

Obraba por aquel entonces de secretario de Obatalá, una mujer buena y bondadosa llamada Yemayá, que a pesar de esas cualidades era capaz de realizar cualquier desatino por satisfacer los caprichos de su hijo de crianza, un joven holgazán y dado a las fiestas llamado Changó.

Comprendiendo ésta-que si sorprendía el secreto de la siembra del ñame podía dárselo a su hijo y convertirlo en único productor, por lo que Obatalá se vería precisada a pactar con él y concederle un aché grande, opúsose a trabajar intensamente por obtener el secreto.

Valida de sus mañas penetraba en el monte y espiaba a Orisaoco en su trabajo, pero nunca logró verlo en el instante que daba la semilla a la tierra.

— Caramba — decía ella —, ¿cómo se arreglará este hombre para sembrar el ñame, será prestidigitador? Bueno, tendré que valerme de mis artes de mujer para arrancarle el secreto de sus propios labios.

Y en un mediodía caluroso, la mujer esperó a Orisaoco en su regreso del campo. Acicalada y compuesta, abundante de collares y ligera de vestidos, asomada en el balcón de su ilé esperó pacientemente a que el hombre pasara; cuando lo percibió, intencionalmente dejó rodar su corpino y como en un descuido mostró sus hermosos senos rotundos y semblantes.

Pasó el joven labrador con el saco de las simientes al hombro, indiferente ante el panorama sexual que la mujer le brindó.

— Maldito afeminado, ya te atraparé — dijo Yemayá molesta, y penetró en su ilé.

Mas ella, como todos los santos,tiene la virtud de tirar el di-logún, los caracoles de la sabiduría; se fue a su escaparate y los extrajo de una bolsita donde cuidadosamente los guardaba.

Cantaron los caracoles en sus manos su canto misterioso y los lanzó al suelo con unción. Era el destino, la vida de Orisaoco lo que quería indagar. La suerte del hombre se estaba jugando en el "siló" de la religión.

Le salió una letra altamente significativa: Orisaoco era un sublimado sexual, todos sus arrestos de macho en celo se transformaban dentro de él mismo en agilidad para arar la tierra, en astucia para engañar, en honradez en su trabajo, y en su cerebro no quedaba el más pequeño espacio donde pudiera incubarse el pensamiento de una mujer.

— ¡Já, ,já, ,já! — rió Yemayá —. Pobre hombre, es un desequilibrado, ¡tan hermoso!; haré que haga lo que hacen todos los hombres...

Al otro día esperó a que el hombre regresara de su trabajo; fingió que estaba levantada en el patio de su casa, cuando lo tuvo frente a frente lo saludó familiarmente:

— Buenos días, labrador.

— Buenos dias, omó.

— Omordé para otro día, soy casada.

— Perdón.

— ¿No gustas de almorzar?

— No, gracias.

— Pasa dentro de la casa que te tengo preparado algo bueno.

— Bueno...

Cuando Orisaoco entró, Yemayá, con agilidad de cortesana, escurrió sus vestidos, que resbalaron por su cuerpo como la gota de agua resbala por la esfera incandescente. El hombre tiembla convulsamente e intenta dejarla sola. Fiera felina descompuesta se lanza Yemayá sobre el tímido, y, entre beso y beso, fue deshojando la rosa del pudor del hombre casto, del virgo, del asceta, del frígido Orisaoco.

Con sus caricias fatales lo convirtió en un libertino. Y una tarde, en su mano la última cuenta del collar de castidad de su amante, Yemayá le arrancó el secreto:

— Maridito mío — le dijo en la explosión frustrada de una caricia —, quiero de ti una cosa...

— Pídeme lo que quieras, omordé.

— Enséñame a sembrar el ñame;

— ¡Oh, no! — lleno de temor dijo Orisaoco —. Obatalá no me lo perdonará nunca.

— Hazlo, padre mío — le dijo ella, envolviéndolo en su lascivia —, Babá nunca se enterará.

— Bien, te complaceré — dijo él, que no pudo soportar la pujante sexualidad de Yemayá; y diciendo para sí, murmuró: "Lo que hace un hombre por una mujer."

Desde ese día Saramaguá acompañaba a su amante al monte, él con su azadón escarbaba la tierra y formaba aquellos montículos donde luego arrojaba la simiente del ñame.

— Ves, mujer — le decía a su compañera —, lo fácil que es esto.

La mujer decía complaciente "Sí"; y en un descuido de él introducía al pie de la semilla unos granos de maíz tostados. ¡Y el ñame nunca prendió!

El día que Orisaoco la sorprendió en tal maniobra, le pregunta:

— ¿Qué haces, Yemayá?

— Nada — dijo ella en tono desafiante —;pero de este monte nadie más comerá ñame.

— ¡Yemayá!...

— ¡Cállate, soy tu amante y estás bajo mi férula!

El labrador se lanzó sobre ella en ademán violento, con intenciones de pegarle, mas la mujer esquiva un golpe y dando unos pasos atrás, la mano en la cintura y con una expresión cínica en, el rostro, le dice:

— ¡Confiadeno! Acaso no estás enterado que soy la mujer oficial de Ogún, dueño del monte, dueño de todos los hierros, fuerte y poderoso como nadie; ¿te atreves a pegarme ahora?

Orisaoco lo comprendió, y bajando la cabeza abandonó aquel sitio llorando amargamente, mientras decía:

— ¡Esta mujer me ha perdido!


II

— Hijo mío, te voy a dar el secreto de cómo se siembra el ñame — dijo Yemayá a su hijo Changó.

— ¿Qué beneficio reporta eso, mi iyare?

— Obtendrás un aché de Dios.

— Bueno, así sí.

Y Changó comenzó a sembrar el fruto en su plantación privada; mientras en los dominios de Obatatá comenzó a sentirse la escasez del fruto, y las comisiones de vecinos visitaban a Babá para indagar sobre la crisis. Le decían:

— Babá, concediste al ñamo la virtud de ser comida para todos los santos y ahora nos privas de él. ¿Eso es justo?

— Cálmense, hijos míos — decía ella, y todos se marchaban.

Llena de incertidumbre, la dueña del entendimiento humano llamaba a Orisaoco y trataba que él explicara cuál era la causa de tal situación; mas él trastornado por el amor a Yemayá y temeroso de Ogún, le contestaba con evasivas:

— Mamá, es que estamos en la época de la sequía — le decía.

— Está bien — contestaba ella, sospechándose de la traición del labrador.

Cierta vez apareció Changó en la morada de Obatalá y pidió que le prestara los tambores.

— ¡Lárgate de aquí, holgazán! — le respondió Babá, sobreponiéndose a su carácter apacible.

Violento como el canto "Changó tá molé" estaba Changó, cuando Yemayá le preguntó:

— ¿Qué tienes, hijo mío?

— Nada, que Obatalá me ha negado los tambores.

— Serán tuyos — dijo Yemayá indignada —; llévame los ñames mañana.

— Bien.

Al otro día, cargado como un burro, se apareció aquellos lugares, cantando alegremente este canto:

Ilé mío, ilé masó,
secuatá ilé
quindia acocó.

Y llegando a la morada blanca-nieve de Obatalá, saludó:

— Yo vengo por un camino y saludo a los dueños de esta casa (lo que es el mismo canto).

Obatalá, sorprendida, dice:

— Tantos ñames, Changó, ¿dónde los has obtenido?

— Ah, crees que sólo bailo, mira para lo que sirvo — dijo en tono jactancioso, depositando su carga en el suelo.

Sonriente, Obatalá ordenó a su secretaria que diera los tambores a su hijo. Con los tambores, el Cabo se interna en el güemilere y: se está seis días fiestando; cansado de divertirse regresa al ilé de Babá y le entrega los parches a su madre de crianza en el preciso instante en que la dueña no está.

— No te vayas — dijo Yemayá, recogiendo los tambores.

— Que puntual está este Changó — dijo Obatalá entrando en su casa; y viendo los tambores, va a cogerlos y los rechaza con repugnancia.

— No, no los quiero, llévaselos enseguida, Changó, te los regalo — gritó horrorizada.

Fue que Yemayá los había untado con manteca de corojo, lo que lastimó los escrúpulos de la otra, que es una maniática de la limpieza. Y por un escrúpulo de Bába, Changó es el dueño de los atabales.

Orisaoco llora eternamente su debilidad. Allá en el monte, labrando la tierra.

Mordú pue.


    Nota

      [1] Orisaoco (San Isidro el Labrador) está confuso ante Obatalá (Nuestra Señora de las Mercedes), santo andrógino, pues ignora que se le rapresentado por el "camino" de Odú-dua (el Santísimo Sacramento), y la trata como mujer, y no es así, porque cuando viene por este "camino" es el mismo Dios.




Tomado de: RÓMULO LACHATAÑERÉ, El sistema religioso de los afrocubanos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, pp. 368-373 (or: en la revista "Polemica", La Habana, junio de 1936, año II, no. 4)


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