(I)
La tarde del miércoles 8 de noviembre de 1932 palidece de una forma rara. Un sol intenso rojizo se aprecia en el horizonte. No obstante, el atardecer es extraordinariamente bello. En el mar, en calma total, se reflejan los colores azul y rosa intenso, en el noroeste, y azul y rosa oscuro, en el suroeste. La marea sube lentamente. Se percibe una brisa suave que en la medida que transcurre el tiempo se enfurece.
El telegrafista, Leonardo Vila Aróstegui, recibe un mensaje que indica que el huracán no ofrece peligro para el poblado de Santa Cruz del Sur.
(II)
El día 7 de noviembre por la tarde, extrañado, Teófilo González Mantilla recibe en su casa a su cuñado Sángara. No lo esperaba. "¿A qué habrá venido?", piensa.
Su cuñado vive en Macareño. Teófilo había construido su hogar recientemente, con paredes de caoba, cedro, jiquí y techo de zinc.
Comenta con Sángara que no le agrada el tiempo.
— ¡No joda, Teófilo! El mar esta como un plato.
— Que va cuñado, yo escucho un sonido muy extraño que procede del mar. Percibo una ardentía.
Sángara no presta mucha atención a los presentimientos de su cuñado.
— El problema tuyo es de los nervios. Por ese motivo he venido para no dejarte solo.
La hermana del pescador le había pedido a su esposo:
— Sángara, vete para Santa Cruz y vela a Teófilo. Por su cabeza pasa algo raro.
"Hoy se aparece Sángara en la casa como mi protector. Lo que experimento ahora no son presentimientos… es la realidad", piensa Teófilo, al percatarse del motivo de la inesperada presencia del campesino en su casa. Días antes había comentado lo mismo a su familia, que ya dudaba de sus capacidades mentales.
— Me atormenta la idea de que el poblado sea destruido por una ola gigante. Lo que pregonan muchos por aquí, que el mal año entra nadando, es muy cierto.
Es un presentimiento que no lo deja ni siquiera dormir.
La noche transcurre normalmente. En el amanecer del día 8 el mar llega hasta la puerta de entrada de la vivienda de Teófilo. La casa del pescador está pegada a la costa, precisamente en la zona más baja del poblado.
— ¿Ahora entiendes, Sángara, que el problema no es de los nervios? Recuerda lo que dice el refrán: Nunca la nube va contra el viento.
— De todas formas, que la marea suba es algo normal aquí. La mar continúa en calma.
— Cuñado, no seas tan necio, recuerda que las palabras del anciano son un oráculo. Y los viejos pescadores de aquí presienten el peligro. Recuerda la profecía del sabio sacerdote Padre Valencia, que hace sesenta y tantos años anunció la total desaparición del poblado.
— ¡Está bien! ¡Está bien! De todas formas me quedo aquí contigo.
Por la tarde tuvieron que quitarse los zapatos y andar en short. Esa noche no pudieron dormir. Sángara se nota preocupado y se lamenta de no encontrarse en su casa con los suyos. Pero ya tiene que permanecer aquí porque todo se comienza a inundar. Quedan atrapados entre el agua de mar y el río Najasa que lo tienen detrás.
(III)
Tres muchachas muy jóvenes caminan por la calle arenosa de Playa Bonita. Rosa Torres Acosta y las hermanas Zoila y Clotilde Ponce de León Torres. Todos los días realizan el mismo recorrido. Se dirigen a la caseta de la Cuban Telephone Company en Santa Cruz del Sur, ubicada a unos metros del mar. Las tres pasan inadvertidas a la vista de la gente del poblado.
Es 8 de noviembre de 1932. El reloj indica las 7 de la noche. Se escucha un parte meteorológico en la radio, muy distinto al recibido por el telegrafista, Leonardo Vila Aróstegui. Pocas personas poseen en sus casas ese ingenio de la ciencia. Se anuncia un huracán. El parte ubica el centro del fenómeno atmosférico a 150 millas al oeste de Jamaica. Se mueve al norte noroeste. Todos duermen tranquilamente. Transcurre el tiempo. El destino de Santa Cruz del Sur comienza a cambiar.
(IV)
La casa de Armelio Lara Correa es de piso alto, se encuentra entre las dos calles de Playa Bonita, en el callejón de Avalo.
El joven, que ya había cumplido los 25 años de edad, se dedica a la venta de pescado, que envía para Camagüey y Florida. Cuentan con un camión reconstruido de un Ford, de los llamados tres patá'. Pero el pescado lo embarcan en tren.
El día 8 Armelio se acuesta temprano porque tiene que madrugar. Su cuñado, Eduard Joseph Víctor Frei Varona, (87) de nacionalidad americana, sintoniza la radio, escucha una estación de Miami que transmite los resultados de las elecciones en Estados Unidos. De momento la transmisión se interrumpe.
El mensaje se repite tres veces y su cuñado lo traduce al español:
"El huracán, que se encuentra en el Golfo de Honduras, ha recurvado y se dirige a un punto de la costa de Cuba. Se dirige a la costa sur de la provincia de Camagüey, al puerto de Santa Cruz del Sur".
Unos 20 minutos más tarde el locutor repite el mensaje en ingles.
— Armelio, arranca el camión y llévate tu familia para la casa de Perico Salazar. El huracán pasará por aquí — le alerta de pronto el americano a su cuñado.
(V)
Los rostros de las tres telefonistas se contorsionan. Rosa, Zoila y Clotilde, se notan preocupadas por el brusco cambio del tiempo. Es 8 de noviembre de 1932. Pero a las muchachas les corresponde la responsabilidad de establecer comunicaciones con la ciudad de Camagüey para solicitar un tren de auxilio. El poblado es amenazado por un huracán de gran intensidad. Aún el meteoro no atraviesa el poblado, pero se percibe su furia.
Rosa, Zoila y Clotilde presienten antes que muchos el peligro, pero prefrieren arriesgar sus vidas ante de abandonar su puesto de telefonistas en el momento en que es imprescindible continuar realizando las peticiones de socorro con la voluntad de salvar de las furias del mar, las lluvias y los vientos a miles de personas.
Rosa recibe una llamada telefónica desde Camagüey.
— Buenas noches, ¿La Cuban Telephone Company de Santa Cruz del Sur? — se escucha una voz.
— Buenas noches. La Cuban Telephone Company para servirles.
— Tenemos un mensaje urgente de la Cuban Telephone Company para ustedes.
La compañía de teléfonos les indica que abandonen la pequeña caseta convertida, por voluntad propia de las tres jóvenes, en cuartel general para las comunicaciones con la capital provincial. Rosa consulta nuevamente con sus compañeras la decisión. Las dos hermanas están de acuerdos en secundarla.
— No podemos irnos ahora de aquí. Primero tenemos que tener respuesta del tren de auxilio.
Se negaron con la esperanza de poder mantener el enlace.
(VI)
Rafael Olegario Marín Placeres espera la orden para conducir su locomotora hacia el puerto de Santa Cruz del Sur que es amenazado por un terrible huracán. Es el 9 de noviembre de 1932. Viste un "overall" azul con tirantes, chaqueta de mangas largas del mismo color con botonaduras doradas y la gorra reglamentaria. La locomotora había entrado en el andén de la colonial Estación Central de Camagüey. El tren de pasajeros había llegado de Nuevitas.
El maquinista, extrae de su bolsillo su reloj "Watlam" de oro macizo para comprobarlo con los relojes que están en el andén. El maquinista, alto y grueso se nota intranquilo. Le preocupa la espera. De vez en vez pronuncia algunas palabras en un inglés perfecto, como hablando consigo mismo. La compañía ferroviaria exige el pago de 500 pesos por el servicio del tren de auxilio.[1]
El huracán de categoría 5 (en la escala Saffir-Simpsom) avanza al oeste, entre el Cabo Gracias a Dios, en Nicaragua, y Jamaica, en busca de Centroamérica, pero pronto, en forma de recurva cerrada, se desvía al norte nordeste y se ubica a 150 millas al oeste de Punta Negra, en Jamaica, por lo que la provincia de Camagüey se reporta entre los territorios de mayor peligro.
El meteoro presenta vientos sostenidos de 222 kilómetros por hora, la velocidad de traslación es de 22 y el diámetro del vórtice de 66 kilómetros.
En Santa Cruz del Sur se comienzan a sentir los efectos del fenómeno atmosférico. Tarde en la noche se inicia una leve llovizna y las nubes cubren la claridad de la luna y las estrellas.
El parte del Observatorio Nacional llega por telégrafo en la madrugada del 9 de noviembre. No hay tiempo para adoptar medida alguna. Pronto el mar toma posiciones en las zonas más bajas de la larga calle de la Marina y en los callejones perpendiculares. Rosa, Zoila y Clotilde se percatan del peligro, pero continúan en sus puestos de labor.
Lentamente la marea toma altura y comienza a penetrar por la rendija de la puerta y las tablas de las paredes de la caseta de la Cuban Telephone Company. Afuera se escucha el silbido ensordecedor del viento y el golpe de las olas contra las frágiles paredes del local. Las tres jóvenes continúan con los audífonos pendientes a cualquier señal de auxilio, no para ellas sino para el pueblo desamparado y dejan al azar de su suerte.
— No todo esta perdido, — dice Rosa para animar a las dos muchachas.
Prosiguen transmitiendo los pormenores del huracán, desafiando a la muerte. Amanece. El mar hace flotar primero los muebles y después las aguas comienzan a entrar por los ventanales. Los que están al otro lado de la línea telefónica, de pronto dejan de escuchar a las operadoras santacruceñas. El mar invade paulatinamente la ciudad en un ascenso gradual pero implacable.
Rosa, Zoila y Clotilde se abrazan en un intento desesperado por mantenerse unidas. Una ola gigantesca cubre la caseta de la Cuban Telephone Company, la levanta como castillo de arena y la sepulta entre el agua, el fango y los maderos.[2]
(VII)
Teófilo González Mantilla y su cuñado se mantienen en la vivienda. El agua del mar les da más arriba de la cintura. Tienen las puertas y las ventanas completamente abiertas. A las cinco de la mañana Teófilo le pregunta a su cuñado algo que de antemano ya sabía:
— ¿Sángara, tú sabes nadar?
— Tu sabes que no, Teófilo.
— Cuando te indique, agárrate de mi cinto. Voy a buscar un colchón y le voy a amarrar unas tablas abajo para que nos lleve flotando.
Al momento vino una ola inmensa que estremece la casa. Le sigue otra mayor cargada de escombro, fango, sargazo y mangles. La ola parece un león gigante, pero pudo advertir al cuñado:
Sángara se agarra al cinto del pescador. Se mantienen flotando encima del colchón. La marea ya inunda toda Playa Bonita: la calle de la Marina y la calle de Atrás, casi a la altura de un poste de la luz eléctrica. En ese instante observan un bote que viene al garete sin tripulación. Viene en dirección a ellos arrastrado por las corrientes marinas. Choca con el colchón que está enredado a unas viguetas.
— ¡Vamos a subirnos al bote! — indica el pescador.
Sángara sube a la embarcación. Un madero le golpeó la cabeza a Teófilo, quien pierde el conocimiento. El bote se aleja arrastrado tierra adentro. Teófilo queda encima del colchón.
(VIII)
Manuel Curra, el chofer del carro de bomberos, detiene el vehículo frente a una ranchería. Viene a auxiliar a algunas familias. El viento desprende de las viviendas las planchas de zinc y pedazos de tablas de madera. El bombero se baja del camión. Camina tres metros. Una plancha de zinc le corta la cabeza. El cuerpo brinca y el agua se torna roja. Las mujeres y niños lloran desgarradoramente ante la espantosa escena. Armelio Lara y su familia se llevan las manos a la cabeza y simultáneamente les cubren los ojos a los niños.
Una adolescente, de unos quince años de edad, trata desesperadamente de atravesar la calle; otra plancha de zinc la troza por la cintura. Un gran escalofrío recorre todo el cuerpo de Armelio. Acelera el vehículo que zigzaguea para evitar ser alcanzado por las planchas de zinc y los maderos.
El camión tres patá' en que viajan, se aproxima al almacén de Avalo. La edificación ha perdido el techo. Dentro del local se encuentran varias familias, entre ellas los hijos de Manuel Cañete, con Rita de Quesada y también los Díaz.
Una de las muchachitas, que es "entretenida", se pone de pie y trata de abandonar el local. La hermana se incorpora y la agarra por un brazo para que regrese. Una vigueta elevada por los vientos se le echa encima y les golpea la cabeza. Al instante quedan muertas las dos jovencitas.
Las aguas enfurecidas y el viento convierten al poblado en un infierno. Con la violencia de un alud, las aguas arremeten sobre la costa, levantan en peso las viviendas y las destruye unas contra otras.
(IX)
Ángel Córdova Álvarez permanece desde hace un mes en Santa Cruz del Sur. Había recibido, en corto tiempo, el cariño, y la hospitalidad de la gente del poblado. Encontró en muchas personas una amistad franca. Cubre el descanso del jefe de la estación del ferrocarril. El propio día 9 de noviembre terminó la suplencia, pero por esas cosas del destino, no abordó el gascar que había salido a las 6 de la mañana rumbo a Camagüey,
El anuncio del meteoro no alarma a la población. Todos lo ven como un nuevo gesto del mar y los vientos. Las pocas familias que abordan el tren son objeto de la burla y la hilaridad de la gente
Dos horas después de la salida del gascar, Ángel Córdova Álvarez comienza a vivir el momento más amargo de su vida. Le pide al auxiliar que le acompañe.
— Él mar ha subido bastante. Hay que buscar en qué refugiarse.
En el muelle ha quedado una casilla del ferrocarril. Son las 8 de la mañana. La gente se protege en el vagón de carga, con un peso superior a las cinco toneladas. Unas 42 personas se reúnen allí, entre ellas las familias de Salvador Furiach, Eliécer Betancourt y otras más. Una ola gigantesca entra a la casilla. Minutos antes Eliécer había dado la orden de que se abriera la otra puerta para no hacerle resistencia al mar y al viento y el agua pudiera entrar y salir libremente. En el way hay 40 casillas más que no pueden resistir la furia del viento y del mar. Escuchan los gritos aterradores de las mujeres, los niños y los hombres hasta que son apagados por el agua. Ven pasar encima de un piano a una mujer completamente desnuda y aterrada. Como hoja de papel, un vagón de carga es levantado por la furia del agua y el viento, con 150 personas en su interior.
Ángel Córdova ve morir muchas de las personas que había conocido desde hacia un mes. Las ve morir con gran desesperación en sus rostros. Su suerte es distinta. Sólo la casilla en la que él se encuentra, en espera del tren de auxilio, no es virada por las fuerzas del mar y el viento. Como una locomotora invisible el viento empuja la casilla por los rieles. La mole de aire que mueve al meteorito se calcula en más de un billón de toneladas. En solo dos horas el huracán cobra decenas de victimas. El mar había subido en Playa Bonita a seis metros de altura y continúa avanzando por tierra firme 25 kilómetros con su carga de muerte.
A las doce del día hay una tregua y de nuevo el huracán se ensaña con la gente. Unas olas inmensas acaban de destruir lo que quedó en pie del poblado, con la excepción de una casona de madera, de dos plantas que resiste la furia de las aguas y el viento durante estas horas infernales. Queda en pie porque sus dueños desprendieron las tablas de la planta baja para que las corrientes del mar continuaran su curso.
(X)
Teófilo González Mantilla, no puede precisar el tiempo que permaneció inconsciente. Las corrientes marinas lo llevan a la deriva. No comprende cómo ahora se encuentra fuera de la costa. ¿Cuál será el destino de Sángara? ¿Habrá sobrevivido? De pronto escucha unos gritos que proceden de una lancha. Se lanza al agua y nada desesperadamente hacia la embarcación. Siente frió y un temor inmenso; pero continúa nadando. Se sobrepone al miedo. El valor es, a veces, efecto del miedo. En esa circunstancia recuerda los refranes evocados por su padre. Algunas familias se refugian en la lancha. Con la ayuda de aquella gente logra subir a cubierta. Es verdad lo que dicen los viejos pescadores del poblado: La dicha reúne, pero el dolor une, piensa.
Todos están envueltos en una terrible pesadilla, pero juntos comparten lo poco que tienen.
— Teófilo, tómate un poco de café para que entres en calor.
Es Petronila Cabrera, una de las pocas mujeres pescadoras del Golfo de Guacanayabo.
— Está malo porque no tenemos azúcar — le dice la mujer.
Le parece el mejor café del mundo. Es verdad: en la casa del desnudo cualquier trapo es camisa. Aquel líquido amargo es capaz de animar su estómago.
El huracán arrastra todo tipo de objeto: las casas, los árboles, las empalizadas, las personas... El día 10 los ocupantes de la lancha levan el ancla y la llevan hacia la costa.
Para caminar por la orilla de la playa Teófilo tiene que apartar los cadáveres y los escombros. En una empalizada escucha los quejidos de personas vivas. "Son hombres, mujeres y niños... " — dice para sí.
— ¡Sáquenme de aquí...! — se escuchan varias voces apagadas.
Entre los lamentos a Teófilo le parece escuchar la voz de su cuñado Sángara. ¿Serán ideas mías? — se pregunta angustiado.
Aníbal Piña, el jefe de sanidad, ordena quemar todas las palizadas con la gente dentro. Para evitar una epidemia. Así justifica aquella barbarie.
— ¡Qué horror, quemar personas vivas! — dice Teófilo, para sí.
El mar viste de luto a miles de madres, hermanos e hijos. Viste de luto a un pueblo entero. Para Teófilo es la prueba más cruel de su vida. No podrá recuperarse jamás de la tragedia.
(XI)
Armelio Lara Correa deambula por las calles arenosas de Playa Bonita. Con esa pesadilla del huracán cargará durante toda su vida. Son momentos difíciles de olvidar.
No es él solo el que lleva encima la pesadilla. Clara Aurora Betancourt ve perder en pocas horas los sueños de su juventud. Esperaba un gran porvenir siempre color de rosa, pero se convirtió en una niebla oscura, tenebrosa y destructora. La comunidad queda borrada del mapa. De un día para otro el poblado se convierte en escombros. En horas, sin darse cuenta, el corazón se le amarga.
(XII)
Ramón Lazo Gil ve tronchada de la noche a la madrugada, el afán de toda una generación de santacruceños.
Sus sueños han sido destruidos. Él y las personas que lo rodean, con las que había compartido sus sueños y alegrías, se han transformado en pocas horas en seres andantes en la desesperación; llevan las manos sobre la cabeza, tienen los ojos secos e inyectados en sangre, la voz apagada, los cuerpos semidesnudos y la piel blancuzca. Parecen cadáveres vivientes, que se mueven como sonámbulos, de un sitio a otro y sin rumbo determinado, buscando a los familiares.
Una mujer carga en sus brazos a sus dos hijos pequeños. Los salvó en un madero. Ha perdido a los otros cuatro hijos. El mar se los llevó uno a uno.
A muchas madres las corrientes y el viento les arrancaron a las criaturas de entre los brazos. No les dejó ni a uno solo vivo. Allí están traumatizadas y cargarán con ese dolor para toda su existencia.
Este día inolvidable queda grabado para siempre en la memoria de Feliberto Petit Tiá. Es testigo fiel de la gigantesca tormenta de viento y agua, que sopló de este a oeste y de sur a norte de forma circular. El huracán ha arrasado con cuanto se encontró a su paso, arrasó con los seres humanos y objetos materiales. El persistente oleaje y las ráfagas de viento quebraron las casas de débiles estructuras de madera.
Se observan personas vivas encima de los árboles, cuerpos decapitados por planchas de zinc y tejas de barro que se desprendieron de las viviendas como hoja de papel y cadáveres enredados en las palizadas y arrastrados hasta ahí por la furia del viento, el mar y las lluvias. Muchas familias quedaron atrapadas y ahogadas dentro de sus viviendas. El mar en su retirada se llevó con él decenas de personas vivas y también cadáveres. Decenas de cuerpos muertos estaban a punto de descomponerse enredados en los mangles de las cayerías más cercanas.
En el parque público se ha improvisado un cementerio. A su alrededor algunos hombres cavan varias fosas. En su interior van echando los cadáveres. En una de las fosas laterales de solo 5 metros, ejecutadas por aquellos hombres, son lanzados uno a uno los cuerpos amoratados de las victimas. Queda en la fosa común un pequeño espacio. El enterrador selecciona del montón de cadáveres los cuerpos de tres niños de alrededor de cinco años para completar el hueco macabro. Más allá en una pira, un vigilante echa leños para darle candela a los cuerpos putrefactos de familias enteras. La mayoría de los integrantes de la Banda Infantil Municipal de Música había perecido.
Loreto Moncada Reinaldo pudo sobrevivir. Tras cesar el huracán se encamina al Club de los hijos de los Veteranos de la Guerra de Independencia. No encuentra nada. Ha desaparecido y solo queda la pesadilla de este 9 de noviembre de 1932, día de luto en Santa Cruz del Sur.
El agua había subido hasta alcanzar la altura de un poste de la luz o quizás más y el mar se adueñó de unos 25 kilómetros tierra adentro y de regreso a su sitio se llevó las esperanzas de Sabino Rodríguez Menéndez, quien había consagrado su vida al trabajo para labrarse un futuro en la vejez.
El mar se tragó todo lo que crearon. Devastó las casas, los techos, los curvatos[3] y las empalizadas. Solo una vivienda de madera de dos plantas, de los Martínez Milanés, queda en pie al resistir la furia del huracán, y en la que sobrevivieron unas 40 personas. También la fuerza del mar y la violencia de los vientos arrasaron con las tres escuelitas privadas, pupitres, libretas escolares, muebles, portales, puertas, ventanas, embarcaciones, muelles, alambradas, pianos y todo lo que encontraron a su paso.
Nunca Rita de Quesada podrá borrar de su memoria ese infernal amanecer. A su paso, lento, encuentra a mujeres, hombres, niños y ancianos semidesnudos y temblorosos. El poblado inicia este 10 de noviembre borrado del mapa. La ciudad no existe, como si el leve roce de una goma hubiese borrado un dibujo a lápiz sobre una hoja de papel.
Los cadáveres se observan por doquier, junto a todo lo que es de madera, escombro y fango. Arden los cuerpos putrefactos de seres humanos y animales en fogatas gigantescas. Más de 3 000 personas, el 70 por ciento de los habitantes, quedan sepultadas en el poblado.
Por esa visión que lleva dentro, a América de la Cruz del Risco la acompañarán recuerdos espantosos que no le dejarán conciliar el sueño.
Le atormentarán pesadillas. Volverá a observar a personas aún vivas dentro de los escombros y varios hombres con latas de gasolina o de petróleo dándole candela a las piras. Escuchará los lamentos de aquellos cuerpos inertes debajo de las palizadas. Verá una columna de humo blanco cubriendo todo el poblado. Por las madrugadas despertará sobrecogida con imágenes dantescas: una madre con el cuerpo de su hija muerta entre sus manos y apretada al pecho como cuidando su sueño definitivo.
(XIII)
En las cayerías de Las Doce Leguas muchas personas logran burlar a la muerte. El huracán no pudo acabar con la vida de Pedro Guerra Cabrera, pero sí deja en él recuerdos que jamás podrá borrar de su mente. Las escenas de viento y mar enfurecidos quedarán clavadas en su corazón como una espina. No es solo su sufrimiento y sus angustias, es el sufrimiento y la angustia de todas las personas que sobrevivieron la tragedia.
Santa Cruz del Sur se transformó en cenizas y en un poblado de fantasmas, tras ser envuelto en un gran remolino de viento, agua, fango, maderos, aceros, cadáveres y fuego.
Este 9 de noviembre también le golpea muy fuerte el corazón a Juan Amado Vega Martínez.
Un gran vacío queda en su vida. Su casa se convirtió en escombros. Ve muchos cuerpos enredados en las cayerías.
Para aumentar la tragedia, las tripulaciones de dos navíos de Guerra que están anclados en el puerto, saquean al poblado.
Y Leonardo Vila Aróstegui se siente en algo cómplice de la tragedia: le correspondió, en función de mensajero de telegrafista, entregar el telegrama enviado por el Observatorio Nacional, que reportaba que el huracán no ofrecía peligro para Santa Cruz del Sur. Él desconocía que llevaba un mensaje de muerte. Con ese telegrama — que ahora aprieta indignado en su mano derecha — las familias se fueron a la cama sin el presentimiento de la tragedia y fueron sorprendidas, en la madrugada, con el beso amargo de las aguas enfurecidas que ya eran dueñas de las calles y de las viviendas.
Muchas adolescentes habían celebrado, el propio día o días anteriores a la tragedia, sus cumpleaños. Todas deseaban un porvenir brillante. Ángela Emilia Santana Montenegro, también lo deseaba. Había cumplido 14 años de edad. Pero la vida le jugó una mala pasada. Estaba convencida que los afanes de su adolescencia y de su juventud estaban perdidos. Sus ilusiones infantiles desaparecían para siempre. Añoraba un futuro repleto de felicidad que ahora tenía una marca de amargura. Experimentaba un gran terror al ver destruido, en pocas horas, su castillo de sueños. Aquella visión de horror y muerte quedará perpetuada hasta el fin de su vida. El mar se había tragado a su poblado, a su niñez y a sus sueños. Sola, sin un techo donde resguardarse, traumatizada síquicamente, tenía las manos cubriéndose la cara. Lloraba sin aliento. Muy cerca de ella los cadáveres de varios de los suyos.
Aún sin reponerse a la tragedia Fernando García Villarreal, revisa las empalizadas en busca de familiares. Comenzaba para él una historia patética.
— Nunca me repondré de este dolor — dice para sí — El huracán lo tendré como una huella imborrable.
A ambos lados de la vía férrea, sobre los campos desolados, convertidos en cenizas por el fuego, las carnes fétidas, los huesos calcinados; las calaveras sueltas yacen disolviéndose en la lluvia y el viento.
El huracán del 9 de noviembre de 1932 recorre con rapidez a la provincia de Camagüey de sur a norte. Deja tras de sí una huella de destrucción, dolor y muerte. Los fuertes vientos, las lluvias y las olas continuaran buscando nuevas víctimas rumbo a las islas Bahamas. Deja cicatrices profundas en aquella gente.[4]
La compañía del ferrocarril no envía la locomotora. Santa Cruz del Sur se convierte en un cementerio de cadáveres calcinados. Sobre su tierra quedan arenas, columnas rotas, pisos de cemento fracturados por las fuerzas del mar. Y entonces "... la muerte del pueblo fue como siempre ha sido: como si no muriera nadie, nada, como si fueran piedras las que caen sobre la tierra, o agua sobre el agua" (Pablo Neruda).[1]
(XIV)
Un profesor del Colegio y Academia Lavernia, de Camagüey, sin recobrarse de su dolor y espanto escribe:[6]
Santa Cruz del Sur:
Alegre y risueña, feliz descansabas
Recostada en la hermosa playa de la costa sur
Alegre, porque te esperaba un gran porvenir...
Risueña, porque tus hijos unidos formaban
La riqueza y la alegría del hogar...
Feliz, porque tus hijos anidaban el amor y
Confraternidad espiritual
Y... ahora
De ti no queda nada, nada, el destino tronchó
Tu vida; tus hijos, unos murieron y otros llevan la muerte en el alma
Pero
El recuerdo de los muertos
Levantará
En los hijos de Santa Cruz del Sur, que aun tienen
Alma y corazón
La fe
Y seguirás nuevamente sonriente, besada
Por el Mar Caribe
Santa Cruz del Sur
Recuerda a tus hijos muertos
Levántate.
Galería de fotos
Prendido en una rama,
el cadáver de este niño
es mudo testigo del horror dantesco de la tragedia.
Otro aspecto imptresionante de Santa Cruz del Sur.
Y entonces
"... la muerte del pueblo fue como siempre ha sido:
como si no muriera nadie, nada, como si fueran piedras
las que caen sobre la tierra, o agua sobre el agua"
(Pablo Neruda).
La ciudad no existe,
como si el leve roce de una goma hubiese borrado
un dibujo a lápiz sobre una hoja de papel.
Este yate,
fondeado en el puerto de Santa Cruz del Sur,
apareció después del huracán ¡a cinco kilómetros de la costa!
Notas de referencias
- Según testimonio de Ramón Guerra Cabrera (Mongo "El Jaco") el tren de auxilio no acudió al llamado de socorro porque no se le garantizó a la compañía norteamericana de los ferrocarriles el pago de 500 pesos. La información la confirma Regino Avilés Marín que añade que su tío Rafael Olegario Marín Placeres (1896-1985), maquinista de Primera Clase de los Ferrocarriles Consolidados de Cuba, le narró que él estaba realizando el itinerario en el tren Camagüey-Santa Cruz del Sur y que en esos días del huracán había un grupo de maquinistas y fogoneros de reserva para cualquier eventualidad en las líneas y que fue cierto que había un tren listo para partir a rescatar a los sobrevivientes del huracán, pero que no salió hasta el día 10. Rafael Olegario transportó hacia Camagüey a muchos heridos en estado grave como consecuencia de los efectos del huracán, la sed, el hambre y la desesperación.
- En el Parque Central de Santa Cruz del Sur se encuentra ubicada la tarja que perpetúa la memoria de las intrépidas telefonistas.
- Recipiente de madera de miles de galones de capacidad, que se llenaban de agua lluvia.
- En Santa Cruz del Sur, el huracán causó cerca de 4 000 víctimas entre muertos y desaparecidos, de los más de 5000 habitantes que residían en el sureño poblado camagüeyano. Resultó la mayor tragedia natural en la historia de Cuba. En el cementerio que se construyó en el nuevo poblado después de la catástrofe, se erige un panteón en homenaje a los que perdieron la vida el 9 de noviembre de 1932. El panteón tiene forma de octaedro, está revestido de azulejos blancos y protegido por cadenas. Al fondo, en la tapa de mármol blanco que cubre la entrada de la fosa se lee un texto grabado en el que se implora al cielo paz eterna. Separado unos metros del panteón, al fondo, se levanta una cruz de madera y metal de más de 6 metros de altura que completa el conjunto funerario. Al cementerio local año tras año, el 9 de noviembre, gran parte de la población santacruceña y foránea asiste en peregrinación a rendir tributo a los que perdieron la vida. El cortejo, que ya es tradición, acompañado de la Banda de Concierto, inicia su recorrido desde el Parque Central de Santa Cruz del Sur.
- Andrea Guevara: "A comienzos del holocausto". URL: http://giorland.blogspot.com/2006/04/bogotazo-crnica.html.
- Se desconoce el nombre del profesor que escribió el poema. El Colegio y Academia "Lavernia" fue fundado en el año 1917 por el señor Francisco Lavernia B. Se encontraba instalado en un edificio de dos plantas, situado en la calle Capdevila número 52, en la ciudad de Camagüey. Al principio era solamente una academia comercial. En la planta baja se encontraban las aulas de enseñanza primaria, aulas de bachillerato, el comedor y dormitorios de señoritas y niñas internas. En la planta superior estaban los dormitorios de varones y el Departamento de Comercio.. Entre los profesores figuraban Alicia Albaisa, Gloria Guerra, Eulalia Tamayo, María Avello, Estela Díaz, Hernán Cortés, José Lavernia, Virginia Lafuente, Marrueca de la Torre, Francisco Lavernia, Pedro Ramos y Héctor Lavernia.
Lázaro David Najarro Pujol, escritor y periodista.
Labora en la emisora Radio Cadena Agramonte de Camagüey.
Autor de los libros Emboscada y Tiro de Gracia,
ambos publicados por la Editorial Ácana de Camagüey.
Editor del Sitio Web: http://camaguebax.awardspace.com/