Acepté en la respuesta. El pasajero que yo esperaba, era muy especial. Se trataba de un niño indígena de solo cuatro años. Venía del Ecuador.
Casi todos los viajeros habían traspasado el amplio salón de la Terminal 3 del Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana. Por fin apareció halando una maleta pequeña color negra. Él nunca había visto un avión, solo en el aire cuando vuelan a gran altura por las montañas donde vive. Dicen que incluso desde Quito, el observatorio puede divisar mejor el paso del cometa Halley.
El niño ecuatoriano se llama Darwin Ramírez Punina, vive en Lindero, una de las comunidades indígenas de los altos de Pilahuín, en la provincia de Tungurahua, a 3 600 metros de altitud.
Darwin no se muestra tímido, ni tampoco asustado ante tantas personas desconocidas para él. Hasta yo era extraño, pero me saludó como si me conociera de siempre. Por su comportamiento parecía un niño de mayor edad. Es pequeño pero muy fuerte. Después supe que con solo 4 años de edad, ayuda a su padre en las labres de la agricultura.
Tiene la cara quemada por el fuerte aire frío de las montañas. Sus ojos son negros y grandes; su cara achinada, su pelo muy lacio cayéndole casi sobre los hombros. Sudaba intensamente.
Cuando la doctora en jurisprudencia Maria Alicia Mata me lo presentó, extendió sus manos tiernas y sudorosa. Río con picardía. No dijo ni una sola palabra y sus ojos reflejaban alegría.
Subimos al auto y transitamos por una amplia avenida. El niño sonreía. De pronto indicó:
El auto ya había pasado el sitio señalado por el niño.
— ¿En el Lindero tienen vacas? — le pregunté.
— Sí — dijo sonriendo.
Estaba de rodillas sobre el asiento trasero y observaba el paisaje a través del cristal del auto.
— ¿Qué haces en las montañas?
— Siembro y cosecho con mi padre, abono la tierra... Cuido los animales...
— ¿Las vacas?
— Las vacas y ñuca (Ovejita).
Ahora transitábamos por la avenida Presidente y pronto llegamos a nuestro destino final. Llevamos al niño al malecón habanero. Observaba el mar con detenimiento y curiosidad. Las olas traspasaban el muro del malecón.
— ¿Qué es eso? — Preguntó abriendo sus grandes ojos y señalando con las dos manos hacia el horizonte.
— Es el mar.
— ¿El mar?
— Sí, el mar. Es como un río grande e inmenso. No se puede ver la otra orilla. El agua no es dulce como los ríos que tú conoces. El agua es salada — atiné en contestarle al niño.
— ¿Comprendes?
— Sí — dijo por decir algo y continúo contemplando el mar. Nunca antes había visto el mar.
Se muestra cariñoso con todas las personas que va conociendo: Ángela, María, Enrique…
Un doctor nos dice con firmeza:
— Es un niño muy inteligente. Si estudia puede convertirse en un profesional prestigioso.
Aprende muy rápido. Para su edad se expresa muy bien. A veces entremezcla el castellano con el quichua.
Toda esa sabiduría se la debe a su mamá Beatriz Punina y ese sentido de laboriosidad a su papá Efraín Ramírez.
Se siente cansado. Ha caminado mucho. Me indica que lo cargue, pronunciando una palabra mágica que le enseñó María Alicia: Por favor y luego la otra:
La alegría se refleja en sus ojos infantiles. No estuvo mucho tiempo en La Habana. Dicen que Darwin Ramírez Punina, ahora con cinco años de edad, siempre habla — allá en la comunidad indígena de Lindero, en los altos de Pilahuín, en la provincia de Tungurahua — de los amigos que dejó en Cuba, de su visita al parque Lenín, al restaurante Las Ruinas y de sus recorridos por la Habana Vieja.
Lázaro David Najarro Pujol, escritor y periodista.
Labora en la emisora Radio Cadena Agramonte de Camagüey.
Autor de los libros Emboscada y Tiro de Gracia,
ambos publicados por la Editorial Acana de Camagüey.
Editor del Sitio Web: http://camaguebax.awardspace.com/