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Cuba |
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Una identità in movimento | ||
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Masacre
Lázaro David Najarro Pujol
Cuando los rayos del sol aparecieron en el este, comenzaron los casquitos a mover a los heridos que no se pudieron rescatar. Son alrededor de las ocho de la mañana. A los prisioneros los tiran en la cama del camión entongados como animales.
El camión, a su paso, va dejando en el terraplén, una franja de sangre.
A los prisioneros los trasladan para la enfermería del central Macareño, donde reciben los primeros auxilios. Estaba prevista una ambulancia, que envían de Santa Cruz del Sur, para trasladar de urgencia a los más afectados por la metralla. Los militares no lo permiten.
En la enfermería, Pedro Ballester Noriega reconoce a uno de los médicos que está curando a los heridos. Habían estudiado juntos en el hospital Calixto García de La Habana, pero comprende que el doctor no puede hacer nada por él. Hay guardias adentro y afuera.
Pedro Ballester Noriega le dice al enfermero:
En la cama anterior a la última, hay un casquito acostado, durmiendo. En el parque hay unos cuantos casquitos. En la cama de al lado hay un muchacho jovencito que no es conocido por el personal de la enfermería. Tiene una pelusa como barba y él le dice a Picón:
Se miraron. El casquito parece dormir. Picón se encoge de hombros. Mira al muchacho. Después al casquito. No se hace nada por el muchacho.
Marciano Ross Castro está entre los once rebeldes prisioneros trasladados hacia la enfermería del central Macareño. Marciano dice obsesivamente:
El no es de los más heridos. Llama al enfermero:
Marciano Ross Castro está claro. Todos están condenados a muerte. Pero también Gelasio Gutiérrez García tiene pleno convencimiento de cómo proceden los militares, por sus experiencias allá en Jiqui, y alerta al enfermero cuando lo está atendiendo:
A Ramón Domínguez de la Peña un proyectil le pasó un pulmón. Está herido de gravedad. Es de los más heridos. En enfermería del central Macareño le controlan la hemorragia. Respira bien. El enfermero Manuel García Borrás se encuentra a su lado. Ramón le enseña una fotografía de una señora con dos niñitos y le dice:
Ramón está muy mal, pero comprende que el enfermero puede ayudarlos y le dice:
La enfermería está rodeada de guardias. Hay guardias adentro y afuera. La gestión del personal no fructifica. Ramón Domínguez de la Peña no está equivocado. Todos están condenados a muerte.
A los once heridos los depositan cuidadosamente encima de unas colchonetas colocadas por el personal de la enfermería, sobre la cama del camión. Han cubierto las colchonetas con sábanas limpias y tapan a los heridos con otras sábanas.
Ante la lentitud de aquella operación el comandante Domingo Piñeiro se impacienta:
Los prisioneros llevan unas catorce horas heridos, algunos de gravedad. No pueden comprender cabalmente lo que está sucediendo.
Son poco más de las cinco de la tarde. El camión se pone en marcha. En el terraplén que se comunica con la carretera de Santa Cruz del Sur a Camagüey, la gente ve cruzar el vehículo. En el cementerio el pueblo da sepultura a los veintidós caídos en la emboscada de Pino 3. A unos ocho kilómetros del cementerio el camión se detiene. De un jeep que sigue al camión descienden el comandante Domingo Piñeiro[1] y otros militares. Un esbirro grita:
Es como una señal. Simulan un ataque de los rebeldes. A medio kilómetro de allí, el gallego Platero, un peón de ganado, escucha los disparos.
El sargento Lorenzo Otaño lanza dos granadas encima de la cama del camión donde viajan los once rebeldes heridos, acostados sobre colchonetas tendidas en el piso del vehículo. Toda la macabra operación la observa impotente sobre su caballo, el gallego Platero.
El Español presencia también, cómo el sargento Lorenzo Otaño, aún sin saciar su sed de sangre y no bastarle toda la barbarie anterior, sube a la cama del camión y dispara con su fusil ametralladora sobre el amasijo de cuerpos decapitados y miembros destrozados por los efectos de las dos granadas.
Han transcurrido sólo diez horas de haber caído prisioneros de los casquitos y son asesinados. Probablemente no llegaron a saber lo que había ocurrido.
El impacto de la metralla arranca a unos la cabeza, a otros, los brazos. El que no muere, queda agonizando, y sobre los agonizantes, uno por uno, el sargento Otaño descarga su fusil ametralladora.
El almanaque se detiene en este trágico 27 de septiembre de 1958.
Lázaro David Najarro Pujol, Emboscada, Editorial Ácana, Camagüey, 2000. Cuba. Una identità in movimento
— Yo soy laboratorista. Yo estudié con aquel doctor que está allí curando a mis compañeros.
— Si yo tuviera una navaja, me podía afeita, irme, confundiéndome con la gente.
— ¿Qué dirá Fidel? ¿Qué dirá Fidel?
— Oye, ven acá. ¿Tú crees que esta gente nos va a matar?
— Si nos sacan del hospital, nos matan.
— Esta es mi mujer y éstos, mis dos hijos.
— Yo me he fijado que usted no habla, que usted es más activo, el más interesado en curarnos y el de mayor edad. ¿No será posible que hicieran gestión para que no nos saquen hoy de aquí? Yo sé que si nos sacan, estamos perdidos.
— ¡Apúrense, cojones! Nos va a coger la noche.
— ¡Nos están atacando los rebeldes!
Nota de referencia
Bibliografía
Lázaro David Najarro Pujol, escritor y periodista.
Labora en la emisora Radio Cadena Agramonte de Camagüey.
Autor de los libros Emboscada y Tiro de Gracia,
ambos publicados por la Editorial Acana de Camagüey.
Webmaster: Carlo Nobili — Antropologo americanista, Roma, Italia
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