Cuba

Una identità in movimento

Por Cuba una estrella

Rogelio Riverón



Y, ciertamente, la poesía no
es una inculcación de moral,
o una directriz de la política;
y no es ni la religión
ni un equivalente de la religión,
excepto por un abuso monstruoso
de palabras.
(T. S. Eliot, The Sacred Wood, 1928)


Hace aproximadamente un año, un grupo de poetas realizó una especie de gira-homenaje por toda Cuba, en recordación de José María Heredia (1803-1839). Celebraban el bicentenario de quien fue, según José Martí, el primer poeta de América. Heredia, quien por su significación lírica y también — cómo no — patriótica, merecía un agasajo de tal envergadura, se inmortalizó en poemas como la famosa oda "Niágara", y vivió sufriendo por Cuba y por la poesía de un modo tortuoso y legendario. De las jornadas poéticas del pasado 2003, bautizadas por sus protagonistas como La estrella de Cuba, han quedado varios testimonios. También de la presentación — simultáneamente en todas las provincias del país — del libro que, como una consecuencia casi esperada, lógica, recoge una muestra de la obra de los poetas involucrados en la gira. De modo que no deseo redundar con crónicas de repetición paralela, sino, apenas, referirme al hecho literario, fijado en el volumen La estrella de Cuba, de la editorial Letras Cubanas.

Y para ello, acaso sea mejor prescindir, en lo que resulte posible, de los antecedentes. Ponerlos en moratoria y buscarse uno mismo como la sombra del que comenta, en este libro de 279 páginas netas, que deberá dialogar con una tradición de recurrencia moderada, pero persistente. Me refiero a la práctica de las antologías poéticas en la Cuba del último cuarto de siglo, para marcar un límite, y, por supuesto, a las de envergadura nacional. En tal contexto, La estrella de Cuba (2004), que recoge a autores nacidos a partir de 1960, se ve emparentada con aquel Retrato de grupo (Letras Cubanas, 1989), el cual, con algunas visibles exclusiones (don Pedro Llanes, por ejemplo) nos avisaba, sin embargo, de que la entrada a nuestra tradición poética de una nueva generación no tenía nada que ver con las sucesiones automáticas. En otra medida, existe una relación entre La estrella de Cuba y Los parques (Mecenas, 2002), que, a decir verdad, atestigua una cierta distensión de lo poético en tanto corpus. Dicho en otras palabras: con las excepciones que eran de esperar, y sin que haya que enfrentarlos, los poetas nacidos a partir de 1968 (año en que se detiene Retrato de grupo), parecen más atados a un entorno en el que el creador se observa a sí mismo con una cautela de más.

En la práctica, estas ?las dos últimas generaciones poéticas de la Isla (representadas además en otras selecciones, que ahora no creo necesario citar) ? se ven representadas en La estrella de Cuba, que sería, según su prologuista, Edel Morales, una memoria escrita de la expedición del 2003. No resulta, empero, un libro testimonial. No resisto a la tentación de insinuar una calidad y hablar, por lo tanto, de una antología.

En tierras de la significación estética casi cualquier palabra puede ser tomada como una provocación, pero insisto: antología (aunque sea usual entre los prologuistas renunciar al término, al menos de forma nominal). Otra cosa son las vibraciones de un libro, las diferencias de intensidad a su interior, y este no carece de ellas. Para empezar, como está adscrito a una expedición, no puede recoger a quienes no estuvieron allí. De tal modo, faltan algunos nombres de importancia (Omar Pérez, Juan Carlos Flores, Sigfredo Ariel), si bien las premisas un tanto provisorias de la selección de los participantes no limitaron la inclusión de ningún poeta. El hecho de que la convocatoria contara con una acogida de verdadera importancia es, por el contrario, lo que insinúa la condición antológica del volumen, una condición que validará o no posteriormente el material seleccionado.

Alguna vez el imprescindible José Lezama Lima bromeó con una definición: la poesía es pensamiento capturado, pescado. Aludía, entre otras cosas, a la distensión obligada dentro de un poema, a esa especie de reflujo en que algunos versos aparentan ser un respiro, una toma de impulso para llegar a los verdaderamente contundentes, sin olvidar que el poema, en tanto objeto, pieza, constructo, no puede ser entendido como un simple ensamblaje de versos. De manera similar, los altibajos de un libro son sus verdaderos contornos. No hay libro lineal en su calidad, y es una suerte que así sea: nadie entendería una belleza de índole invariable.

Pero en La estrella de Cuba el forcejeo entre autores, e incluso entre los poemas de un mismo autor, parece fruto de una buena estrategia de selección, y sugiere, en su variedad, una polifonía nada desalentadora. Yo, que los he leído a todos, tengo preferencias que no dejaré de anotar: Pedro Llanes (nacido en 1962), que hace de la cultura y también de la naturaleza el caudal de sus himnarios; Liudmila Quincoses (1975), que debe haber leído a Anna Ajmátova y practica una mística sutil y altanera; Israel Domínguez (1973), sentencioso y telúrico, que se detiene a veces en una especie de lírica de las cosas colaterales; Teresa Melo (1961), atinada en el reciclaje de unos pocos símbolos, como si creyera — con Borges — que basta con un puñado de asertos (no de palabras) para mostrar las sensaciones permanentes; René Coyra (1970), ceremonioso en el ritmo; Carlos Augusto Alfonso (1963), dueño de una singular idea sobre la "cultura", capaz de conseguir misteriosos enlaces entre la palabra y el objeto (el hecho); Arístides Vega (1962), con recurrencias coloquiales de frecuentes implicaciones éticas; Nelson Simón (1965), empeñado testigo de lo que sus versos dictan, como si le fuera el talento en la verificación de los múltiples estados del ser; José Ramón Sánchez (1972), propietario de una escritura "liberada", diríase que devuelta de algunas necesarias abstracciones.

También hay en La estrella de Cuba, cómo no, versos infelices, poemas que realizan las previsiones del lector escéptico, un que otro autor en vísperas de algo parecido a la eficacia. Nada de extrañar. Toda literatura cuenta con autores que deambulan sin demasiada gracia por la tradición, y no están allí sin embargo para que comprobemos su improcedencia. De cierto trecho en adelante todo autor "procede", y si sus maneras de obrar no marchan paralelo a aquello que entendemos por los equilibrios de un poema, o de un libro, algunas razones tal vez autoricen a pensar que ese juicio no sea definitivo.

Nunca he querido buscar a Rimbaud entre los poetas cubanos. Ni a Radiguet entre los narradores. Sigo creyendo, para más desgracia, que nuestra narrativa, hoy, resulta, por lo menos, más interesante que la poesía. Sin embargo, un libro como La estrella de Cuba es capaz de proporcionarnos una idea acertada sobre ciertas materializaciones de lo poético, y sobre muchos de sus artífices. Aquí están algunos de los poetas más "activos" del momento, aunque la insistencia no garantice las calidades.

Tampoco las niega, es cierto, y si las calidades de la poesía son en Cuba de una tonalidad determinada — aquí he sugerido, sumándome a otros, que hubo momentos de más esplendores, momentos en que los poetas eran dueños de una conciencia mayor sobre los peligros del lenguaje, sobre la posición angustiosa en que sin cesar nos coloca —, esa tonalidad, ni es desdeñable, ni está ausente de este libro. Tras un recorrido factual, verificable, a lo largo de la Isla, en aquella expedición de hace un año que resultó, en sí misma, un acto esencial de cultura, tenemos ahora el hecho, en otro plano también verificable, de la poesía ordenada para el diálogo. En voz alta o de modo tácito, puede llevarse a cabo.


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