Para los intelectuales cubanos que conocieron a Lydia Cabrera, cuando residía en la Isla, ella fue una realidad. Para mí, que arribé al universo de lo afrocubano en 1968, su presencia estaba en la voz de mi maestro, Argeliers León, que me contaba, con la ética y la dignidad que lo caracterizaron siempre, cómo ella asistía a sus conferencias, cuando él se iniciaba en los espacios de la musicología, la etnografía, el amor por las "cosas del pueblo", y le hacía preguntas que él asumió como una manera de ayudarlo, pues le permitían abundar en los conocimientos que había adquirido de sus investigaciones.
Hoy, cuando mi maestro no está, al igual que Lydia, y los dos ocupan un espacio en la memoria, a ella se le recuerda y se cuentan historias que, a diferencia de mi maestro, recorren un diapasón muy variado de acciones, capaces de provocar sentimientos enconados.
Pero no es de ella de quien quiero hablar sino de El Monte (1954) y de sus informantes.
Siempre me he preguntado, ¿cómo pudo obtener tanta información?, ¿cómo logró convencer a Calazán, a Bangoche, a Calixta Morales, Oddeddei, para que le contaran de sus creencias?, ¿compró los secretos?, ¿fueron realmente interioridades?, ¿privilegió el saber de sus informantes y el tiempo lo legitimó como el verdadero?
A las certidumbres de esas interrogantes difícilmente podamos llegar pero sí hay algo incuestionable, El Monte es un monumento científico-literario de la cultura cubana.
Desde mi punto de vista, Lydia Cabrera logra en este texto algo que no ha tenido antecedentes ni consecuentes: encabalgada entre la sistematización de la ciencia y la creatividad del ejercicio literario, emulsionó la existencia de un saber portado por sujetos, que logró configurar como colectivo, sin obviar la individualidad de cada uno de sus informantes y la introducción de los necesarios matices en el contexto de un discurso colectivo.
No estamos en presencia del testimonio de un sujeto que en interacción con el entrevistador logran configurar una época, una circunstancia, una historia; por el contrario, aquí se trata de recoger las voces, de "enterados y respetuosos continuadores de su tradición", para que puedan ser "oídos sin intermediario", pero para ello
"... es preciso aprender a entenderlos, esto es, aprender a pensar como ellos".[1]
Es evidente que la autora abandona y supera la condición de "traductora blanca" que le había otorgado Ortiz en el prólogo de Cuentos negros de Cuba:
No hay que olvidar que estos cuentos vienen a las prensas por una colaboración, la del folklore negro con su traductora blanca. Porque también el texto castellano es en realidad una traducción, y, en rigor sea dicho, una segunda traducción. Del lenguaje africano (yoruba, ewe o bantú) en que las fábulas se imaginaron, éstas fueron vertidas en Cuba al idioma amestizado y dialectal de los negros criollos. Quizás la anciana morena que se las narró a Lydia ya las recibió de sus antepasados en lenguaje acriollado. Y de esta habla tuvo la coleccionista que pasarlas a una forma legible en castellano, tal como ahora se estamparán. La autora ha hecho tarea difícil pero leal y, por tanto, muy meritoria, conservando a los cuentos su fuerte carácter exótico de fondo y de forma. Y su colección abre un nuevo capítulo folklórico en la literatura cubana.[2]
Es cierto, como me han comentado los estudiantes en diferentes momentos, que la lectura del libro puede resultar difícil si se carece de conocimientos previos sobre la realidad religiosa a la que hace referencia. Aquí nada se explica, nada se ordena, es "un material que no ha pasado por el filtro peligroso de la interpretación", sino que nos enfrenta "con los documentos vivos" que la autora tuvo
"... la suerte de encontrar".[3]
Es ello, desde mi punto de vista, otra de las virtudes del libro, pues nos permite reconocer la existencia de disímiles prácticas culturales y la convivencia de una heterogénea multitud de creencias y dioses que dio lugar a modelos religiosos tendentes a reproducir sistemas de valores culturales generados al calor de la dependencia colonial, la economía esclavista y el sistema de plantación.
El Monte nos acerca a una parte importante de la realidad "blanquinegra" de nuestra cultura,
"... pese a las actitudes negativas que suelen adoptarse por ignorancia, no siempre censurable o por vanidad tan prejuiciosa como ridícula".
La cientificidad de un texto no siempre se encuentra en un supuesto y apriorístico orden, y no es menos cierto que para "los mundos nuevos" las vivencias, en muchos casos, anteceden a las explicaciones.
Este texto se relaciona de manera especial con la sensibilidad del hombre contemporáneo, pues satisface su necesidad de armonía, pero también de sorpresa ante la complicada variedad de situaciones.
El tiempo pasa y nos ponemos viejos pero esta no es la realidad del controvertido y polémico Monte de Lydia Cabrera, de una u otra forma se vuelve a él como al
"... monte misterioso, que saturado de poderosos efluvios, recinto de fuerzas sagradas, siempre despierta en su ánimo un atávico sentimiento mezclado de euforia de profundo, misterioso misticismo".[4]
Referencias
- Lydia Cabera: El Monte. Ediciones CR, La Habana, 1954, p. 7.
- Lydia Cabrera: Cuentos negros de Cuba, prólogo de Fernando Ortiz, La Verónica, La Habana, 1940.
- Lydia Cabrera: El Monte, Ediciones CR, La Habana, 1954, p. 8.
- Ídem, p. 20.
LÁZARA MENÉNDEZ VÁZQUEZ
Profesora de la Universidad de La Habana.
Tomado de: Lázara Menéndez Vázquez, "El Monte desde el monte", en Revista Catauro, Año 1, No. 1, enero-junio de 2000, pp. 36-38