Cuba

Una identità in movimento

Dulce María Loynaz: La poesía como taumatúrgia

Alessandra Riccio



"... La poesía tiene en verdad rango de milagro [...] Por la poesía damos el salto de la realidad visible a la invisible, el viaje alado y breve, capaz de salvar en su misma brevedad la distancia existente entre el mundo que nos rodea y el mundo que está más allá de nuestros cinco sentidos"[1].

Dulce María LoynazCuando pronuncia estas palabras, Dulce María Loynaz tiene ya cuarenta y ocho años, ha escrito lo fundamental de su obra y lleva tiempo sin volver a transitar por el arduo camino de la poesía, un camino que define como

"... laborioso, y lento de fructificación, de parto"[2].

Es el tórrido agosto habanero del año cincuenta y la invitación del profesor Raimundo Lazo es la ocasión para hacer la autocrítica de su poesía ante los alumnos de la Escuela de Verano de la Universidad de La Habana. Se trata de un texto imprescindible para quien quiera acercarse a la complejidad del mundo poético de Dulce María Loynaz por la absoluta y sencilla sinceridad con que se somete a la ardua prueba de ser juez imparcial de sí misma y de sus criaturas poéticas paridas, como ha repetido en más de una ocasión, "con sangre y espíritu". En este caso, la poetisa habanera no se limita a una magistral lección de estilo, no habla solamente de la necesidad de claridad y sencillez sino que define su propio concepto de la poesía que, en una palabra, definiremos aquí como "taumatúrgica", es decir, con la facultad de realizar prodigios.

"La poesía debe llevar en sí misma una fuente generadora de energía capaz de realizar alguna mutación, por mínima que sea"[3],

sigue explicando la poetisa con la misma, grandiosa sencillez con que Jorge Luis Borges, viejo y ciego, en el mismo Egipto donde en el lejano 1929 la joven Dulce María había escrito la más imposible de las cartas de amor, al agacharse a tomar un puñado de arena, siente que con este mínimo gesto está modificando la inmensidad del desierto.

Y, realmente, las mutaciones mínimas dentro de temas mínimos, recovecos de la vida, de la historia, de la religión, logran desplazar, gracias al poder taumatúrgico de su poesía, lo imposible hacia lo posible; hacer presencia de la ausencia y hacer visible el vibrar de la flecha que apunta certera hacia lo angélico, hacia lo que no es perceptible con los cinco sentidos gracias a un procedimiento que, con su lenguaje críptico y, sin embargo, cada vez más claro, José Lezama Lima ha definido como

"... excepciones morfológicas capaces de crear nuevas series"[4].

Gracias a las excepciones, la poesía de Dulce María Loynaz logra trasladarse, moverse, transitar hacia otras posibilidades; cumplir, realizar el prodigio de resuscitar al niño faraón, de rescatar "la maltratada dignidad de la estéril"[5], sacar de la oscuridad a la novia de Lázaro. Deslizándose solapadamente a través de temas secundarios, con la mirada oblicua que recomendaba Lezama lima, la Loynaz, lectora incansable de San Juan de la Cruz, transmuta, gracias a la poesía, "las cosas pequeñas"[6], les dona lo que llama "instinto de la altura"[7]; como un trapo ardiendo las coloca en la punta de su dardo y lanza la flecha hacia algún punto inasible para poder establecer, gracias a la fuerza taumatúrgica de la poesía — aunque sea fugazmente — ese contacto que es el verdadero milagro. Pero este instinto de altura que impulsa el movimiento-que-genera-las-mutaciones-que-constituyen-el-milagro-poético nace de las cosas pequeñas, nace de lo nimio, de lo secundario, de lo oblicuo, porque

"... la poesía como los árboles nace de la tierra y de la tierra ha de servirse, pero una vez nacida no me parece propio que ande como los puercos, rastreando en ella"[8].

Buen ejemplo de esta tensión que parte de lo bajo y se dirige recta y enérgica hacia lo alto, de esta visión oblicua, transversal, que permite ver la grandeza en lo más pequeño, es lo que explica la poetisa, ya entrada en los noventa años y recién galardonada con el máximo premio de las letras hispanas, a la periodista que la entrevista con respeto y perplejidad. Como es sabido, Dulce María vive en una vieja casa donde guarda, intocados e inmutables desde treinta y cuatro años, numerosos objetos de valor, porcelanas, abanicos, estatuas, libros y cuadros. Dentro de este sagrario acumulado en tiempos de bonanza con gusto y sin mirar en gastos, la poetisa escoge un objeto de modesto valor y se lo enseña a la periodista perpleja con estas palabras:

"Mire, una taza de la vajilla del Maine. Tan pequeña, tan frágil y sobrevivió a la explosión esa que hizo que los norteamericanos intervinieran en la guerra cubano-española"[9].

Evidentemente, a través de esta metáfora, podemos ver a la Isla de Cuba, "tan pequeña, tan frágil", tratando de imponerse pese a los dos colosos colonialistas, o a la misma poetisa, "tan pequeña, tan frágil", que ha sobrevivido a la tempestad revolucionaria; sin embargo, me inclino hacia una lectura total y absolutamente literaria: sólo el milagro de una mirada poética puede devolverle a la frágil porcelana la grandeza de un vuelo cuyo destino era la destrucción y que por los imponderables caminos de la poesía ha ido a parar en las manos amorosas de "la hija del general"[10]. Entonces empezamos a entender mejor a esta poetisa "inasible, insituable"[11], esta poetisa que se ha rebelado siempre cuando la han querido colocar en una torre de marfil o en un postmodernismo años al uso de los años veinte, cuando han hecho cabriolas y acrobacias para darle una imposible definición. Porque Dulce María es de la estirpe de los Borges, de los Lezama, es decir, de los que saben que la poesía tiene la facultad de realizar prodigios, de ser taumatúrgica.

Donde posiblemente se expresa mejor el prodigio de hacer posible lo imposible es en tres poemas largos, dos en prosa y uno en versos, escritos entre los años de 1929 ("Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen"); 1937 ("Canto a la mujer estéril") y un año impreciso anterior a los años cincuenta que es "La novia de Lázaro". En estas tres obras aparece con evidencia la trayectoria entre las cosas pequeñas, inertes, estériles y secundarias (un puñado de cenizas encerrado en cinco sarcófagos, el tibio vientre de una mujer estéril, la improbable novia de Lázaro resuscitado) y la grandeza de poder alcanzar, por la vía poética, lo infinitamente posible.


Tiene veintisiete años la joven cubana que, en compañía de su madre y su hermana, viaja a través del Mediterráneo oriental: Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto son las etapas de un viaje exótico y caro, hecho para estremecer la sensibilidad de la neo graduada en Derecho Civil que sigue llenando hojas de un diario sometido al eterno silencio al que lo ha condenado su autocrítica implacable[12] y que, al mismo tiempo, lleva en el silencio y la discreción más absolutos, la redacción de la que será su extraordinaria y única novela, Jardín, publicada en Madrid sólo en 1951.

Esta joven sensible, que ha publicado apenas algún poema juvenil en alguna publicación local, que se autoproclama poeta sin pedir permiso y sin desesperarse para conseguir un público, que ya practica de lleno la literatura, experimenta, frente a la recién descubierta tumba del faraón que había prohibido el sacrificio de las palomas, la embriagadora sensación de poder encender aquellas mustias cenizas con el calor de su pasión[13].

"Ayer tarde — tarde de Egipto salpicada de ibis blancos — te amé los ojos imosibles a través de un cristal",

dice la poetisa lanzada en ese vuelo vertiginoso hacia lo absurdo que le permite el contacto fugaz que la fuerza de la pasión hace real en el papel por breves instantes, porque enseguida llega la cordura, la sensatez, la realidad.

"Nada tendré de ti, más que este sueño, porque todo me eres vedado, prohibido, infinitamente imposible",

una cordura y una sensatez que se vuelven necesarias porque esa fe en el milagro no es compartida:

"Pero no me esperaste y te fuiste caminando por el filo de la luna creciente; no me esperaste y te fuiste hacia la muerte como un niño va a un parque, cargado de juguetes... "

Sin embargo, para este rey-niño, si no hubiera que ser cvuerdos, habría todavía una posibilidad de calentar aquellas frías cenizas:

"Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble y te hubiera envuelto suavemente en mi chal de seda... Así te hubiera yo recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo ... Y como a un niño enfermo habría empezado a cantarte la más bella de mis canciones tropicales, el más dulce, el más breve de mis poemas".

En 1938, en una carta a una amiga, Dulce María Loynaz siente todavía esta fiebre por lo imposible:

No hay canto mejor que el que no se dice, no hay nota que sea más bella que ese guión negro que es signo de silencio en los pentagramas [...] Silencio, silencio... Sólo el silencio sugiere. Los demás hablamos o cantamos [...] pero sólo el silencio, sólo el silencio da derecho a esperar algo mejor... Quizás por esto me enamoré de Tut-Ank-Amen, amante sin palabras que no podrá contestar nunca mi carta, amante hierático, inmutable, ungido de ese extremo prestigio de la Muerte. Sí, yo amo a Tut-Ank-Amen porque tiene el prestigio de la muerte. Lo amo porque está muerto... Si lo viera sentarse sobre el último de sus sarcófagos, desatarse sus vendas de momia y salir a limpiarse el polvo de los siglos de las sandalias [...] dejaría en el acto de amarlo[14].

Esta idea de la Muerte como un absoluto, una perfección, hace posible el elogio a la mujer estéril, permite a la poetisa violar el tabú irrespetuoso que hace de un vientre infecundo una inutilidad, una nada:

"Contra el instinto terco que se aferra / a tu flanco, / tu sentido exquisito de la muerte; / contra el instinto ciego, mudo, manco, / que busca brazos, ojos, dientes... / tu sentido más fuerte / que todo instinto, tu sentido de la muerte".

Desdeñosa de la "miserable ansia de forma", la mujer estéril domestica la muerte "en la tiniebla de su vientre" porque ella sabe erguirse "contra toda la Vida", porque

"... la flecha que se tira en el desierto, / la flecha sin combate, sin blanco y sin destino, / no hiende el aire como tú lo hiendes, / mujer ingrávida, alargada... Su / aire azul no es tan fino/ como tu aire ... ¡Y tú / andas por un camino / sin trazar en el aire! ¡Y tú te enciendes / como flecha que pasa al sol y que / no deja huellas! ... ¡Tú eres la flecha / sola en el aire!...[15]"

Y este prodigio extraño hay que defenderlo contra lo bajo, inmóvil, quieto; la atrevida imagen de la flecha sola en el aire debe vencer la abusada condena de un vientre de mujer yermo:

"Agua en reposo tú eres: agua yerta / de estanque, gelatina sensible, talco herido / de luz fugaz / Donde duerme un paisaje vago y desconocido; / el paisaje que no hay que despertar... "

Por esto la invectiva, por esto la maldición, insólita en la diáfana mesura de la poetisa:

"¡Púdrale Dios la lengua al que la mueva / contra ti; clave tieso a una pared / el brazo que se atreva / a señalarte; la mano obscura de cueva/ que eche una gota más de vinagre en tu sed! ... / Los que quieren que sirvas para lo / que sirven las demás mujeres, / no saben que tú eres / ¡Eva... / Eva sin maldición... "

El "Canto... " fue publicado por primera vez en 1937 en la Revista Bimestre Cubana y en sospechosa coincidencia con su matrimonio con Enrique Quesada y Loynaz, y al año siguiente Dulce María lo vuelve a publicar en una pequeña edición y en la de Versos (1920-1938), su primer y único libro publicado en Cuba durante muchas décadas. La edición de Aguilar (Versos, Juegos de agua y Poemas sin nombre, Madrid, 1955) recoge el "Canto a la mujer estéril" al final de Versos y, finalmente, la edición cubana de Poesía escogida, de 1984 que, según explícita afirmación del antólogo Jorge Iglesias, se incluye "a petición de la autora". No deja de llamar la atención, dentro del desgano habitual con que Dulce María accede a publicar su obra, el recorrido de ese "Canto... ", su aparición en diversas publicaciones, pese al pudor y a la delicadeza de la autora que, lo notamos de paso, no tuvo hijos de sus dos matrimonios y a pesar de alguna crítica producida por algún que otro verso no perfectamente pulido o un estilo todavía no consolidado[16]. Por otra parte, para Dulce María "escribir es una intimidad que no se comparte"[17] y aunque ha hecho siempre poco caso del conformismo y del chato sentido común, tampoco ha querido escandalizar o remover aguas tranquilas.

Por eso, quizás, "La novia de Lázaro" ha quedado tanto tiempo inédita y de su existencia se sabía solamente por algunas lecturas entre amigos.

En un reciente homenaje de la Casa de las Américas, en ocasión de la entrega del Premio Cervantes 1992, el 11 de marzo de 1993, Dulce María ha contado una anécdota a propósito de su observancia católica: preocupada por los comentarios de algunos amigos presentes en una lectura del poema, aprovechó la oportunidad de hablar de cerca con el obispo de la ciudad en una de las numerosas recepciones a que la obligaba su papel de esposa de Pablo Álvarez de Cañas, conocido periodista de crónicas sociales, y le endilgó la lectura del poema pese al apuro y al calor que agobiaban al prelado, para luego preguntarle con cador si el poema podía ser juzgado irreverente. Casi sofocado por el hábito talar y la prisa, su enimencia no tuvo inconveniente en absolverla del pecado de irreverencia. Pese a la anécdota, la poetisa no publicó esta prosa poética hasta 1991 cuando Pedro Simón, con paciencia de monje, logró que le entregara los Poemas náufragos, un libro de poemmmas en prosa casi completamente inéditos cuyo último trabajo es "La novia de Lázaro", el tercer ejemplo de mirada oblicua, de pequeñas cosas, de posibles imposibles que cerrará estas notas.

Lázaro, resucitado, vuelve a los brazos de una novia inexistente pero posible, gracias a la creación de la Loynaz, una novia inconforme que lo acusa de haber llegado:

"... sin contar con más esperanza que tu propia esperanza ni más milagro que tu propio milagro. Impaciente y seguro de encontrarme uncida todavía al último beso".

La novia no logra aceptarlo ahora que trae "como regalo de bodas, el ya paladeado secreto de la muerte", y le reprocha no haber sabido apostar a lo imposible, haber resucitado por obra de un milagro de un ser superior y, sin embargo, no haber resistido, por su amor, a la muerte:

"¿Acaso no era más difícil resucitar que quedarte, cuando mi alma se abrazaba a la tuya forcejeando hasta desangrarse con la muerte?"

Compara su sufrimiento con el suyo:

"Yo también soy ya nueva de tan vieja; de los milenios que envejecí mientras el trigo maduraba en la misma mies, mientras lo tuyo era tan sólo una siesta de niño, una siesta inocente y pasajera".

Y sigue la queja, el grito de esta mujer que nunca existió y que ya existe:

"... tú estabas muerto y reposabas en tu propia muerte [...] En tanto yo seguía viva con unos ojos que querían taladrar tu tiniebla y unos huesos negados a tenderse y una carne mordida, asaeteada por ángeles negros rebelados contra Dios. ¡Tú estabas muerto y yo seguía viva [...] incapaz de morir o conmoverla! Conmover la muerte... Eso yo pretendía".

Esta imposible pretensión será cumplida milagrosamente por otro ser divino; pero la resurrección de Lázaro no será un milagro del amor, de la fuerza del amor de la novia. Por eso es imperdonable: Lázaro resucitado es obra de la palabra taumatúrgica de Jesús, Lázaro es su criatura.

"Pero sé también que entre tú y yo ha ocurrido algo inefable, y aunque yo estoy aquí como tú estás, yo me he quedado fuera del prodigio, ajena a lo que hacían con tus labios, con tu cuerpo, con tu alma, con todo lo que antes era mío... "

Ha resucitado un hombre, pero no la pareja: la novia ya no puede reconocerlo y, sobre todo, no puede ser reconocida, ya no es la misma y no podrá serlo nunca más porque las experiencias de morir y seguir viviendo los ha separado irremediablemente:

"Choque de tu presencia y mi recuerdo, de tu realidad y mi sueño, de tu nueva vida efímera y la otra que ya te había dado yo en él y donde tú flotabas perfecto, maravilloso, inmutable, rabiosamente defendido... Sí, yo soy la que ha muerto y no lo sabe nadie. Ve y dile al que pasó, que vuelva, que también me levante... Me eche a andar".

La poesía taumatúrgica, gracias a su mirada oblicua, su deslizar la atención de lo principal a "las cosas pequeñas", ha permitido a la Loynaz realizar el prodigio de dejarnos una saeta vibrando en el aire, apuntando a lo alto, soberanamente despreocupada, sin otra pretensión que apuntar a lo alto. Su

"... preocupación obsesiva por la no realización y la búsqueda de la posibilidad en todo lo que no ocurrió"[18]

le devuelve a la poesía toda su fuerza taumatúrgica.

Terminada ya su estación poética, Dulce María Loynaz ha cumplido su propósito:

"Si yo me viera obligada a decir que la poesía es algo, yo diría que la poesía es tránsito. No es por sí misma un fin o una meta sino sólo el tránsito a la verdadera meta desconocida"[19].



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