Retratos es la obra que inicia en la escena a la joven dramaturga Lilian Susel Zaldívar de los Reyes. Su discurso transcurre en diez escenas (fotos), en el contexto de una familia cubana urbana y contemporánea y se inserta en el corpus mayor que trata acerca de la incidencia de la emigración sobre las relaciones intrafamiliares. En efecto, tal y como la clasifica su propia autora en unas líneas bajo su título, se trata de una fotografía, de ahora mismo, de la familia cubana.
De suerte que el texto se inscribe en dos grandes temas de nuestro teatro. Uno de extensa prosapia: el de la familia (Piñera, Triana, Ferrer, Estorino, Quintero, Milián..., para solo partir del siglo XX); el otro, la emigración, asunto de más reciente aparición pero de semejante intensidad en cuanto a su presencia (Estorino, Quintero, Pedro, Milián, Rebull, Cid...).
En el caso que nos ocupa la historia tiene como centro a una modesta familia habanera. Hace unos dos años la hija mayor contrajo matrimonio con un ciudadano inglés y se radicó en Gran Bretaña. Como es usual en buena parte de los casos, desde esta posición contribuía con la economía familiar hasta que sobrevino la separación de la pareja; una vez disueltos los lazos matrimoniales la muchacha intentó reestructurar su vida sin conseguirlo. Para colmo está afectada por un padecimiento síquico incurable, aunque controlable bajo medicamento, en cuya positiva evolución resulta definitoria la existencia de un entorno de afecto y apoyo. Bajo estas circunstancias decide regresar a la Isla para reinsertarse entre los suyos, lo cual potencia las contradicciones existentes en el seno familiar y hace que se expresen diferentes actitudes ante este regreso; actitudes relacionadas en lo fundamental con las consecuencias de la nueva situación en el plano de la microeconomía.
En consonancia con esto la puesta en escena ha tomado como elemento expresivo la imagen de nuestra libreta de abastecimiento — la cartilla de racionamiento —, que se despliega diagonalmente en uno de los extremos del escenario y funge como pantalla de sombras tras la cual se llevan a cabo determinadas secuencias escénicas; aparece también estampada en la ropa que usan los personajes, y toma significación de carta de ciudadanía en la escena final del espectáculo.
Por el despliegue de su principal contradicción en esta esfera primaria de la existencia la obra me remite a Manteca, uno de los títulos paradigmáticos de Alberto Pedro Torriente y de la dramaturgia cubana contemporánea, y, más atrás en el tiempo, a Aire frío y Contigo pan y cebolla; textos todos donde la coordenada económica atraviesa el discurso acerca de la familia.
En las didascalias que corresponden a la descripción espacial (que tal parecen las de un guión cinematográfico) el discurso dramático se inscribe en un universo que pudiéramos llamar realista (aunque en realidad el uso del término, tal y como lo concibo, no me complace); en cambio, la puesta en escena desafía esta propuesta. Las escenas que se resuelven tras la pantalla brindan un tono expresionista, en tanto el atuendo de los personajes tiene un aliento meyeholdiano. Como cita del mobiliario preciso aparecen apenas un baúl y un sillón, mientras los espacios fundamentales de acción se definen en los extremos del escenario, colocando a los actores en la obligación de cruzar vanamente el escenario para ir a desarrollar allí buena parte de sus labores.
Las escenas intentan evadir la particular relación con los objetos y el entorno propia del tono realista, lo cual no siempre se consigue con éxito. En tal sentido uno de los momentos más logrados es la secuencia del almuerzo en familia.
La realización escénica también le otorga un papel como personaje al Abuelo, quien es en el texto apenas un sujeto referido cuya imagen recoge un óleo colocado sobre alguna pared. Desde ningún punto de vista — ni siquiera dramatúrgico — parece esta una idea feliz. La presencia del Abuelo resulta innecesaria y por completo ajena al tipo de teatralidad y a la propia estructura del original, incluso al sistema escénico en que se resuelve el espectáculo.
Dentro de un similar propósito de distanciamiento se hallan las luces hirientes, dirigidas hacia el público, para marcar los cambios de escena — las cuales en la estructura interna de la pieza aparecen nominadas como Fotos —, y el anuncio por una voz en off de los títulos de cada una de ellas. Guarda esto una coherencia con la propia armazón literaria de la pieza y con el ordenamiento de los sucesos y la presencia de los personajes que mas bien parecen apropiados para un guión de televisión, radio o cine, puesto que se juega con ellos con absoluto desentendimiento de las circunstancias físicas de la puesta en escena, por lo cual toca, entonces, al director buscar la solución analógica que respete el espíritu de la obra. No obstante, este particular recurso expresivo le resta fluidez al discurso y se vuelve reiterativo.
En cuanto al desempeño actoral los mejores trabajos son los de Arianna Tejeda y Yanelsy Gómez, encargadas respectivamente de las dos hermanas: Sofía, la menor, y Elena. Yanelsy interpreta con fidelidad los diversos estados de ánimo por los cuales la enfermedad que padece hace transitar a su personaje. A Arianna se le agradece su entrega y su energía, y la forma en que traza el recorrido lleno de contradicciones de su criatura. Tan solo deberá cuidar el fraseo en la emisión de los textos, de manera de no atropellarlos.
Carlos García desarrolla, como siempre, una labor profesional; pertenece a esa estirpe de actores que sale a escena a defender su personaje y a apoyar el trabajo de sus colegas; sin embargo, Carlos aún puede hacer más. Este tío alcoholizado que interpreta, que otrora resultara un moralista y un dogmático involucrado en las relaciones de pareja de su hermana, comportamiento que pretende reeditar con su más joven sobrina mientras defiende interesadamente a la que reside en el extranjero, resulta uno de los personajes más ricos de la historia y amerita profundizar en la forma de expresar las sutilezas de esta variedad de matices.
La banda sonora a cargo de Fernando de Jesús, con la colaboración de Pepe Braojo y la edición de Daniel Piña, tiene una intensa presencia en la puesta en escena. El ambiente de tormenta, con truenos, sonido de lluvia y una gotera incluida precisa convertirse en una sutil partitura de fondo, donde existan diversos valores (en la cualidad e intensidad del sonido). Una tormenta tropical que amaina o se interrumpe y luego se intensifica — en armonía con el decursar de la acción dramática — alcanzará sin dudas la expresividad deseada.
El texto dramático manifiesta determinadas insuficiencias, todas esperadas en alguien que, por primera ocasión, consigue verse sobre las tablas. Creo que nunca se hablará lo suficiente acerca de la importancia que reviste para el escritor teatral poder llevar su creación a escena. Esta vez le debemos el acto a Gerardo Fulleda, como Director General de la Compañía Teatral Rita Montaner, y, en especial, a Fernando Quiñones, el director artístico a cargo de la elaboración escénica.
El discurso de la novel dramaturga adolece de algunas reiteraciones, también de puerilidades, — pues, sobre todas las cosas, sus signos espaciales refieren una y otra vez un apego al "realismo televisivo" y, en consonancia, parecen no tomar en cuenta las circunstancias de la escena y la materia teatral —, al tiempo que concede demasiado peso a la palabra en función de informar hechos y situaciones que pueden y deben configurar la vasta urdimbre del tejido dramático anunciándose o desarrollándose a partir de legítimos recursos del lenguaje específico del teatro. El tema de la emigración vuelve a los escenarios sin que tampoco ahora obtenga un tratamiento distintivo en la profundidad de su análisis. Pero Lilian Susel ha propuesto un cierre para su historia que, a mi entender, es el elemento más valioso de esta obra, casi diría que la creó para exponerlo ante nuestros ojos. Esta concepción de final habla de su sensibilidad, de su madurez y de su valentía moral. Es, también, la rebeldía, el reclamo y el alerta de una nueva generación.
Al respecto la puesta en escena ha apostado por una variante que unos llamarán complaciente mientras otros considerarán optimista, didáctica (en el mejor sentido), con lo cual ha mellado el escalpelo de la dramaturga. Ha suprimido la hiel que destila el análisis de determinadas zonas de nuestra existencia. También la posibilidad de estremecimiento, la acción provocadora que movilice la reflexión y, quizás, la fotografía más interesante y comprometida de la familia en estos extraños y duros tiempos.
Página enviada por Esther Suárez Durán
(9 de diciembre de 2006)