Cuba

Una identità in movimento


Encuentro poco usual con dos travestis

Jesús Guanche


Generalmente se relaciona el travestismo con la opción de adoptar formas de vestir propias del sexo opuesto, con frecuencia denota una tendencia homosexual aunque no necesariamente implica la no identificación de un individuo con su género. Los estudios revelan que es más frecuente entre los varones heterosexuales y homosexuales que entre las féminas.

Este no era un caso de individuos varones vestidos de mujeres con el apoyo tecnológico del pelo largo, propio o postizo, así como una dosis de hormonas para facilitar el crecimiento de los pechos o del hábil implante de silicona; no tenían aretes, ni pintura de labios, ni de uñas, ni zapatos de tacón, ni afeites en la piel. Eran travestis de otro tipo.

Mi reciente experiencia fue distinta, pues el travestismo también puede entenderse como la "Práctica consistente en la ocultación de la verdadera apariencia de alguien o algo", según acepta el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE). La mía fue un poco más allá; pues en la primera oportunidad al primero me lo comí, pero no fue un acto de canibalismo y en la otra estuve en su interior, aunque tampoco se trataba de una intervención quirúrgica de mínimo acceso. Todo esto podría aparentar cierto tono de adivinanza pero tiene su explicación.

Hace pocos meses fui invitado a la ciudad de Cienfuegos a un evento sobre músicas y danzas populares tradicionales que implicaba compartir experiencias de investigación en el Museo de la capital provincial con otros profesionales y con jóvenes instructores de arte. Durante varios días nos encontrábamos alojados en las afueras de la ciudad, en una especie de Motel vinculado con el Ministerio de la Industria Azucarera, que incluía un confortable conjunto de cabañas, piscina y una música permanente seleccionada por un "sonidista" (podríamos llamarle mejor ruidófilo o ruidócrata, en dependencia del ejercicio o no de cierto poder), generalmente ya sordo o ensordecido, debido al habitual volumen ensordecedor con él que insiste en demostrar que en los seres humanos el sistema auditivo sobra o debería sobrar, pues con las altas vibraciones basta la piel para disfrutar de la garantizada contaminación por ruido. Esto tendrá que tomarse en cuenta algún día para planificar cuántos hospitales para sordos e hipoacústicos habrá que construir en Cuba gracias al sostenido y eficiente trabajo de los ruidólogos.

Muy cerca de la provocadora invitación para usar tampones en los oídos, se encontraba el restaurante. Allí, un conjunto de muchachas, casi todas muy pasaditas de peso, iban y venían diligentes para atendernos con esmero. Primero servían la ensalada, cuyos vegetales cultivaban allí mismo en un huerto, de manera que era imposible acceder a plantas más frescas y apetitosas que estas; luego traían el plato fuerte que varió día tras día para evitar la monotonía de lo mismo con lo mismo y al final sirvieron un postre muy conocido: buñuelos en almíbar.

Al verlos recordé todo el trabajo que se realiza para que no desaparezca la cocina tradicional cubana; cómo se salcochan los boniatos y las yucas, que pueden mezclarse con ñame, calabaza y hasta malanga. Todo eso se reduce a un buen puré, se amasa y se le agregan huevos ligeramente batidos, un poco de anís y harina de trigo y se mezcla hasta que la masa no se adhiera a los dedos. Luego se le da forma de número ocho o de ocho abierto en uno de sus lados y se fríe en aceite o manteca bien caliente. Posteriormente se sirven ya fríos en almíbar no muy dulce.

Los dos buñuelos que me sirvieron estaban ligeramente untados con algo brilloso parecido al almíbar, traté de cortar uno de ellos con la cucharilla y crujió como si fuera chicharrón de cerdo, se dejó partir con cierta fragmentación en sus bordes, me lo llevé a la boca y de pronto la inevitable sorpresa: no era un buñuelo, era un travesti comestible, se trataba de una croqueta larga y torcida hecha solo de harina que había sido disfrazada del tradicional postre.

En la segunda ocasión me dirigí, como ciudadano de a pie, a la parada de ómnibus para tomar el nuevo articulado P-2, desde donde vivo hasta el lugar donde debía impartir una clase de antropología. Primero pasó un P-16 que llega hasta Santiago de las Vegas y en sus costados se le un mensaje supuestamente identificador aunque vacío de identidad: METROBUS... por una ciudad mejor; semejante a otros que dicen Ómnibus urbanos y Ómnibus metropolitanos. Esos mensajes podrían valer lo mismo para Cuba que para cualquier otro país de habla hispana en el mundo y así saber que es un vehiculo de la ciudad y no del campo. Quizá algún día se reivindique, como ya hace años lo hicieron en Islas Canarias, la designación popular de guagua y en un acto de dignidad cultural le denominen: Guaguas habaneras, para distinguirlas de las de otros sitios.

Luego de esperar poco tiempo, llegó el P-2, todo de rojo, y entré junto al resto del grupo que esperaba con la habitual ansiedad generada por la experiencia no muy agradable del mal funcionamiento del transporte público en la ciudad. Cuando logré alcanzar el medio del pasillo y casi al final de la guagua, vibraban las bocinas con la música de la década prodigiosa. Para muchos que ya habíamos nacido en la década del sesenta del siglo pasado y que también habíamos sufrido la prohibición no anunciada de oír a los Beatles como algo peligroso, la música de la década prodigiosa era un bálsamo inocuo que transmitían por la radio en el programa Nocturno. En la guagua unos tarareaban, otros cantaban o simplemente, como yo, repetía con la boca cerrada toda la letra de Ahora se que te quiero, Dos caminos, Eva María y otras canciones de adolescencia, para confirmar que aun sabía fielmente la melodía y el texto al pie de la letra y que me devolvía tres décadas atrás.

Como era temprano en la mañana no había luces de colores que se encendían y apagaban al ritmo de la música, aunque el ruidócrata del timón también trataba de competir en volumen con el otro ruidófilo de Cienfuegos sin que posiblemente se conocieran, pero compartían las mismas intenciones. No había jóvenes en el pasillo de la guagua que patearan el piso fuertemente, ni se movieran robóticamente al ritmo de otra música que tampoco requiere conocimiento alguno para ser "disfrutada" o padecida, pues con una neurona que funcione en el organismo, más o menos, basta. Solo se necesita alguna que otra "gata salvaje", alguien a quien le gusten los "yumas", un poco de "gasolina" o una "mami" que quiera hacer de "pitcher". Tampoco era un repertorio con el masoquista de la salsa pidiendo que lo devoren otra vez, al contrario, era algo conocido para muchos pero con un nivel de decibelios por encima de la audibilidad humana.

De pronto, casi al bajarme de la supuesta guagua me percaté que estaba en presencia de otro travesti, pues en realidad no era un articulado nuevo con el nombre de P-2. Yo estaba equivocado, había tomado una ruta incorrecta y ya casi iba perdiendo la conciencia de mí. Me encontraba sencillamente en una discoteca con ruedas pintada de rojo y disfrazada con el rótulo de METROBUS, aunque todavía no decía: por una ciudad de sordos.


    La Habana, abril de 2008





Página enviada por Jesús Guanche
(5 de abril de 2008)


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