Cuando Roberto le pidió a Magalis un pan con mayonesa y un vaso de refresco de cola, esta le lanzó por la cabeza un par de mocasines viejos que había sacado para mandarlos a arreglar. No hubo petición de disculpas ni cariñitos para enmendar la falta porque todo había sido adrede. Comenzaba otra de las históricas peleas diarias, y para completar en ese momento, como siempre, la abuela se paró en la entrada de la cocina indagando en mala forma, por qué hablaban tan alto en “su casa“. La anciana obtuvo por respuesta un Cállese atronador a dúo, que la envolvió en la vorágine discordante de todos los días.
Magalita seguía en su lugar esperando a que le endulzaran su café con leche, mientras sus padres y la abuela se despachaban de lo lindo insultos y ofensas. Hubiese preferido que el dulzor cayera en los corazones y las mentes de los belicosos. ¡Vaya! Por fin el desayuno le fue endulzado a la neutral y la pelea acabó pero dejando un sabor muy diferente al del azúcar.
Ese día la niña marchó a la escuela con la alegría de siempre y a la hora del receso jugó al topao y participó en clases y de regreso hizo sus maldades y corrió por los pasillos de la escuela como si tuviese alitas en los pies. Sin embargo, sentía que la tristeza le estaba ganando la carrera, pero como los sueños engendran magia y la magia de la vida no dista mucho de la fantasía infantil, en vez de coger el camino que la llevaba de regreso a casa tomó la guagua en la primera parada que se encontró. El lado de la ventanilla siempre había sido su favorito y pudo ver cuando de las gomas del vehiculo salieron unas alas grandotas que ni con las palomas ni las cigüeñas tenían que ver. Sólo eran un par de alas que la ayudarían a volar.
— Esta es la última parada pequeña. Debajo de su asiento hay un tabloncillo con diferentes opciones.
El chofer de la guagua esperaba por la respuesta de la niña, al tiempo que levantaba repetidamente las cejas.
Era un pedazo de madera rústico grabado con el croquis de los diversos lugares donde haría escala el ómnibus: Salta Conejo, Pelota al sol, Suelta el Tira piedra…
Ciertamente que aquellos territorios eran muy armoniosos, pero también muy aburridos. En Salta Conejo no se hacía más que saltar y reír. Los niños saltaban y las madres reían a más no poder. En Pelota al sol por el mismo estilo. Las pelotas nublaban el cielo y los niños y sus familiares embobecidos las contemplaban. De Suelta el Tira Piedra ni hablar, allì no había ni un si, ni un no. Si por ejemplo alguien preguntaba: ¿Quieres un helado de chocolate? El interlocutor respondía: Quiero un helado de chocolate. Pero, si por casualidad, surgía la pregunta: ¿Quieres que te de un pisotón en el dedo gordo del pie? Irremediablemente se escuchaba: Quiero un pisotón en el dedo gordo del pie.
— ¡Qué aburrimiento! — Fue lo primero que exclamó ella.
El chofer volvió a mover con malicia sus espesas cejas y apretó el acelerador.
— ¡Ya se lo que necesitas! ¡Corojito Mío! Disculpa no me había dado cuenta. — Dijo el chofer comenzando a sentir ya la dulzona influencia de Armonilandia.
En menos de un kikiri la guagua entro en los terrenos de Armonilandia. ¡Qué frescor y que dulzura el del paisaje. Con solo pasar la lengua por los labios Magalita sintió el dulzor del ambiente. Las ramas de los árboles se apartaban para que la guagua pasara, las piedras pedían perdón por estar en el camino, se oían carcajadas por doquier y todas las cosas estaban pintadas con sonrisas.
— Hemos llegado a Armonilandia. — Anunció el chofer e inmediatamente se volvió una alfombra para que la niña se bajara del ómnibus.
— ¡Eh! ¿Y por qué todos parecen muñecones de carnaval? ¿Acaso están bailando? — Dijo la pequeña con la boca abierta observando la ciudad.
— Aquí nadie está bailando, chica. Es que todos son muy corteses, armoniosos y educados. Las personas se saludan, se despiden y se desean cosas buenas cada vez que se miran.
Ya estaba pensando en decirle al chofer que la sacara de allí, cuando divisó a sus padres y abuela en el portal de una casa que si no era la misma donde vivían se parecía bastante. Sus familiares la saludaban con una sonrisa de oreja a oreja, y se miraban y luego se saludaban y volvían a saludarla.
Los días que transcurrieron ya se lo pueden imaginar. No se necesitaba que el café con leche fuera endulzado porque el vendaval de sonrisas se encargaba de ello. En cuanto al padre y la abuela estaban que empalagaban de tanto cariño que se suministraban mutuamente. Hasta la misma Magalita no necesitaba comer caramelos, con chuparse los dedos ya era suficiente.
Un día estalló como una granada madura:
— ¡Estoy harta! No quiero más sonrisas dulces ni cariños empalagosos. — Gritó en medio de la sala haciendo que sus padres y abuela convirtieran sus sonrisas en muecas de un sabor desconocido.
Sin esperar más salió disparada de la casa. En la calle se encontró al chofer de la guagua con una borrachera de cortesía y educación formal que daba pena.
— Adiós, adiós, buenos días, buenas tardes, con permiso, Graci... Hip, Gracias...
Dando buen signo de valentía y decisión, se montó en la guagua y arrancó. A una velocidad prodigiosa salió de Armonilandia y pasó por Suelta el Tira Piedra, Pelota al Sol y Salta Conejo dejando una estela de muecas y sonrisas entrecortadas.
En la casa los padres se encontraban con los pelos de punta de tanto halárselos, y en cuanto vieron llegar sana y salva al fruto de su amor, fue como si la niña les colocara en las manos un pedacito, sólo un pedacito de Armonilandia que perduró para toda la vida.
Página enviada por Eliécer Fernández Diéguez
(26 de marzo de 2008)