María Santucho y Víctor Casaus han sido dos de los regalos que me ha aportado esta vida de periodista. A los dos los conocía ya desde mis tiempos estudiantiles: a María, aunque no amiga entonces, la veía del brazo de Víctor, que la visitaba frecuentemente en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Víctor, del que conocía parte de su obra literaria y cinematográfica, a cada rato andaba por los pasillos de la escuela de Zapata y G, con su amigo El Rojo, Luis Rogelio Nogueras. Imposible no reparar en ellos, sobre todo cuando aspiramos a que algún día otros estudiantes nos miren de la misma manera.
Pasaron los años y nos encontramos en Holguín, en esa gran fiesta de la cultura — también de la locura — y la amistad que es la Romería de Mayo. Sí, porque entre las tantas buenas cosas que regala el evento, está esa franca y espontánea relación que se logra establecer entre artistas, escritores, bailarines, músicos… de los más disímiles puntos de la geografía nacional.
Fue una de las primeras ediciones, la de 1995. Entonces Alexis Triana, su principal promotor, todavía no se ponía ronco de tanto gritar y dar instrucciones para que todo saliera bien, para satisfacer las más variadas exigencias de los visitantes, del público y del gobierno en la provincia, sorprendido con aquella semana variopinta que convertía a la ciudad en la capital del arte joven en Cuba.
Con María y Víctor entré en sintonía desde los primeros días en Holguín. Trabajamos, conocimos y nos divertimos de lo lindo. Por ahí andan las fotos. Todavía nos recuerdo arrollando por las calles de la Ciudad de los Parques. Se creó una gran afinidad. Llegamos al punto de contarnos proyectos familiares, de trabajo. Ya entonces andaban cocinando lo que sería el Centro Pablo Cultural de la Torriente Brau. Me contaban con entusiasmo, era apenas un proyecto.
Yo les hablaba de Daniela, que sólo tenía unos meses, de mis aspiraciones periodísticas, de los fantasmas que entonces poblaban mi mente...
Fueron largas y serias, y también divertidas conversaciones en las que compartimos preocupaciones y consejos. Increíble lo fácil que fue el empaste, pensé entonces. Con los años, por la cantidad de amigos que los rodean, por los numerosos jóvenes que los buscan y requieren, por todo lo que ha logrado el Centro Pablo en esta década, me he dado cuenta que esa facilidad para querer, para hacerte sentir amigo, necesario y bienvenido es una de las grandes fortalezas de la pareja. O del trío, porque ese es también uno de los baluartes del Centro, y del equipo radicado en los altos de Muralla 63, en ese callejón casi siempre polvoriento de tantas construcciones.
Hablo de María y Víctor a la vez, porque ya no los concibo de otra manera. Como el Ying y el Yang, imposible pensar en uno sin el otro. Se complementan. Y detrás de cada proyecto hay un trabajo en equipo. Por eso me alegró tanto que el Ministerio de Cultura haya reconocido con la medalla Alejo Carpentier, al Centro, y con la Distinción Por la Cultura Nacional, a María, esa argentina que desde hace más de 20 años anda regalando sencillez, sabiduría, amor y haciendo tanto por la cubanía.
Creo que las buenas nuevas no sorprendieron a nadie. Sin lugar a dudas, desde hace varios años esa pequeña tropa se ha venido convirtiendo en una de las instituciones culturales más reconocidas del país, por la seriedad, constancia en el trabajo y por la calidad de las propuestas artísticas que defiende.
De ahí que tantos amigos de valía se reunieran en la sede del Centro el pasado 2 de noviembre para felicitarlos. Yo me uní al homenaje. Mientras escuchaba los aplausos y las salutaciones, pensé en lo rápido que se han ido estos diez años — sólo nuestros hijos, más creciditos, nos recuerdan que ha pasado el tiempo. Y miré a María y a Víctor abrazarse.
Contentos. Cómplices de siempre. Imagino que después de esto anden inventando nuevos proyectos, igual de apasionados que cuando soñaron cómo sería el Centro Pablo.
Pagina enviada por Víctor Casaus
(12 de noviembre de 2006)