Muchos aseguran que los Haradas son los más famosos. Sobre la familia — y sobre Mosaku San, el tronco del árbol — se ha escrito en casi todo los géneros periodísticos y se han realizado documentales para la televisión y el cine.
Llegaron a Cuba y se asentaron en la Isla de la Juventud — entonces llamada Isla de Pinos — y allí fundaron una suerte de clan laborioso y tenaz, como son los japoneses por naturaleza.
Pero no fueron los únicos. Entre 1898 y 1936 llegaron varias familias que al igual que Mosaku Harada hicieron de esta ínsula antillana una prolongación de la ínsula del sol naciente y no un mero "jardín para pasear": Kenji Takeuchi, Saburo Ohye, Hideji Kato y Goro Naito.
La mayoría era "dekasegui", que en español significa — más o menos — emigrantes fundamentalmente de tipo económico. En su viaje desde Nippon hasta el Caribe transitaron por Hawai, Canadá, EE.UU. y México. En el fin del periplo por Cuba, que pudo culminar en la capital, en la ciudad de Santa Clara o la isla sureña.
En 1927 se fundó La Sociedad Japonesa de Cuba, y su principal gestor fue Hideji Kato. En 1933 se creó la Cooperativa Agrícola de la Isla de Pinos, a insistencia de Masashi Yoshizawa. Con el tiempo otras asociaciones aparecieron para reunir a la comunidad nipona en Cuba, entre ellas la Tomehachi Kobayashi y la famosa Ohija, que durante muchos años estuvo radicada en la habanera calle O´Reilly.
Varios años después había japoneses en 46 lugares de la geografía cubana.
Las estadísticas afirman que la cifra de "dekasegui" que llegaron a nuestro país se elevó a 1170 japoneses originarios. No ha sido la emigración más grande, pero ha dejado una huella perfectamente reconocible.
En el Museo de Artes Decorativas fue muy visitada una muestra de armaduras ceremoniales y de combate, atuendos tradicionales y objetos de tocador en madera preciosa, trabajados en el inconfundible laqueado del arte japonés.
La Casa de Asia, en la Habana Vieja, posee una expo permanente en la que sobresale un hermoso Uchikake, nombre que recibe el kimono reservado para el día de bodas. Igualmente destacada resulta la katana, una pavorosa espada de acero con montadura de marfil, de la segunda mitad del siglo XVI y que es un hermoso ejemplar de arma individual, propia de las artes marciales.
Otra de las grandes expresiones de la impronta de aquel archipiélago del Pacífico en nuestro paisaje urbano lo es sin dudas el conjunto escultórico dedicado al primer visitante — que se supiera — que llegara del país asiático, y que se encuentra a un costado del Anfiteatro de la Avenida del Puerto.
El pequeño parque muestra la estatua del samurai peregrino Hasekura Rokuemon Tsunenaga, quien llegara a La Habana, en la madrugada de julio de 1614 en misión diplomática, procedente del Shogún de Sendai y enviado por el daimyo o señor feudal Dade Masamune.
Pero quizás la huella más importante de la presencia japonesa en Cuba lo sea el jardín japonés enclavado en el Jardín Botánico Nacional.
Dominado por un pequeño promontorio, un lago y una cascada, el sitio, nombrado como Kaiyu-Shiki-Teien, posee el encanto de una cultura sustentada en la paz interior y el equilibrio de las fuerzas.
En el centro se sitúa una edificación de madera, llamada Ukimi-dou — Pabellón sobre las aguas — sustentado por pilotes y con traza hexagonal.
Sin embargo, la huella viva es sin dudas los apellidos japoneses que aún pueden encontrarse entre nosotros y que se agregan a los de aquellos otros iniciales: Miyasaka, Fujishiro, kozy, Hauchi...
Hoy no creo que alguien pudiera sorprenderse si en el pase de asistencia a clases en alguna escuela cubana pudiera escucharse a un niño negro responder presente, sonriendo desde sus ojos rasgados al mencionarse, por ejemplo, un ritmático "Takeshi", seguido de un castizo "Pérez", y finalmente acompañado del no menos sonoro "Durrutí".
Fuente: http://www.lajiribilla.cu/2004/n150_03/memoria.html
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