Cuenta un patakí, que existía un obbá llamado Okuboro y su mujer, Añagui, tenían un hijo llamado Elegguá.
Cierto día Elegguá salió a pasear con su séquito y al llegar a un lugar donde había cuatros caminos, se detuvo junto a sus acompañantes.
Todos quedaron admirados cuando el niño fue directo al lugar dónde, según él, se veían unos ojos alumbrando el suelo, y grande fue la sorpresa al ver que sostenía en sus manos a obi.
Al llegar a su casa le contó lo ocurrido a sus padres, quienes no repararon en las palabras del pequeño hijo y el obi quedó tirado y olvidado detrás de la puerta de la casa.
Días después se hizo una fiesta en casa del obbá y todos los asistentes quedaron atemorizados cuando vieron al obi alumbrar.
Al tercer día de fiesta el niño murió y obi, el coco, alumbró el velorio y a partir de ese momento todos en el pueblo respetaron el coco.
Con el tiempo, en el pueblo se presentaron algunas situaciones muy difíciles.
Sus habitantes llegaron a pensar que era a consecuencia del abandono de obi y decidieron buscarlo.
Lo hallaron comido por los bichos y determinaron hacerlo y darle forma con algo que durara más tiempo y entonces utilizaron una otá, lavada y consagrada con omiero, a la que colocaron detrás de la puerta de la casa.
Así fue cómo nació Elegguá y por eso se dice Ikú lobi ocha (el muerto parió al santo).
Fuente: "Orisha, un acercamiento al Panteón Yoruba"