Ni una sola señal, ni siquiera un leve indicio, hizo suponer a los espectadores que abarrotaron la última semana de julio el Palau de la Música de Barcelona que estaban despidiéndose de Ibrahim Ferrer.
Allí, en la inauguración del Festival Más i Más, cantó lo que siempre quiso cantar: boleros. Llevaba algo más de un mes por varios países de Europa occidental — en el circuito de los festivales de jazz de la temporada estival, cada vez más abiertos a las llamadas músicas del mundo — en campaña de promoción de lo que sería su próximo disco, Mi sueño, a bolero songbook, que en buen español no es más que repasar un cancionero, de esos que se pasan de mano en mano, con los temas preferidos de los autores del corazón.
El sueño quedó trunco. Al regresar el miércoles pasado a La Habana, Ibrahim ya no era aquel recio roble, de mediana estatura y sonrisa irreductible, que se elevó desde la modestia hasta el cielo. Una severa disfunción digestiva alteró de manera irreversible su organismo y le causó la muerte. Una muerte súbita, realmente inesperada.
"Espero que el disco salga, pues en lo fundamental ya estaba hecho" — comentó ayer a Granma, Daniel Floristano, un brasileño que desde hace nueve años se desempeñaba como director de gira (road manager) de Ferrer —. "Estaba muy ilusionado. Por primera vez cantaba lo que verdaderamente le venía en ganas, las canciones que se sabía de memoria desde los tiempos remotos. Porque para él había llegado el momento de romper lanzas por el bolero, como género, con todas sus propiedades, en territorios ajenos a la región iberoamericana".
Semanas antes de emprender su última gira, este redactor cruzó impresiones con el cantor sobre el trabajo que estaba llevando adelante.
"Chico, los boleros son para la eternidad", dijo sin la sombra de una duda.
Y por si acaso, añadió:
"No niego que en el son y la guaracha me mueva como pez en el agua, pero cuando tú le cantas un bolero a la gente, un bolerazo, se estremece. Una cosa es la canción romántica, porque habla del amor, y otra cosa es el bolero, con su fuerza y su ternura. ¿Las baladas? Las oigo, sí, pero nada más. Ah, un bolero, de esos buenos de verdad, no tiene comparación".
Me adelantó su gusto especial por "Quiéreme mucho", de Gonzalo Roig ("algún día tendrás que escribir por qué es la canción que identifica a los que ahogan sus penas en rones"), "Perfidia", de Alberto Domínguez; "Perfume de gardenia" ("¿por qué será que esos boleros de Rafael Hernández son tan cubanos como nuestras palmas?") y "Naufragio", de Agustín Lara.
En plena gira, el maestro dijo que seguiría cantando mientras alentara la vida, aunque tuviera que apoyarse en un bastón, tanto era su compromiso con el arte.
Pero aún más lo era con su condición de cubano universal. En silencio, sin alardes publicitarios, entregó fondos a las instituciones culturales de la Isla para el sistema de enseñanza artística.
Creía y sentía por los suyos. Por su esposa Caridad, por los nueve hijos que vio crecer, por sus compañeros de oficio — en más de una ocasión le oí decir que Pacho Alonso y Enriquito Bonne merecían un libro para que saliera a flote la nueva rama santiaguera de los sones del siglo XX — y por la Patria.
Un cartel en las afueras de La Habana recuerda su respuesta tranquila y segura a la negativa de visas del Gobierno de Estados Unidos que le impidió estar en la ceremonia de los Grammys Latinos donde se hizo sentir su disco "Buenos hermanos":
"¿Terrorista yo?" "Mírenme la cara a ver si esta tiene algo de terrorista, porque yo lo único que hago y he hecho es llevar al mundo nuestra cultura".
Por fortuna, la pérdida de Ibrahim no equivale al silencio. Con su aire de príncipe, tocado por su gorra inseparable, y su pequeña gran voz de ser humano, seguirá cantando boleros hasta el fin de los tiempos.
Fuente: Granma Internacional Digital
http://www.granma.cu/espanol/2005/Agosto/lun8/boleros.html
(La Habana, 8 de Agosto de 2005)