Para mayo de 1897, se evidenciaba que los mambises eran los dueños de buena parte del territorio cubano. De nada había valido el esfuerzo hecho al enviar, desde la Península, el enorme ejército destacado en Cuba. Según un periódico de Madrid, el general Valeriano Weyler y Nicolau disponía en marzo de aquel año de 183 571 soldados[1], a los que debían añadirse las fuerzas paramilitares que operaban en la Isla.
Mas, la enorme cantidad de tropas acumuladas en la Gran Antilla, una parte del total dislocada en el departamento militar oriental (Este de la trocha de Júcaro a Morón), se hallaba allí cada vez más insegura no ya en el campo sino en las poblaciones, porque el General Calixto García, jefe del departamento, se había apoderado en octubre del año anterior de Guáimaro; en febrero del 97 de Cauto el Paso y, en marzo, de Yara, y lo habría hecho de Jiguaní si hubiese dispuesto de suficiente munición de cañón y de cartuchos en las manos de sus soldados. Según confiaría el General holguinero, a veces copaba por completo una columna, pero esta podía salvarse por la carencia de municiones de sus tropas. Para continuar la burla de una trocha, en cuyas obras de mejoramiento España se estaba gastando una fortuna, Quintín Bandera, en marzo, al frente de 100 hombres, la había cruzado sin disparar un tiro. El prestigio del general Weyler, al volver a quebrarse tan formidable valladar, sufrió una nueva mengua.Por entonces varias expediciones vinieron a abastecer las escuálidas cartucheras de los mambises de Oriente, La Habana, Matanzas y Camagüey. La más valiosa, la del General Carlos Roloff, entró por Banes y entregó a los soldados de la manigua 900 000 cartuchos y alrededor de 1 000 fusiles. Las otras sumaron cifras similares.
En mayo, Calixto García le escribía a Gonzalo de Quesada:
"Nosotros ocupamos tres cuartas partes de la Isla y dominamos y tenemos casi toda sino toda la población cubana; tenemos recursos de guerra y de boca, talleres de armería, zapatería, etc., salinas y todo lo necesario para vivir indefinidamente; ellos ocupan el casco de las poblaciones, de las poblaciones que les quedan porque muchas han desaparecido y no se aventuran a media legua de ellas si no es en grandes columnas para transportar provisiones de una a otra fortaleza, de un pueblo a otro cercano, siempre, constantemente hostilizados por nuestras fuerzas, sin que hagan una operación ni permanezcan fuera más que el tiempo rigurosamente necesario para volver a encerrarse en sus muros"[2].
Y, más adelante, añadía escandalizado que el general Weyler, a pesar de que a las puertas mismas de la ciudad de La Habana el coronel Néstor Aranguren acababa de asestarle un golpe a las fuerzas españolas, se atrevía "a declarar no ya casi pacificadas sino pacificadas Pinar del Río, Habana, Matanzas y las Villas", y probablemente en breve haría igual declaración sobre Camagüey y Oriente. También el general Alejandro Rodríguez, al frente de las fuerzas de La Habana, precisaba prácticamente lo mismo:
"El desaliento en España es grande, ven que la pretendida casi pacificación de estas provincias es una farsa, que concluido el dinero del empréstito, se hacen necesarios mayores sacrificios para conseguir recursos, que no saben cómo ni de dónde sacarlos..."[3].
Para más, el General José María Rodríguez, Mayía, después de meses de batallar en Las Villas penetraría a poco con sus fuerzas en la destrozada Matanzas, para hacerse cargo del departamento de Occidente (Oeste de la trocha). En aquella provincia, donde el capitán general de la Isla y general en jefe español había jurado que los mambises no se levantarían más, iba a resurgir la lucha.
Lo mejor de todo resulta que la verdadera situación de la contienda cubana no la reflejaban en sus juicios únicamente los generales mambises o los agentes cubanos sino prominentes figuras españolas, porque, en ese mismo mes, Práxedes Mateo Sagasta, jefe del Partido Liberal Fusionista, en un discurso ante los congresistas de su partido, censuraba al gobierno por mentir en relación con la pacificación de las provincias occidentales de Cuba y afirmaba que, en la mitad de la Isla, las tropas peninsulares solo eran dueñas del terreno que pisaban[4].
En realidad, la táctica que el general Weyler llevaba a cabo en el Occidente consistía en dispersar las fuerzas insurrectas, y que en todo caso se corrieran a otra zona, y así rendir partes falaces en los cuales declaraba pacificado el territorio en cuestión. Pero los mambises no le seguían el juego, y le disputaban tercamente cada zona para demostrar lo contrario.
De aquellas campañas desarrolladas para tratar de desalojar a los mambises de un territorio, el caso más inaudito, pavoroso e imperecedero, resultaría la del potrero La Reforma y zonas colindantes. Esta campaña, que Máximo Gómez le obligó a hacer al mando español, se empezó a desarrollar en los días finales de 1896 en un polígono que de Norte a Sur medía 8 leguas y 5 de Este a Oeste, duraría de hecho unos 14 meses, y del tiempo total 10 corresponderían al mando de Weyler.
Al situarse en el Suroeste de la provincia de Camagüey, Gómez convirtió forzosamente este escenario en uno de los principales de la contienda. El General en Jefe mambí se dispuso entonces a librar en aquellos parajes una de las campañas más duras de su historia. Su propósito esencial se dirigía a desgastar al ejército adversario y para esto puso de su lado más que a las fuerzas militares, a la naturaleza. Con el fin de atraer al enemigo empleó el ardid de anunciar que comenzaría una nueva campaña invasora a Occidente.
El Generalísimo estaba obligado a tal diseño de la lucha, en la cual debía vencer sin combatir, a pesar de que desde el lugar no podría dirigir el conjunto de la contienda por falta de comunicaciones eficientes, a causa de la carencia de armamento y municiones y no disponer de alimentos para grandes concentraciones de hombres.
El general mallorquín se dirigió a Las Villas, según anunció, para dirigir en persona las operaciones e impedir que Gómez acometiera de nuevo la invasión. La prueba de que se tragó por completo el anzuelo, la manifestó en un informe al ministro de Guerra, en el cual anunciaba que había sorprendido una carta del caudillo cubano con el plan invasor y, por eso, había marchado al centro con todas las fuerzas disponibles para oponerse al intento.
A propósito, debe anotarse que en aquella provincia no demoraría mucho tiempo y a su regreso diría que no había podido dar con el guerrillero cubano.
En La Reforma, acompañado de solo 3 000 ó 4 000 combatientes, Gómez derrotaría los esfuerzos de 40 000 soldados y más de una treintena de generales y coroneles españoles y miles de otros oficiales, suboficiales y sargentos, de una de las tropas más reputadamente bravas del mundo. De manera simultánea, obligaría a extraer decenas de batallones de las provincias occidentales y fijar en Las Villas 10 000 hombres más, y en la trocha de Júcaro a Morón, la cual formaría el límite oriental de su teatro de operaciones, mantendría prisioneros otros 10 000, como jocosamente afirmaría. En favor de sus planes, como recursos de combate casi únicos, sólo podría contar con su genio militar y conocimiento del enemigo — que a veces pareciera fuese él quien le trazara los planes —, con cada fibra de los músculos y los nervios de sus hombres, con una formidable exploración, con un eficaz servicio de seguridad que impedía las sorpresas, con cada fenómeno de la naturaleza, con los tres grandes generales que decía tener de su lado: junio, julio y agosto; y sus calores, lluvias interminables y fangales, con su pobreza de armamento, con su paupérrima disponibilidad de municiones y, sin saberlo, con un espléndido soldado clandestino mambí: el mosquito.
No le faltaba razón a Gómez al expresar que el general Weyler se había convertido en su mejor subordinado, como llegó a afirmar, porque cumplía mejor que nadie sus propósitos. También pudo haber añadido que el General en Jefe español devino, a la vez, el mayor destructor de sus propias tropas. Con la radicación en aquel territorio y la terquedad de mantenerse allí, el dominicano había buscado, precisamente, lo que el marqués no debió haber hecho nunca: concentrar las tropas en una pequeña región y cuya franja Sur era pantanosa y de agua salobre o contaminada. De día, extenuaba a los pobres soldados españoles con marchas diarias en su persecución, durante las cuales los mambises apenas presentaban combate, mientras los hombres de sus guerrillas apostados detrás de cada piedra, ocultas en cada oquedad, emergidos casi de la misma tierra, hacían insoportable y mortal las horas. De noche, para continuar la labor de agotamiento, los disparos aislados de los francotiradores se encargaban de impedir que los vivaques durmieran. No sabían que, a la vez, de esa forma, les daban el turno a los mosquitos, porque, al impedir que se encendieran hogueras, el firme y diminuto soldado mambí se encargaba con su aguijón envenenado de destruir compañías enteras de los mejores batallones españoles. Si bien el Generalísimo no podía sospechar del mosquito como transmisor de enfermedades, era de conocimiento ancestral que en las zonas cenagosas prosperaban la malaria y la fiebre amarilla y a ellas y la disentería los encomendaba Gómez. Dos cuartetas mambisas dirigidas al ejército español, ilustran a las claras la comprensión del factor ambiental y las enfermedades en la lucha:
El calor para nosotros
es una cosa sencilla;
I si lo sufris vosotros
os da la fiebre amarilla (...)
Tambien tenemos el clima
Que es nuestro aliado mejor
el os mata y desanima
Y os llena de hondo pavor[5].
Esta infeliz campaña les costaría a las fuerzas españolas, durante los mandos de Weyler y su sucesor el general Ramón Blanco, desde enero de 1897 hasta su final, una cifra espantosa de bajas, entre muertos e inutilizados para el servicio. Unos pocos morirían de bala — no podía ser de otra forma, a causa de la escasez de cartuchos en las filas insurrectas —; los más sucumbirían o marcharían a los hospitales. Además, también la tuberculosis haría grandes estragos. Las tropas del ejército cubano sufrirían, 28 muertos y 80 heridos[6]. Ese fue el resultado del talento militar de Máximo Gómez y la perplejidad del general Weyler y los jefes bajo su mando, quienes parece nunca llegaron a entender la guerra que les hacían.
Parte I — Parte II
Notas
[1] Bernabé Boza: Mi diario de la guerra, Editorial de Ciencias Sociales La Habana, 1974, T. II, P. 57.
[2] "De Calixto García a Gonzalo de Quesada", 29 de mayo de 1897, en Archivo de Gonzalo de Quesada. Epistolario, Imprenta el Siglo XX, La Habana, 1948, T. I, pp. 172 ss.
[3] Archivo General Militar de Madrid (en lo adelante AGMM), Fondo Capitanía General de Cuba. "Del doctor Diego González (Perfecto Lacoste) a Alejandro Rodriguez", 12 de marzo de 1897.
[4] Duque de Tetuán: Apuntes del ex ministro duque de Tetuán para la defensa de la política internacional del gobierno liberal conservador, desde el 28 de marzo de 1895 a septiembre de 1897, Madrid, 1902, Tip. Lit. de Raoul Péant, T. II, pp.31 y 32.
[5] Universidad Central de Las Villas/ Biblioteca, fondo coronado, T. XIX.
[6] Benigno Souza: Máximo Gómez, el generalísimo, Editorial de Ciencias Sociales La Habana, 1986, P.214; Lorenzo Despradel, apéndice del libro de Orestes Ferrara Mis relaciones con Máximo Gómez, Imprenta de Molina y Cía., La Habana 1942, pp. 291 y 292.
Fuente: Granma Diario
http://www.granma.cubaweb.cu/secciones/comentarios/coment511.htm