Cuba

Una identità in movimento


El Cristo de La Habana

Zenia Regalado


Desafiando el tiempo, allí en la bahía de La Habana, en la cima de la Loma de La Cabaña y a 50 metros sobre el nivel del mar, se encuentra la mayor escultura del mundo en mármol blanco de Carrara realizada por una mujer.

Quiso el azar que esta imponente figura de Cristo, de 20 metros de altura, se inaugurara a pocos días del primero de enero de 1959. El sello personal de su autora, la pinareña Jilma Madera, rompió con muchos cánones establecidos.

Esa originalidad tuvo mucho que ver para que ella ganara el concurso convocado a tales fines. Su Cristo no está con los brazos abiertos como los de la montaña de Corcovado, en Río de Janeiro; el de Lubango, en Angola; o el de Lisboa, Portugal.

Su apoderado cultural, como ella nombró a Jorge del Valle González, investigador de la Unión de Historiadores, la define como una mujer enamorada de la vida, quien el día de la inauguración dijo:

Nuestro entrevistado afirma que si bien era anticlerical y atea, simpatizaba con aquel defensor de los pobres.

Para esculpirlo no empleó ningún modelo, sino que se inspiró en su ideal de belleza masculina: ojos oblicuos, labios pulpusos, en sintonía con el mestizaje racial en este pedazo del mundo.


A Carrara se fue

En la escultura de 320 toneladas de peso, se emplearon 600 de mármol blanco de Carrara y la conformaron 67 piezas hechas en las canteras de esa localidad italiana.

Pasó dos años en su encomienda en aquella famosa tierra, desde cuyas cercanías salió material para las construcciones del imperio romano en época de Julio César.

Los 200 000 pesos que ganó en el concurso los empleó para comprar el mármol. Llevó con ella el boceto triunfador: una figura de tres metros hecha con una amalgama de yeso.

Estando en aquella nación se dolió de la "desaparición física" de Fidel difundida por los medios batistianos.

El líder del Moncada la había impresionado desde que ella leyó en México su alegato La Historia me absolverá, que una de sus amistades le entregó en hojas mimeografiadas. Varias veces conversó con él después del triunfo de enero.

Era martiana de raíz, por ello consideró el Martí del Turquino — ideado por las hermanas Segredo, también pinareñas — como su obra cumbre.

Muy responsable con su trabajo, envió a Cuba las 67 piezas perfectamente protegidas. Pagó un seguro por cada una de ellas, y trajo, además, un bloque de mármol previendo algún accidente.

Años después tuvo que utilizarlo para corregir el daño hecho por un rayo a la cabeza de la escultura.

Dirigió al grupo de hombres que auxiliados por una grúa colocó cada pieza en su lugar.


Más terrenal

A la majestuosa obra le dejó los ojos vacíos, para que diera la impresión de mirar a todos desde cualquier lugar donde se colocara una persona a observarle.

Los tan llevados y traídos pies de la figura monumental son los de la propia Jilma — afirma del Valle — por eso calzan unas sandalias de meter el dedo a la usanza de la época, en lugar del calzado de la antigüedad.

Quién sabe si ella lo ideó así para hacerlo aún más terrenal y cercano a quienes llegan al hermoso mirador para deleitarse con obra tan imponente y observar inigualables vistas de la ciudad, sobre todo de noche, cuando parece que todas las estrellas han viajado a la tierra.

La primera vez que un rayo se impactó contra la escultura, Jilma, atareada en la restauración, divisó desde lo alto a un grupo de militares que se acercaba, y entre ellos distinguió al Che.

Descendió y estuvo conversando con el Guerrillero Heroico más de una hora, explicándole los detalles de su Cristo.

En su casa de Lawton — donde vivió desde la década del 40 — había detalles que llamaban la atención: su siempre oloroso jardín lleno de rosas y orquídeas, su mata de güira, un fragmento del bloque que trajo de Italia, y en el interior de la vivienda, una foto del Che.

Fue una mujer dulce y sensual; pero bien plantada. Su arte la hizo muy conocida en Europa en los años 40. Viajó mucho por el mundo.

Adoraba el té de hojas de guanábana con media línea de ron, y aunque su virtuosismo le robó tiempo para tener hijos, se deleitaba escuchando el griterío de los niños en la escuela cercana.

Alfabetizó en La Palma. Había nacido en una finca de San Cristóbal y siempre — hasta su muerte el 21 de febrero de 2000 mantuvo su cercanía con la patria chica que le vio nacer: Pinar del Río.


Fuente: www.jrebelde.cubaweb.cu




CUBARTE
Año 3 Número 53, 31 de Diciembre del 2003

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