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Un siglo de evolución artistica
Enrique Cirules
I
No hace mucho, gracias a la gentileza de Renée-Marie Croose Parry, tuve entre mis manos un libro empastado en color marrón, escrito por su padre, el Dr. Wilhelm Hausenstein; y desde los inicios, todo resultó muy sorprendente. No podía imaginar que, con la lectura de esos textos pudiera penetrar en una deslumbrante aventura del espíritu, con un libro cuyo prólogo había sido firmado por su autor en Munich, el 27 de julio de 1914.[1]
Sin embargo, Un siglo de evolución artística, con catorce capítulos y una colección de reproducciones de cuadros famosos, no se publicaría en América hasta finales de la II Guerra Mundial.[2]
En Un siglo de evolución artística, [3] el Dr. Hausenstein nos ofrece un riguroso análisis de la evolución de la pintura: de Delacroix a Picasso. Se trata de un recorrido a través de espacios peculiares de la historia del arte, donde, con una variada riqueza de conceptos, formula un conjunto de agudas reflexiones acerca de los más relevantes creadores; sus vínculos y proyecciones artísticas, sociales, filosóficas y culturales, entre leyes y principios que rigen el arte pictórico,a través de un vasto panorama integrado por
los más ilustres genios de la época, con sus conexiones, estilos, influencias y discrepancias; pero sobre todo, con esa precisa visión de los movimientos que desembocaron en el desbordante impresionismo, en sus complejas y sutiles variantes, implícitas en la fascinante y peculiar obra de sus más significativos maestros.
Como era lógico, un libro de esa naturaleza siempre nos incita a conocer un poco más sobre su autor; y también, gracias a su hija, fue que pude acercarme a la seductora dimensión existencial del Dr. Wilhelm Hausenstein.
En realidad, no sólo me resultó sorprendente su libro; sino otros muchos aspectos de la vida y la obra de este crítico de arte alemán, cuya existencia resulta casi novelesca. Así comenzó mi interés por su formación intelectual, desde los días de su infancia, cuando perdió a su padre, con apenas ocho años de edad.
El padre se había desempeñado como funcionario del Estado, al servicio del Duque de Baden. Lo que se dice uno de esos inspectores dedicados a cobrar impuestos ducales en la provincia de Baden. Era, además, un hombre culto, muy instruido, católico, que solía organizar excursiones al campo con el ánimo de que su pequeño hijo se compenetrara con los esplendores de la naturaleza, rasgos con los que impregnó a toda la familia.
La madre de Wilhelm, Clara Baumann, era una verdadera muchacha de pueblo; hija del dueño de una hostería local, que ocupaba una mansión construida en el siglo XVI, en el centro de esa diminuta villa, muy cerca de otra antigua mansión también construida en el siglo XVI, y donde radican hasta hoy las oficinas del alcalde.
La residencia de los abuelos maternos de Wilhelm se encontraba sobre la corriente de un pequeño riacho, rico peces, en truchas; sostenida la mansión por arcos y columnas de piedras, con sembradíos de fresas en los alrededores, y una huerta, y algunos viñedos en la comarca próxima, por lo que siempre la familia solía ofrecer a la mesa un exquisito vino.
Era una familia que se preciaba en preparar excelentes comidas, la de estos descendientes de campesinos del Tirol, territorio del sur anexado por los italianos. Paraje donde se resguardaban historias y leyendas de un abuelo perseguido, y preso por ideas políticas, por sus ideas sociales. Había pertenecido a los grupos que intentaron transformar el estado de cosas en 1848. Un abuelo que incluso había sostenido estrechas relaciones con Garibaldi.
Desde muy temprano, Wilhelm tuvo una visión muy intensa de aquella época; visión muy tradicional, por cierto.
Una de las hermanas de su madre se había casado con Robert Vere Douglas Hamilton, el quinto hijo de un duque escoses. Robert era un pescador muy tozudo, con el inconveniente de que prefería pescar en las noches, a la luz de la luna, en ríos y lagos próximos a la villa; y para estos trasiegos y andares, siempre solía llevar consigo al pequeño Wilhelm.
Eran pesquerías nocturnas, tocadas por las aventuras y el encanto de lo imprevisible, a través de las cuales el pequeño Wilhelm continuó con esa costumbre de acercarse a la naturaleza, inculcada por su padre desde mucho antes.
Su niñez y adolescencia transcurrieron de una manera casi romántica, bucólica, con paseos al río, a los lagos, al campo, a los alrededores de la Selva Negra, a sitios de una gran belleza, con exquisitas comidas y bebidas, en la espléndida cocina de sus abuelos; en una hostería que se vanagloriaba de poseer una de las más refinadas mesas de la comarca; hostería que contaba también con una cuadra de magníficos caballos, por lo que no era extraño que la familia asumiera con rapidez costumbres y hábitos de la aristocracia escosesa.
Robert Vere Douglas Hamilton había estudiado ingeniería; y cuando comenzó a trabajar en la construcción del ferrocarril que debía atravesar la Selva Negra, solía recalar a menudo a la hostería de la familia Baumann. Eran los días en que Robert hacía amistad con el abuelo de Wilhelm; y tan pronto como se integró a la familia, inició una relación muy afable con el niño.
Enamorado de una de las hijas del posadero, resultaron amores muy felices, en un clima cada vez más feliz; a pesar de que nunca tuvieron hijos; algo que vino a suplir el pequeño Wilhelm. En consecuencia, los vecinos del lugar solían asegurar que la ausencia de hijos en este matrimonio de un quinto vástago de un duque escoses, era el resultado de que Robert siempre pasaba las noches fuera de la casa, en una y otra pesquería.
Se trataba de una zona de campesinos, con casas de maderas que tenían balcones y ventanales minúsculos, para no dejar pasar el frío, en una región alta, donde todas las casas poseían techos casi verticales que amenazaban con rozar la tierra. Eran gruesos techos de paja para la nieve. Toda una cultura y una tradición, para protegerse del recio frío, de las continuas nevadas, con establos resguardados para proteger a los animales de los vientos y las heladas.
Estos campesinos de la región de Baden, en la Selva Negra, conservaban una especial tradición en techos para nieve, que sobrecubrían las paredes de las viviendas; y quizás por esa misma naturaleza, se decía que los lugareños resultaban seres muy introvertidos, por vivir y crecer en casas que permanecían cerradas un parte del año, para evadir la inclemencia del tiempo, con techos de paja gruesa, y breves y minúsculas ventanas.
Según Renée-Marie, el hecho de que su padre hubiera nacido y se hubiera criado en una comarca como aquella, en un ambiente tan particular, influyó sobremanera en la personalidad del Dr. Hausenstein; tan reservado, como si resguardara un especial sentimiento, acrecentado por la tristeza de haber perdido a su padre a una edad tan temprana.
Con la muerte de su esposo, Clara Baumann, la madre de Wilhelm, no sólo se quedó sola; sino que se mostraba dañada en sus más preciados sentimientos. Fue algo de lo que nunca pñudo recuperarse; y nunca más volvió a contraer matrimonio, sino que se dedicó por entero a su hijo, criándolo en la más férrea disciplina, como madre y como padre.
Es por eso que en aquella comarca se les recordaba como seres que iban todas las tardes al cementerio. El pequeño Wilhelm tenía que acompañar a su madre; y allí, hijo y madre, de rodillas, frente a la tumba del padre, se ponían a rezar.
Sin embargo, como hijo único, Wilhelm recibió una educación esmerada, a la altura de la tradición familiar. Estudió de manera brillante en el gimnasio de la capital de Baden; y resultó un alumno muy destacado en el dominio de las lenguas antiguas, sobre todo del griego y el latín.
Un día a la semana su profesor convocaba a los mejores alumnos a su casa, y con un vaso de vino se pasaban toda la tarde hablando en griego antiguo.
La formación del joven Wilhelm — y en general el resto de su vida —, resultó siempre muy ardua; y no podía ser de otra manera, a causa de la escasa pensión de la que disponía su madre, y que debía alcanzar — y alcanzó — hasta para realizar estudios en las universidades de Heidelberg y Tûbingen.
En 1903 Wilhelm se trasladó a la Universidad de Munich, y permaneció allí hasta 1907, cursando la carrera de Economía Nacional de Alemania; pero por entonces Wilhelm lo que más deseaba era convertirse en pastor de la iglesia protestante. Era un anhelo al que se inclinaba, a causa de la fuerte pasión que sentía por el estudio de la teología.
Pero no fue eso lo que ocurrió; sino que, influido por sus profesores, alcanzó un Doctorado en Filología; y continuó sus estudios de la lengua hebrea, y las antiguas lenguas alemanas, y todo lo relacionado con las raíces y la formación de la lengua alemana. Después se doctoró en Historia del Arte.
En posesión de una sólida cultura, Wilhelm estaba convencido de que su destino era convertirse en un profesor universitario, en un catedrático. Además, por esa época estaba entrando en contacto con las ideas socialistas; contaba con el apoyo de excelentes amigos, y con la protección de un magnífico tutor, por lo que su futuro intelectual se hizo cada vez más promisorio.
Su tutor era un afamado especialista de la cultura alemana, que se encontraba preparando una Enciclopedia sobre la Historia de Alemania, por lo que un día Wilhelm recibió una grata sorpresa: su profesor le ofrecía la oportunidad de escribir un largo capítulo para aquella Enciclopedia; encomienda que resultaba un preciado desafío, dado el prestigio que poseía aquel académico en toda Alemania.
Después Wilhelm comenzó a colaborar con los más importantes periódicos; inició un periodismo cultural de gran hondura, cuyos temas y rasgos eran la literatura, el teatro, y el entorno artístico y cultural de Alemania.
El primer libro que publicó el joven Hausenstein fue un estudio sobre el pintor Bruguel. Libro que comenzó a escribir en 1903; pero que no sería publicado hasta 1910.
Más tarde publicaría El desnudo en el arte de todos los tiempos y pueblos, con más de 700 imágenes. Le siguieron otros títulos, en una extensa bibliografía: El arte y la sociedad, y Del artista y su alma; y en 1914 apareció su clásico: Un siglo de evolución artística.
Pero ya Wilhelm estaba marcando por una dolencia que lo iba a aquejar el resto de su vida. Fue una enfermedad que adquirió mientras hacía su primer servicio militar en el cuerpo de caballería. Allí, en el ejército, se enfermó del corazón; algo que reforzaría aún más esa peculiar sensibilidad suya, y que lo fue convirtiendo en una especie de sismógrafo.
Esa es la razón por la cual no participó como soldado en la I Guerra Mundial; sino que es invitado a viajar a Bruselas, para organizar una revista cultural que estuviera dirigida a los oficiales alemanes.
Y estando en Bruselas, una noche, en casa de una amiga, en una de esas veladas en las que estaban presentes la música y la poesía, se encontró por primera vez con la encantadora Margot Alice Lipper.
Margot Alice también era huérfana. Nieta de un rabino muy conocido en Memel Land. Hombre ilustrado, que había escrito y publicado cinco tomos sobre la metafísica; y además se había destacado en la búsqueda de fondos destinados a proteger a los judíos perseguidos por los progroms zaristas, refugiados en Alemania.
Se encontraron, conversaron, y en una sola noche los dos jóvenes se sintieron fascinados. La muchacha había leído algunas de las crónicas culturales que Hausenstein solía publicar; y para colmo, se impresionó mucho con la conversación de aquel joven.
Aunque judía, Margot Alice no era creyente; no era lo que se dice religiosa. Hija de un ingeniero naval belga y de una madre cuya pasión era traducir a Heine; y que entre sus clásicos preferidos estaban los textos de Cervantes.
A mediados de 1917 Wilhelm Hausenstein regresa a Alemania; y meses más tarde, Margot Alice abandona su casa materna y marcha en su busca. Esta decisión fue rechazada y condenada por toda su familia, más la muchacha estaba decidida, y viajó para reunirse con Wilhelm. Luego, juntos, acabaron por instalarse en la ciudad de Munich.
Por cierto que, en Munich, Margot Alice tuvo que transitar por un doloroso proceso de adaptación, a pesar de que contar con la bondadosa amistad de Rainer María Rilke.
Por fin, el 5 de mayo de 1919, deciden casarse. Es entonces, y sólo entonces, que Wilhelm puede hacerse de un apartamento propio, y empiezan a conformar una vida independiente, sometido a un arduo trabajo, como periodista y escritor de libros cada vez más complejos, por sus relevantes reflexiones y tesis acerca de la dimensión dialéctica del arte.
En 1922 al matrimonio les nace una hija, a la que bautizan con el nombre de Renée-Marie, en homenaje a Rainer María Rilke. En Munich la vida transcurre de manera imprevisible, mientras el prestigio intelectual del Dr. Hausenstein se acrecienta. Es amigo de ilustres profesores y académicos, cuenta con magníficos tutores, se relaciona con los más significativos escritores, artistas y pintores de la época; y sostiene una edificante amistad con Paul Klee.
Es ya 1931, y en Munich era como si estuvieran asistiendo a los últimos vestigios del genio cultural alemán; porque, justo cuando el Dr. Wilhelm Hausenstein cumple los 50 años, toma conciencia de que para Alemania sobreviene el fascismo: y comienza a experimentar ese doble sentimiento de angustia, de sufrimiento, no sólo por presentir que se acerca un periodo en que la cultura alemana estaría amenazada de muerte; sino ante la incertidumbre y el temor de que su esposa judía fuera perseguida y asesinada.
Para 1932 la situación política de Alemania se enrarece con rapidez, con la presencia de Adolfo Hitler en el entorno político de Munich.
Finalizaba para Hausenstein ese período comprendido entre 1906 y 1932. Su etapa más creativa. Los años más audaces, afiebrado por una especial hipersensibilidad, y un comportamiento hiperexpansivo. Estas y otras razones determinaron que desde una época temprana las autoridades fascistas ejercieran un constante acoso sobre la actividad intelectual del Dr. Wilhelm Hausenstein.
Todo esto contrastaba con un sentimiento nuevo: era como si se estuviera despidiendo definitivamente del gran esplendor de la cultura alemana. Un adiós a todo un entorno creativo, feliz.
Es significativo que el 17 de junio de 1932, sea Thomas Mann uno de los que organice en el Hotel "Vier Jahreszeiten" (hotel de las cuatro estaciones) un gran banquete en homenaje a la actividad intelectual del Dr. Wilhelm Hausenstein; acto al que asistieron las personalidades más relevantes del mundo literario y artístico de Alemania.
Fue tan premonitoria su visión de lo que estaba por acontecer, con una esposa judía, y su pasado socialista (desde 1906 el Dr. Hausenstein era miembro del Partido Socialista y Fundador del Consejo de Educación Obrera, en el que impartía clases, además de colaborar con los proyectos culturales de Lunacharki: sus trabajos teóricos alrededor de la dialéctica del arte eran muy conocidos en la Unión Soviética, y formaban parte del entorno cultural del pensamiento marxista de la época, no sólo por sus análisis sociales vinculados a la dinámica artística; sino por su relación con la actividad creadora) que ese mismo año decide abandonar la ciudad, y deja todo ese brillante mundo cultural del cual él ya formaba parte, para refugiarse en el campo, lejos de toda actividad, temeroso él de que su familia pudiera ser encarcelada, cuando menos.
Alquiló una casa de campo en los alrededores de un lago, en la comarca de Tutzing, no lejos de los Alpes; casa de campo que pertenecía a un coronel alemán, familiar del conde von Stauffenberg, quien más tarde, en 1944, estuvo comprometido con un atentado al Führer.
Hacía Ya varios años ya, desde 1926, que el doctor Hausenstein estaba preparando su Historia del Arte; pero Goebbels, ministro de propaganda de Führer, le exigió que suprimiera toda referencia a obras de judíos, a nombres judíos que estuvieran vinculados a la actividad creadora de la época.
Hausenstein se negó, no aceptó; y en represalia, desde 1936, se le prohibió publicar, por lo que a partir de esa fecha, hasta 1943, para sobrevivir tuvo que trabajar como editor de un suplemento literario semanal que auspiciaba el periódico Frankfurter Zeitung. Además de que sus afamados libros fueron retirados de tiendas y bibliotecas. El acoso llegó a tal magnitud, que su firma y sus trabajos fueron prohibidos en toda Alemania durante los años de la guerra.
Por tanto, era lógico que durante la etapa del fascismo en Alemania, el Dr. Hausenstein estuviera dominado por un gran temor. Llegó a experimentar el más crudo pánico, de sólo pensar que su esposa pudiera ser localizada, perseguida, y llevada a un campo de concentración para ser asesinada; y ese terrible estado, acrecentó aún más su vieja dolencia. Fueron doce años de sufrimientos, temores y angustias.
Es sólo después de concluida la II Guerra Mundial, que Hausenstein y Margot Alice pudieron salir de Alemania; y en 1950 se trasladan a París, donde Hausenstein se desempeñó como Cónsul General; y más tarde, a título personal, se convierte en Embajador, hasta 1955.
Poco antes de partir hacia París, el doctor Wilhelm Hausenstein es nominado Presidente de la Academia de Arte de Bavaria; y entre otras gratas noticias, descubre que una editorial Argentina había traducido y publicado Un siglo de evolución artística.
Pero ya sus años más creativos, en los que estuvo dominado por esa gran hipersensibilidad, habían desaparecido con el tenebroso periodo fascista; y con una salud cada vez más deteriorada, su muerte se produce en la ciudad que tanto amo, y sobre la que tanto escribió: su querida Munich. Falleció el 3 de junio de 1957, a la edad de 75 años, cuando ya había publicado casi noventa titulos.
II
De libros, de pintores, de alemanes, albergo un recuerdo imborrable, desde los días en que el embarcadero de El Guincho, con sus muelles, tabernas y hostales, era paraje de tránsito de los campesinos que a principio del siglo fundaron en la llanura del Camagüey la villa alemana de Palm City, a cuarenta millas de San Fernando de Nuevitas.
Pero desde la década del treinta del siglo pasado los alemanes de Palm City comenzaron a marcharse de la comarca, dejando a su paso mitos y leyendas; y antiguas historias, entre una y otra guerra mundial.
Era la época en que en el embarcadero del Guincho se hacían presentes los tozudos avatares de un alemán conocido por Herr Charles, quien, con una utópica visión, había tratado de organizar un sanatorio para tísicos en las riberas de cayo Romano, en el mismo borde del cantil del Viejo Canal de Las Bahamas, no lejos de una perdida ciudad de los franceses.
Por entonces resultaba normal que los viejos agricultores alemanes pasaran por el puerto con sus fardos y equipajes, unas veces de manera furtiva; o que permanecieran días o semanas en los hostales y hospedajes de la costanera, a la espera de algún carguero que los condujera hacia algún otro paraje del Caribe.
Transcurría la época en que las ciudades de emigrantes, en el norte del Camagüey, comenzaban a desaparecer, dejando restos de calles empedradas, edificaciones calizas, y construcciones de maderas preciosas, al estilo del sur de los Estados Unidos o de los Alpes europeos, con magníficos jardines y árboles frutales.
Recuerdo que siendo un adolescente tuve entre mis manos un catálogo de pintura europea. Fue un libro que uno de aquellos viajeros había dejado a su paso, como al descuido, sobre el viejo muelle de los Carreras. Aquel alemán, llegado al embarcadero con el tren del alba, traía dos baúles, y una pequeña mochila de lona gris. Era, sin dudas, otro de los campesinos que abandonaba definitivamente la comarca de Palm City.
El alemán era alto, huesudo, encanecido, con trazas de haber sido siempre agricultor. Había arribado al embarcadero, en espera de una goleta que hacía viaje a Curazao, donde pensaba reunirse con algunos parientes; y al cuarto día, casi al anochecer, entró a puerto La Josefa; goleta de dos palos, de altos velámenes, que echó su ancla a sotavento del fondeadero, y acoderó muy lentamente en un costado de la terraza que poseía el hospedaje de La Colombiana.
La Josefa era una goleta de fina quilla y relucientes maderámenes, con un patrón impaciente por salir a navegar; y al otro día, tal y como siempre solía ocurrir, abandonó el embarcadero muy temprano.
La vimos dejar el costado del hospedaje, y alzar sus velas temblorosas, acosada por un viento del este; y la vimos alejarse en busca de faro Maternillos, antes de penetrar en la encrespada corriente del canal.
Pero la partida de aquel viejo campesino alemán, sin embargo, nos dejó un recuerdo imborrable; porque al despedirse, con esa forma presurosa conque los viajeros abandonaban aquel embarcadero, entre redes y jarcias, nos dejó una pequeña valija mordida por el tiempo, con un plato de metal, una taza de porcelana; y dos o tres fotos de época; y un antiguo libro con medio centenar de imágenes, de antiguos grabados, copias de afamados cuadros, entre los que se encontraban Delacoix, Monet y Picasso. Algo que resultaba por entonces desconocido, insólito, en aquellos parajes de sabios pescadores y tozudos navegantes.
El alemán nunca regresó. Por lo menos nunca se hizo visible; pero nos dejaba, sin embargo, un furtivo recuerdo destinado a permanecer por mucho tiempo en el colgadizo del viejo Antonio: aquella valija con un cuaderno de notas, una taza, y un plato de metal, y aquel libro con imágenes, dentro de una valija mordida por el moho, colgada de un grueso clavo, consumiéndose con la brisa marina y la humedad; hasta que un día supimos que se deshacía, que estaba por convertirse en algo indefinible, como otras tantas cosas que fueron devoradas por los rigores de la brisa, la lluvia y el salitre.
De cualquier modo, allí estaba esa ficha casi milagrosa de un autor, con su nombre melodioso, casi mágico ¿cómo había llegado este libro hasta la comarca del Camagüey? Fue algo que nunca pude explicarme; pero seguramente fue traído por alguno de aquellos emigrantes de Palm City. Luego, por alguna razón, antes de partir, fue abandonado allí, sobre el muelle, como otras muchas historias que ocurrieron irremediablemente en aquella fabulosa comarca.
Es justo la leyenda, con sus añoranzas, y sus más vitales vivencias; pero sobre todo, si conservan una relación con ese mundo donde el escritor nació y creció, y donde comenzó a descubrir esa realidad cambiante que solemos reconocer como la nostalgia.
Por eso cuando Renée-Marie puso entre mis manos el libro de su padre; y cuando en la soledad, abrí sus páginas y descubrí aquellas reproducciones que contenía Cien años de evolución artística (esos cuadros de afamados maestros del siglo XIX) experimente la sensación de que todo eso ya me había ocurrido alguna otra vez. Era como si se tratara de algo que ya conociera; y el recuerdo de aquel antiguo libro que una tarde sin sol fue recogido sobre los tablajes del embarcadero, se hizo más fuerte.
Es, sin dudas, lo que un escritor siempre está persiguiendo, como el cazador en busca de su más preciada pieza; de una de esas extrañas, reveladoras, y escasas piezas. De uno de esos libros maravillosos, a través de los cuales uno puede volver al ensueño de la evocación, de la imaginación, a los días más felices. Algo que no siempre ocurre, y que, en medio de una incesante búsqueda, suele revelarse a través de textos, de antiguos grabados, quizás ante la presencia de una imagen; y entonces la nostalgia reaparece una y otra vez, como si se tratara de un verdadero acto de magia; gracias a textos que iluminan, a grabados que incitan, a imágenes capaces de conducirnos hacia los espacios más refinados de la reflexión.
Eso fue lo que ocurrió con Un siglo de evolución artística, donde Hausenstein nos muestra las influencias y relaciones de toda una época, con sus conexiones históricas; pero sobre todo, con ese magistral encanto de los más notables genios del arte pictórico: Delacroix, Pisarro, Sisley, Daumier, Degas, Guys y Toulouse Lautrec, Renoir, Manet y Monet, Rodin, Van Gogh, Cézanne, Gauguin y Picasso.
En Cien años de evolución artística, Hausenstein nos sumerge en esa vigorosa fuerza renovadora que se operó por entonces en la conciencia artística, creándose una verdadera revolución en el mundo de los colores.
El encuentro con los eruditos textos del Dr. Hausenstein resultó algo de esa naturaleza. Fue como si me encontrara de pronto en la comarca, en el embarcadero del Guincho, en la zona de Palm City, en esa villa fundada por los alemanes hace casi un siglo.
De esa manera, aquel texto se convertía en algo doblemente singular, de un valor incalculable; no sólo por el alcance de sus enseñanzas, de sus valoraciones; sino por esos puntos de contacto entre la historia del arte, la sicología y la sociología, de espacios en la esfera filosófica, de las experiencias de otro escritor, en ésta, una de las más fascinantes islas del arco antillano.
Esa es la visión que Hausenstein nos revela, con sus leyes, sus añoranzas, experiencias, y esplendores de los grandes maestros; libro que incluye el estudio del manejo de los colores, de sus experimentos, y de la práctica del método pictórico; y sobre todo, de esa formidable evolución o revolución que se produjo en las concepciones artísticas de la época.
Como un paradigma, en el exergo a este libro, Hausenstein hace suyo un pensamiento de Delacroix: "Sería interesante enumerar todas las falsedades de que puede componerse la verdad".
Ante este colosal estudio del Dr. Hausenstein, me atrevería a repetir lo que ya Platón advirtió en similares circunstancias, cuando precisó que, para penetrar en la raíz misma de todo conocimiento, necesariamente el hombre tiene que poseer la portentosa facultad de maravillarse.
Por el manejo que su autor hace de la palabras en Cien Años de Evolución Artística, por la hondura de las ideas que proyecta, por los mecanismos que utiliza para trasmitirnos valoraciones y juicios, he tenido también la sensación de estar en presencia de uno de esos magistrales textos literarios, de relatos bien contados, de historias que poseen el toque de la sabiduría, y el encanto que sólo es capaz de alcanzar un verdadero narrador.
Hausenstein logró apresar esa sutil relación que subyace entre el mundo pictórico y el universo literario y musical. En sus análisis uno intuye o presiente la presencia de los grandes genios del arte con el universo que recorre la obra de Zola, de Ibsen o Flaubert, de Goethe o Beethoven.
Es algo que se repite, no sólo entre pintores y músicos; sino entre los más experimentados narradores. Es algo que se observa en las enseñanzas del más universal de los escritores norteamericanos: en una entrevista que Ernest Hemingway le concediera a George Plimpton en 1954, en un café de Madrid, el novelista reconoce que entre sus estímulos literarios, además de escritores y músicos, se encuentran Tintoretto, Goya, Giotto, Cézanne, Van Gogh y Gauguin.
Por lo demás, el valor de un libro no sólo puede medirse por los conocimientos que es capaz de trasmitir; sino por esa capacidad de adentrarnos en el imprevisible y misterioso mundo de las evocaciones, cuyas coordenadas se entrelazan con temas que un escritor va atesorando, y que tienen la portentosa facultad de proyectarse en múltiples dimensiones.
En la medida en que Wilhelm Hausenstein aborda el universo donde los grandes maestros trataron el tema de los campesinos, con sus bosques y praderas, jardines y flores, comencé a evocar las fabulosas historias que atesora la comarca del norte del Camagüey. El resultado fue más que feliz: esa vuelta a la escritura de un viejo proyecto: escribir sobre los emigrantes que dejaron en aquellos esplendidos parajes sus mitos y leyendas; y sus pasos furtivos, presurosos, por la zona del embarcadero, con sus muelles, tabernas y hostales, y el prodigioso entorno de los pescadores y tortugueros en los ribazos y cantiles de Romano.
Muchas gracias.
Cuba. Una identità in movimento
Enrique Cirules
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