Cuba

Una identità in movimento

Ramón Vélez de Herrera.
Un poeta de las tradiciones cubanas

Rosalba Chávez



En la poesía cubana existe una gran variedad de dramaturgos que demostraron que la cultura en este país es una de las más fructíferas y bellas del continente americano.

Uno de sus mejores representantes vio la luz del sol el 4 de marzo de 1808 y llevo por nombre Ramón Vélez de Herrera, poeta nato que en sus obras plasmó la forma de vida en Cuba.

Ramón Vélez cursó sus estudios de segunda enseñanza en el Seminario de San Carlos recibiéndose de bachiller en Letras y en Filosofía, que abandonó para dedicarse de lleno a la poesía.

Tal era la calidad y belleza de sus poesías que aparecen en todos los periódicos de la isla de esa época.

Hombre hermético en su cuanto a su vida personal, además de ser un personaje apacible; no presenta ningún acontecimiento de su vida intima que merezca ser resaltado.

Después de una vida dedicada a la poesía muere en la Habana en septiembre de 1886.

He aquí una de sus maravillosas obras:


La pelea de gallos

Una mañana de Pascua, del Guayabal a la Ceiba no quedó un aficionado que a las Mangas no corriera, a presenciar de los gallos las celebradas peleas. Apenas la luz del alba dora los montes risueña, cuando los airosos jinetes nuestros caminos se pueblan. Entre todos se distingue por su gallarda apariencia, noble ademán, bella estampa, Juan Pérez el de las Vegas. monta el bizarro guajiro un caballo de piel negra, casco liso, fuerte pecho, ojos vivos, crin espesa, tan ligera en regatear que la cola en la carrera oculta el ligero bruto entre las delgadas piernas.

El mancebo que lo rige corriendo se gallardea y apenas toca al pasar a las puntas de las piedras. sencillamente vestía de blanco, y en la cabeza atado muestra un pañuelo de listas, y calza espuela, machete al cinto, terciado, y de paja de la tierra luce un sombrero tejido que parece fina tela. Un gallo lleva en la mano, terror de Guara y Melena, que cuando pica a un rival muere al punto o aletea. Llega a las Mangas; las calles se cubren de gente inquieta que del sangriento combate sólo la señal espera. Agólpanse los curiosos, y cuando el galán pasea los ojos del pueblo fijos en la carrera se lleva, ¡Es Juan Pérez!, gritan unos. ¡El gallero de la Ceiba!, claman otros, y sonando va Pérez de lengua en lengua. Encaminóse gallardo, y soltando entrambas riendas, el intrépido jinete se arrolla de un salto en tierra. Pisa la valla, saluda, y el pueblo le vitorea porque es el mozo más rico que hay de san Diego a la Ceiba. ¡Juan Pérez!, exclama absorta al verlo la concurrencia, formando un estruendo ronco que el turbado mar semeja, cuando con sordos bramidos azota nuestras riberas. Serenóse la algazara, y con varonil presencia rompe la turba apiñada Juan Pérez, con faz serena. — Aquí está el gallo, es valiente, y con cien onzas se juega, sin medir los espolones, ni sujetarlo a la pesa — dice, y lo arroja orgulloso con tan vigorosa diestra, que al caer sobre las alas y ufano se gallardea. Era el bizarro animal de la raza de las Sierras, ágil, intrépido, osado, largo pico, pluma negra, cuello erguido, corvas uñas, descarnada la cabeza. Clava los ardientes ojos, escarba y pica la tierra, sacude el cuerpo y cantando con fiero ademán pasea. — Acepto el reto, cien voces se oyen a un tiempo y resuenan, porque si admiran del gallo el brío y la gentileza, un contrario le preparan vencedor de diez peleas. Más, de improviso, el gentío rompe el gallardo Juan Mena, mozo apuesto y agraciado, dueño de sitios y vegas, avecindado en las Mangas, gallero por excelencia. — Cien onzas más, camarada, voy a mi gallo — y lo suelta.

Era el animal la flor de los gallos de Cepeda, talisayo, de alta estampa, ancha cola, aguda espuela; lo amarillo de las plumas, que con las negras se mezclan, forma bellos tornasoles que deslumbran y reflejan. Pero calmóse el bullicio, la valla en silencio queda, ni un acento, ni un murmullo turba un instante la escena, y el temor y la esperanza tiene la gente suspensa.

Dada la señal, furiosos, se arrojan a la pelea los dos terribles rivales, combatiendo con fiereza, como se lanzan dos tigres al encontrarse en las selvas, despedazándose audaces con dobles garras sangrientas, los sañudos adversarios vuelven, y luchan, se empeñan, los miembros ensangrentados, las plumas al aire vuelan, al parecer se fatigan y abandonan la palestra, pero encendidos de nuevo en la rabia que los ciega, se embisten, y se entrelazan pico a pico, espuela a espuela; el prieto se vuelve atrás, el talisayo se acerca, cuando de un vuelo el de Pérez salta y estrecha al de Mena, clávale el pico, y de un golpe el corazón le atraviesa; herido el gallo, vacila, gira, y las alas sangrientas abre, y recoge inclinando en el suelo la cabeza; pero se encarniza el prieto, sobre el cadáver pasea, lo pica, escarba y sacude, y aunque herido canta y vuela. Oyese un sordo rumor, se agita la concurrencia; uno corre, otro maldice, aquel jugador reniega, unos cobran, otros pagan, éste con gritos atruena, formando el estruendo ronco del huracán en las selvas. Envanecióse Juan Pérez y al regocijo se entrega. y entre los vivas y aplausos que hasta en los montes resuenan, al ver que sacan su gallo victorioso en la pelea, monta de un salto su potro, y lanzado en la carrera, por las escabrosas calles de las mangas atraviesa; y al tender la oscura noche el manto de sombras negras con el gallo vencedor entra triunfante en la Ceiba.


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