Con el surgimiento del TNG el 14 de marzo de 1963 los esfuerzos denodados que Carucha y Pepe Camejo, unidos a Pepe Carril, venían realizando con su Guiñol Nacional de Cuba hallaron el apoyo estatal y social necesarios. Por vez primera la herencia dispersa y breve del teatro de títeres en el país encontró crisol y cauce.
Los hermanos Camejo y Pepe Carril añadían al talento y la vocación por el teatro de figuras, propósitos artísticos muy definidos y la lucidez estratégica para alcanzarlos sobre la base de la experimentación rigurosa y la preparación integral de sus compañeros de aventura.
Tuvieron, además, la sabiduría de actuar con espíritu ecuménico. Incorporaron a la creación titeril a profesionales ya connotados dentro de la literatura, la dramaturgia, la música, la danza y la plástica cubanas. Dora Alonso, Lidia Cabrera, Abelardo Estorino, José Ramón Brene, María Alvarez Ríos, Marta Valdés, Olga de Blanck, Juan Márquez, Teresita Fernández, Julio Roloff, Rogelio Martínez Furé, Iván Tenorio, Alberto Méndez, Guido González del Valle, José Luis Posada, Raúl Martínez y Rafael Mirabal integraron los núcleos creadores de las puestas de esta etapa. Subieron a escena los clásicos infantiles de El patico feo, El mago de Oz, Pinocho, La Cenicienta, La Caperucita Roja junto con obras de Javier Villafañe, Federico García Lorca, Valle Inclán, Giradoux, Tagore, Aristófanes, Fernando de Rojas, Moliere, Jarry, Zorrilla, Dora , Lidia , Brene. Ofrecieron rango escénico a la cultura popular campesina y a la vertiente afrocubana.
Las técnicas de animación conocidas se conjugaron con los recursos expresivos más audaces y contemporáneos, en una indagación que no conoció límites y que reveló las múltiples potencialidades del actor en diálogo con el muñeco en sus más disímiles formas de existencia.
Ningún repertorio, procedimiento técnico, camino creador o sector del público les resultó ajeno.
En los primeros años de los setenta esta brillante trayectoria resultó interrumpida en medio de un clima de dogmatismo, ignorancia e incomprensión y no faltó quien tildara de elitista a la troupe que, bajo la vigilancia severa de sus mentores, hacía de su arte un coto vedado a la mediocridad espiritual, la falta de talento y de espíritu de consagración a la excelencia artística.
La institución perdió sus guías. Sus almacenes de muñecos, escenografía y utilería fueron devastados. A su nómina artística resultaron incorporados, de modo arbitrario, los integrantes de otra entidad artística igualmente irrespetada: el Teatro de Muñecos de La Habana.
Como consecuencia, el Teatro Nacional de Guiñol desdibujó su perfil y debilitó su cohesión como grupo creador ante la amalgama de individualidades y la ausencia de un verdadero liderazgo artístico. La calidad de los espectáculos fluctuaba, los niveles de exigencia individual y colectiva descendieron, cesaron las ofertas para el público adulto, la investigación se volvió tarea de excepción o práctica individual. El títere perdió la primacía ante una línea artística ahora contradictoria y difusa.
El Teatro Nacional de Guiñol dejó de ser un auténtico proyecto artístico para tornarse, como buena parte de las agrupaciones teatrales del país durante las décadas del setenta y el ochenta, en una entidad empleadora donde concomitaban diversas tendencias y credos estéticos, sin que en ello interveniera un propósito o una visión sistémica.
No obstante estos avatares y los obstáculos generados por un modelo organizativo semejante, el equipo inspirado y preparado por los Camejo y Carril, junto a la excelencia de algunas de las figuras que luego se insertaron en sus filas o que colaboraron en los nuevos espectáculos, realizó producciones de alto valor que merecieron importantes premios en los certámenes convocados en el teatro para niños hasta bien entrados los ochenta.
Son los noventa el ámbito en que se anuncia la recuperación del arte titiritero en el país, sobre todo a partir del aliento que le brindan artistas de nuevas generaciones. Es también el momento en que comienza el descubrimiento y la revaloración del legado de los Camejo y Carril por estos jóvenes creadores.
El cuarenta aniversario de la institución la encontró como anfitriona de una experiencia docente de singular trascendencia: el Diplomado en Teatro de Títeres y Teatro para Niños, sometiendo su histórica sede a un imprescindible remozamiento capital, y conducida por el maestro Armando Morales, diseñador, actor y director titiritero de prestigio nacional e internacional.
Sin embargo, en camino hacia su medio siglo de existencia su situación hoy se asemeja a aquella de los años grises del teatro y la cultura cubanos. Los contextos son distintos; algunas circunstancias, inéditas; no obstante, ciertas causas parecen, en esencia, las mismas.
El TNG es una de las instituciones escénicas cubanas que cuenta con un patrimonio tan valioso, por difícil de lograr — ya que tiene que ver con la historia y con procesos de legítimo reconocimiento social —, como es el capital simbólico. Hasta el momento, la única en el país en la arena del teatro para niños y el arte del títere.
Dispone de una sala adecuadamente diseñada y dotada en cuanto a su distribución espacial que en su momento incluyó un taller de diseño y producción de muñecos, escenografía, atrezo y vestuario, ubicada en una de las zonas más céntricas de la capital. Algo que en medio de la grave situación inmobiliaria y constructiva constituye una riqueza invaluable.
Posee un público histórico, conformado por más de cuatro generaciones de ciudadanos, unido de manera inefable a la institución.
Tuvo, hasta el momento en que comenzaron los procesos de migración y éxodo, figuras de alto valor artístico en sus filas; paradigmáticas en varios sentidos para las nuevas promociones de artistas. Algunas aún permanecen.
Durante los períodos en que el TNG ha cerrado sus puertas, por las reiteradas filtraciones o durante la etapa de remozamiento de su instalación, asombra y regocija el continuo reclamo de su público.
Diariamente adultos y niños llaman por teléfono, se personan en sus puertas preguntando cuándo volverá a iluminarse el escenario.
En una política cultural que coloca en su centro la proyección social de la cultura, valora altamente la educación de niños y jóvenes y se precia de sus bases populares, ¿cómo asistir indolentes a similar proceso de degradación y deterioro, de finiquito de la institución insignia del teatro para niños y del teatro de títeres del país?
En condiciones más adversas que en aquel entonces, cuando no fui capaz o no quise imaginar que podíamos hoy hallarnos en situación semejante, cuando regresar a estas palabras pudiera emular la locura ensoñada de Quijote, vuelvo tercamente a enunciarlas. Me aferro a ellas. Quizás porque hasta donde sé, donde quiera que ha sucedido algo parecido solo el reclamo de los artistas ha conseguido convocar a la institucionalidad gobernante.
Terminé así aquel escrito en ocasión del cuarenta aniversario: