Cuba

Una identità in movimento


Teatro, genio y figura hasta la sepultura

Antonio Álvarez Pitaluga


Más que un memorable hecho artístico e histórico, el Gran Teatro de La Habana, oficialmente "Federico García Lorca", es un permanente suceso social que de disímiles maneras ha incidido e incide en la vida de generaciones de cubanos. Tal vez de esta realidad haya quedado en el imaginario popular el nombre de Gran Teatro, independientemente de otras denominaciones que ha tenido a lo largo de su historia. Su grandeza no solo radica en la fastuosidad de la arquitectura o en el rosario de importantes figuras de la cultura nacional e internacional que han pasado por él, sino en la importante función sociocultural que ha desempeñado desde su nacimiento, tanto para el público habanero como para el resto del país. Porque el teatro, más que drama, música, escenografía, obra, autores, es un universo a pequeña escala de la sociedad en la cual las relaciones de poder de toda época lo articulan y hacen funcionar.

El despegue, el auge y la crisis de la plantación esclavista en Cuba (1790-1868) permitieron que la burguesía azucarera reprodujera su hegemonía social a través de una profusa promoción cultural, que produjo verdaderos hitos de la cultura nacional. Con sus lógicos matices clasistas, manifestaciones como la pintura y la novela surgieron bajo esa coyuntura. Por su parte, el teatro, con sobrados antecedentes antes del boom azucarero del siglo XIX, vivió por aquellos años su época de oro del período colonial. La inauguración del teatro más grande e importante de toda aquella centuria en Cuba, en 1838, posibilitó la coronación de La Habana como "la capital teatral de América".

Uno de los frutos más admirables del sonado forcejeo de poderes entre el capitán general de la Isla, Miguel de Tacón y Rosique, y el superintendente de Hacienda Claudio Martínez de Pinillo (Conde de Villanueva), entre 1834 y 1838, fue la construcción del teatro en el área que se encuentra entre las calles habaneras Prado, San Rafael y Consulado, frente al Parque Central. Tacón lo concibió como un inigualable alarde constructivo que su rival económico y político no podría superar.

Viajemos en el tiempo. En el lugar donde confluyen las calles mencionadas existía antes de 1836 un correccional de esclavos. El 7 de julio de 1836 se le concedió autorización al conocido empresario español Francisco Marty y Torrens para que comprara 5 677 varas cuadradas del terreno al precio de 14 pesos la vara. Era una espléndida ubicación para el soñado proyecto: un majestuoso teatro. El furioso bullicio constructivo se apoderó del sitio de inmediato y por varios meses. El arquitecto creador fue Antonio Mayo. Se dice que el 28 de febrero de 1838 se dio un baile de carnaval en el aún inconcluso recinto, como se darían otros muchos más adelante. Pero lo cierto es que el 15 de abril de ese año quedó oficialmente inaugurado con la puesta en escena de la obra Don Juan de Austria, un drama romántico en cinco actos, acompañado de "preciosas boleras" interpretadas por la española Reyes Valencián. La función comenzó a las siete y treinta de la noche, en aquel domingo de Resurrección inolvidable para la los habaneros de entonces.

Una gigantesca lámpara de cristal en su techo bellamente decorado constituía el asombro de todos. Las dimensiones y la acústica del teatro se consideraban de tan alta calidad, que para muchos solo la Scala de Milán y la Ópera de Viena los superaban. Sin lugar a dudas, por algunos años fue el espacio teatral más grande de América Latina. Los blancos ricos se enorgullecieron como nunca desde sus butacas de madera; los pobres, negros libres y esclavos vieron con desazón la exclusión que les impedía entrar; una sociedad esclavista marcaba los derroteros iniciales del ya reconocido Gran Teatro Tacón.

Pero el diseño constructivo que hoy vemos no fue el concluido aquel día. Hubo una ampliación y remodelaciones posteriores. En 1839 Pancho Marty adquirió otras 500 varas que le permitió cubrir toda la manzana y llegar hasta la calle San José. También años después de la inauguración, logró obtener la parte delantera que ocupaba el Café Brunet, cuyo propietario era el alemán Horz Bletz, para transformarla en su hermoso vestíbulo. Contaba con 2 000 asientos distribuidos en platea, 90 palcos y 22 filas de lunetas con posibilidades de alcanzar casi 5 000 capacidades. Su techo inicial poseía el diseño de cuatro aguas. La fachada se basaba en un pórtico dórico de tres arcos sobre pilares con columnas dosadas, sencillas en el centro y dobles en los extremos.

El 9 de agosto de 1838 se estrenó Pedro de Castilla, de Javier Foxá; otro drama romántico que puso al rojo vivo las tensiones entre peninsulares colonialistas y cubanos miembros de una intelectualidad y sectores burgueses cincelados por una emergente cubanía, que se consolidaba por años. Tanto en Don Juan de Austria, como en este, se ponían en entredicho los métodos, notablemente crueles, de sendos reyes europeos en iguales contextos medievales. La atmósfera del primer romanticismo en la Isla servía de telón de fondo a las diferencias políticas soliviantadas por la expulsión de los cubanos a Cortes en 1837.

En su espacio público interior, reflejo directo del exterior, tras las críticas de varios cronistas de la prensa, se permitió a partir del 4 de marzo de 1849 que las mujeres accedieran a sus lunetas sin restricciones. Hasta entonces, las mujeres solas (señoras) tenían derecho a sentarse en una mitad de la platea. La otra parte se destinaba a las que asistían acompañadas por un hombre. La llamada tertulia quedaba disponible para la clase media. Finalmente, el gallinero o "cazuela" era el destino de los chinos, mulatos libres y otros sectores humildes. Así, el Tacón reflejaba y se integraba a las dinámicas sociales de sus tiempos fundacionales.

A lo largo del siglo, se pusieron en escena variadas obras: dramas, zarzuelas, comedias, operetas, bailes de máscaras y el teatro sirvió también de espacio para banquetes de partidos políticos, conmemoraciones y discursos. Figuras como el gran romántico intimista José Jacinto Milanés, con su obra El conde de Alarcos, la aún interesantemente polémica Gertrudis Gómez de Avellaneda con Baltasar, el cuidadoso compositor Joaquín Lorenzo Luaces y otras destacadas personalidades de la centuria, desfilaron por sus escenarios y pasillos. Tula centró uno de los grandes sucesos en la vida decimonónica del teatro: fue coronada por las elites habaneras como reconocimiento a su obra intelectual. La entonces muy joven Luisa Pérez de Zambrana colocó en sus sienes la mítica corona en la noche del 22 de enero de 1860. Por su parte, en la novela Mi tío el empleado, de Ramón Mesa (1887), el Conde Coveo festeja jactanciosamente su corrompido éxito desde un gran festín organizado en el Gran Teatro.

El protagonismo nacional del teatro tuvo por aquellos tiempos repercusión internacional. A mediados de siglo, Pancho Marty contrató al inventor italiano Antonio Meuchi para que se encargara del manejo de la escenografía y demás técnicas teatrales. Procedente de Florencia, se instaló en el entresuelo del teatro junto a su esposa Esther. En 1850, experimentando con sus inventos cotidianos, Meuchi creó el rústico teléfono cuando aún faltaban veinticinco años para que Alexander Gram Bell presentara otro modelo en Estados Unidos. El italiano llegó a instalar en el teatro cuatro de sus pequeños artefactos. Tradicionalmente se presentaba a Bell como el padre del teléfono, pero casi a fines del siglo XX, se restauró la verdad histórica en el propio Estados Unidos, al reconocer a Meuchi como el inventor del teléfono, desde el Gran Teatro de La Habana. En 1857 el teatro pasó a manos de la Compañía del Liceo de La Habana. Los nuevos propietarios decidieron cerrarlo entre 1858 y 1859 para someterlo a una reparación; fue cuando el techo principal se remodeló con el sistema de dos aguas.

Pero los arreglos constructivos dejaron exhausto el capital de la Compañía; que ante la imposibilidad de cumplir los pagos acordados con Francisco Marty, tuvo que devolverle el inmueble a esa familia. Ante de finalizar el siglo, en 1883, una revisión en los archivos del teatro arrojó que este acumulaba 1 200 libretos de obras líricas y dramáticas, un verdadero tesoro para la cultura nacional.

Con la llegada del siglo XX el Gran Teatro se adentraba en la República bajo el nombre de Teatro Nacional, a partir de 1902. En ese momento era escoltado por la primera sala cinematográfica que tuvo Cuba, desde 1897, situada a su costado izquierdo, conocida como Sala Lumière. En 1909 pasó a ser propiedad del Centro Gallego de La Habana. La institución peninsular se comprometió a no transformar sus estructuras originales, solo darle una reparación capital; no obstante, la acústica fue afectada y no quedó en buenas condiciones para continuar ofreciendo el espacio sociocultural que ya tenía bien ganado. En los años siguientes actuarían en su escenario Fanny Ester, Adelina Patti, Sara Bernhardt y el afamado tenor Enrico Carruso; de quien el imaginario popular cuenta que corrió despavorido por sus pasillos hasta alcanzar la calle cuando en plena actuación le informaron de una posible bomba dentro del edificio.

La insuficiente vida teatral de Cuba en el período republicano, acrecentada por la desatendida atención y la falta de subvención estatal al género en el país, así como la ausencia de conexión con las tablas internacionales hasta casi mediados de la centuria, provocó que en esos años aunque el Tacón continuaba funcionando, lo hiciera sin el esplendor del siglo anterior. La frustración nacional de los primeros veinticinco años de República posibilitó que el teatro bufo y el vernáculo obtuvieran las mayores aceptaciones de público, por reflejar en sainetes, parodias y choteos la desesperanza aprendida del momento. Y fue el teatro Alhambra el protagonista de aquellas inquietudes, al menos hasta 1935. La llegada del cine y de la radio también le restaron asistentes habituales a los espectáculos teatrales; aunque el Irijoa (después Martí) "cuartel general" del movimiento lírico en los años treinta, y otros, mantuvieron la vida teatral de la nación. El teatro popular de Paco Alfonso, en los cuarenta; el de universo cerrado y de lo absurdo con Virgilio Piñera y Raúl Ferrer, en los cincuenta; y finalmente, el proyecto de Teatro Estudio con los hermanos Revuelta, en 1958, cerraron la vida republicana.

Con el triunfo revolucionario de 1959 el Gran Teatro pasó a denominarse merecidamente "Federico García Lorca" hasta el presente. Pero ya en el imaginario nacional Gran Teatro era y es un nombre consagrado, una pertenencia social que supera justas voluntades. Desde hace muchos años el Gran Teatro o el Lorca, como se le suele llamar también, alberga uno de los más exitosos fenómenos de la cultura cubana del siglo XX en revolución: el Ballet Nacional de Cuba bajo la dirección de un mito de la cultura internacional contemporánea, Alicia Alonso.

Los festivales internacionales de ballet, la Huella de España, las temporadas del teatro lírico y zarzuela, y demás eventos artísticos y socioculturales han perdurado y viven gracias al esfuerzo de personalidades e instituciones de la cultura nacional, pero también gracias a un genio que fue, es y será genio y figura de la cultura cubana: el Gran Teatro de La Habana.


    Dr. Antonio Álvarez Pitaluga
    Profesor Auxiliar de Historia de Cuba e Historia de la Cultura Cubana
    Universidad de La Habana, Cuba



Tomado de: Revista Honda. Cuba, no. 23, 2008, pp. 54-56





Página enviada por Antonio Álvarez Pitaluga
(3 de noviembre de 2009)


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