Cuba

Una identità in movimento


De Okantomí: Bebé y el Señor Don Pomposo

Esther Suárez Durán


Vuelve a la escena por el Teatro de Muñecos Okantomí el título Bebé y el Señor Don Pomposo, la conocida narración de José Martí que apareciera en el primer número de su revista La Edad de Oro, la publicación que concibió para los niños y niñas de América; mas la historia llega remozada, en una nueva reelaboración que nos propone un espectáculo conmovedor de mayor aliento y hondura.

El inteligente y sensible concepto de puesta en escena, los protagónicos Bebé y el primo Raúl en un diseño de particular empatía, la rigurosa y creativa animación de las figuras, la buena faena actoral de sus principales intérpretes caracterizada por veracidad y mesura colaboran en que delicadeza, elegancia, poesía escénica y buen gusto sean los atributos que distingan esta entrega a cargo de la directora Marta Díaz Farré (Rirri).

De nuevo encuentra el espectador en el quehacer del colectivo una producción cuya cuidada factura contribuye a la belleza del espectáculo. En ella, el rescate de dos muñecos diseñados originalmente para otra obra (que ya no integra el repertorio) por el destacado artista plástico cubano Tomás Sánchez y que la habilidad y destreza de esa artista invaluable que es Ana Rojas ha devuelto a la escena en una legítima labor de reciclaje. De la combinación Sánchez-Rojas derivan estos títeres de potencial carisma que la excelente animación de la joven actriz Giselle González y de los ya experimentados Michel Díaz Calero y Angel Enrique (Kike) Díaz desarrollan en todo su esplendor al asumir el reto y aprovechar las ventajas expresivas que brinda la combinación de técnicas (pistola y varillas) , respaldados por una labor integral de animación de todo el conjunto que es la que, en suma, garantiza la genuina presencia escénica del personaje de Bebé.

Transcurre la acción en ámbitos diversos y, no obstante, el diligente y discreto trabajo de tramoya y el uso pertinente de los diferentes planos consiguen que la historia fluya sin tropiezos.

En similar modo a otras creaciones del colectivo también en esta tiene la música un lugar destacado entre los lenguajes escénicos. La mayor parte de la banda sonora está compuesta por cantables cuyos textos y melodías corresponden a la autoría de la propia Rirri (a excepción de las habaneras La paloma y Habanera en canon, esta última de María Álvarez Ríos) y vale destacar el predominio en ellos de la función dramática, pues bien subrayan carácter o historia de los personajes o resumen una situación escénica.

Intérpretes de reconocida trayectoria como Sarita Miyares, Ana Rojas, Juan Acosta tienen a su cargo los personajes del Aya francesa, la Madre, el Señor Don Pomposo, respectivamente. Michel Díaz Calero se desempeña, además, como el Profesor de Piano; Galo Hernández y Carlos Ernesto Peralta alternan en las labores del Taita y el Calesero, Nelson Cano hace el Titiritero y Maribel García Garzón la versión en títeres de los vendedores de periódicos. En la función que pude disfrutar me sorprendió agradablemente el trabajo de los noveles Peralta y Cano así como de la joven Maribel, y no puedo dejar de mencionar la creación que hace de la Madre esa actriz de singular carisma que es Ana Rojas. El manejo del ritmo, el cuerpo y el espacio; de los silencios; así como el dominio de la emoción colocan al personaje en un rango superior y logran que elegancia, dignidad y ternura sean sus rasgos cardinales, a los que añaden vulnerabilidad, discreción y compasión.

Además de la recreación particular de caracteres y situaciones que el traslado de la dimensión narrativa a la dramática aconsejaba, ahora la nueva versión escénica que el grupo propone ha creado otro plano de acción que refiere el contexto social donde tiene lugar esta historia específica.

Un papel preponderante tienen en él actores muy jóvenes, entre ellos los niños Ángel Adriano y Víctor Cano que figuran como el Limpiabotas y el Vendedor de Maní, y las adolescentes María, Laura y Camila que representan a muchachas de humilde condición.

De manera oblicua el discurso que aquí transcurre, y sirve de contrapunto a aquel del ámbito familiar de Bebé, funciona como apoyatura y complemento para el personaje del familiar venido a menos, del representante de la diferencia social en el propio seno de la familia: el primo Raúl, niño doblemente huérfano: de madre y de bienes.

Resuena en toda la partitura el espíritu martiano; de armonía, justicia, compasión; deleite con los goces sencillos de la vida. Por ello en el final, que aún precisa de algún ajuste formal, Bebé comparte con Raúl un gesto decisivo. Ahora, ambos se deshacen del regalo impío.

A pesar de sus valores, que prestigiarían cualquier muestra, este trabajo del Teatro de Muñecos Okantomí no participará en el Festival de Teatro de Camagüey ya próximo a celebrarse. Sucesos de orden burocrático han definido que tal sea su destino.

Una pena, para los teatristas allí reunidos y para el público camagüeyano. También para los artistas de Okantomí, colegas abnegados, aunque ellos, al igual que Bebé y Raúl no hagan caso de los oropeles ni de los Pomposos de este mundo.

Inmersa en la emoción de esta experiencia teatral evoqué una vez más las razones expuestas por Martí para llevar adelante esta empresa editorial destinada a los niños. Vuelve en ese texto sobre el valor del saber, de la cultura. No puede dejar de hacer alusión a la fuerza, el contexto en el cual escribe lo hace indispensable, corre el año 1889, Cuba aún busca su independencia.

La forma firme y delicada en que desacredita a Pomposo guarda coherencia absoluta con su sentido de la crítica. La exacta comprensión de estos códigos por la puesta, su revelación pertinente vuelven a colocarme ante su muerte, para mí, para muchos, un misterio. No ceso de pensar a Bebé — su Madre, el Aya, el Taita — hijo del amor que solo amor devuelve. El sable refulgente que Bebé y Raúl arrojan lejos, fuera de sus camas, del tocador, de su ambiente. Las risas de ambos niños conjurando, como cierre, la violencia propia de la acción, y con ella, toda violencia.

Regreso a sus palabras:


Los versos no se han de hacer para decir que se está contento o se está triste, sino para ser útil al mundo, enseñándole que la naturaleza es hermosa, que la vida es un deber, que la muerte no es fea, que nadie debe estar triste ni acobardarse mientras haya libros en las librerías, y luz en el cielo, y amigos, y madres.


Y un conjunto de artistas — añadiría yo — capaz de acariciarnos de tal modo el alma.




Página enviada por Esther Suárez Durán
(23 de mayo de 2010)


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