Bajo este título (La estrella de la balada) concibió José Milián la que hasta la fecha es su creación más reciente. Un evento oportuno aconsejó el cambio de nombre. Su conocida filiación a la poética brechtiana se encargó del resto. Para el 2001, a la par que Mamíferos, estuvo lista Lo que le pasó a la cantante de baladas.
Cuatro años más tarde fue compartida por vez primera con los espectadores bajo la conducción de su autor. En el escenario de la sala Adolfo Llauradó los actores Gina Caro y Arístides Naranjo interpretaban los personajes principales en la nueva producción del Pequeño Teatro de La Habana.
Ahora el espectáculo regresa a la escena en el sitio imantado por el trabajo de Milián y sus colaboradores durante todos estos años, desde 1989 en que fundó su breve compañía: el Café Teatro del Centro Cultural Bertolt Brecht, y cuenta con un renovado elenco. En los papeles protagónicos Olivia Santana y Ángel Ramírez Lahera, quienes comparten escena con Javier Casas y la experimentada Estherlierd Marcos.
La historia se inscribe en las narrativas del exilio, solo que esta vez se presenta en una variación inédita: la perspectiva de una criatura del escenario, en específico una cantante popular, y discute entornos e inscripciones culturales, fenómenos de identidad, ejercicios políticos, razones de ser y estar. En la selección de este sujeto teatral la mirada sensible del dramaturgo descubre una singular arista, una situación extrema desde la cual examinar el asunto poniendo al desnudo un legítimo conflicto: el del artista sin diálogo. Y ¿sin regreso?
La trama se arma con sobriedad absoluta, vigilante con respecto a cualquier concesión. El sitio de acción, cargado de significaciones; habitado por símbolos culturales. Pocos paisajes más tristes que las ruinas de un parque de diversiones. El referente exacto de la nostalgia, de las luces de otros días. Las canciones se evocan más que cantarse porque nunca se entonan completas; siempre a capella, con un sentido agónico.
Aunque las didascalias del texto original incluyan el susurro de la brisa y los ruidos de los viejos aparatos abandonados no existirá aquí otra partitura sonora que aquella que entretejen las voces de los actores. Se trata de un mundo sin música.
El discurso dialógico aparece montado en el formato de una pelea sin fin (¿la sempiterna discusión familiar cubana?) entre los dos hermanos: Olimpia y Olimpo, en torno al anhelo de la primera de poder hacer un concierto en La Habana. Olimpia es el ala; Olimpo, los límites. Más allá de lo fenoménico, de lo visible, dos perspectivas antagónicas en relación con la memoria. Ambas conflictivas, irredentas.
Otro par de criaturas — unos mendigos — los circunda; comparte, aparentemente, el espacio. Tal vez desde otra dimensión de existencia o temporalidad. Por momentos los mundos paralelos tangentean, se intersectan. El recurso aumenta la densidad de un discurso que parecía unívoco; potencia su teatralidad.
En la coordenada temporal del espectáculo las simetrías entre las dos parejas vanse develando y hacen pensar en una proyección especular del futuro en el presente. Elabora de este modo Milián una imagen infrecuente y atrevida del exilio, definitiva en su crueleza, su impiedad.
Los actores desarrollan su labor en un nivel profesional (que no siempre se alcanza en estos días). Quienes tienen a su cargo los papeles principales (Olivia y Ángel) consiguen un desempeño notable, a pesar de la breve experiencia vital y escénica con que cuentan. Olivia tiene en su haber una excelente voz de amplia tesitura y estudios superiores de canto; capacidades y conocimiento que pone a disposición del personaje. Pero más allá de ello hace gala, junto a su partenaire, de dominio del cuerpo y el espacio, voz potente y enunciación clara, sentido de la verdad, control de la emoción y la energía. Mediante la invocación de sus obsesiones la actriz crea, sin afectación, la imagen trágica de su criatura. Ángel consigue austeridad y contención en su Olimpo — se adivina una intensidad que no se muestra —, amargura y pragmatismo. Un ser que no se permite levedades, ni asomos de desvarío, concentrado en continuar adelante, temeroso tal vez de la fijeza que acompaña a las estatuas de sal.
Desde el punto de vista operacional los intérpretes ejecutan sus partituras en un sostenido estado de paroxismo que atenta contra la expresión de los matices y los diversos tonos y tempos necesarios al discurso de toda puesta en escena. Tal característica, presente en otras entregas escénicas de Milián en tanto director, pudiesen referir el asunto a una cuestión de estilo de su creador; no obstante, desde mi personal apreciación me permito solicitar atención sobre ello.
"Lo que le pasó..." guarda una estrecha relación de parentesco con "Mamíferos", "Las mariposas saltan al vacío", "Si vas a comer espera por Virgilio". Los nexos con las dos últimas se verifican sobre todo en cuanto a ciertos tópicos temáticos, mientras todas muestran en interesante variación recursos poéticos similares. También reaparecen, transvasadas al cosmos particular del autor, obsesiones presentes en otros corpus literarios como la multiplicidad del ser, el valor performativo del arte.
A estas alturas, en su aparente dispersión la obra de Milián muestra una concentración de perspectivas y recursos. Lamentablemente el diálogo con ella se reduce al eje pragmático de la escena (artistas y espectadores), en tanto el ejercicio académico ignora los discursos in extenso de las voces centrales de la dramática contemporánea.
Nuevos parajes se suman al territorio ignoto de la dramática cubana.
Página enviada por Esther Suárez Durán
(10 de marzo de 2009)