Vuelve a la escena Mefisto Teatro e incorpora un afamado título musical a su repertorio. Aún los menos conocedores cuentan con un importante referente en el imaginario: la versión cinematográfica de 1972 del coreógrafo estadounidense, director de cine y teatro, Bob Fose, que lleva el musical de John Kander y Fred Ebb (1966) a la pantalla grande y mediante ella a los públicos de variadas latitudes y consigue el respaldo de varios premios Oscar.
La versión particular sobre la cual se erige esta puesta en escena incluyó un amplio recorrido por las varias elaboraciones que el libro de relatos Adiós a Berlín (1939) del escritor Christopher Isherwood ha inspirado en todas estas décadas para, definitivamente, regresar a la fuente primogenia y permitir la presencia en escena de personajes y situaciones no favorecidos por las estrategias que animaran las posteriores creaciones dramáticas. En el libro de Isherwood se hallan las claves sobre las cuales desea establecer Mefisto Teatro su diálogo con el espectador de hoy.
Privilegia así esta lectura la discriminación de etnias, credos, sexualidad, prácticas económicas que ejerció el nazismo; su totalitarismo y ausencia de libertad, junto al oportunismo, revanchismo e hipocresía que alentó como pilares de la moral ciudadana, todo ello sin perder ni lacerar su original contexto genérico de comedia musical.
Si su dramaturgia tiene la virtud de visibilizar las contradicciones ideológicas propias del entramado social donde transcurre la historia creo que aún no consigue la adecuada conexión entre las escenas que la presentan. Es decir, si bien la fluidez del espectáculo en cuanto a su estructura externa está garantizada por la pericia de su director y la agilidad y precisión de sus intérpretes, su estructura interna parece transitar a saltos.
Mientras me preparaba para escribir esta reseña reflexionaba acerca de la singular relación especular que se va produciendo entre el discurso artístico y el discurso crítico en las complicadas circunstancias económicas y sociales que caracterizan la vida del país y que determinan un alto nivel de entropía y precariedad en la práctica teatral, entre otras prácticas sociales. Las difíciles situaciones que tienen que enfrentar los directores en cuanto a la producción de sus espectáculos y la conformación de sus elencos se corresponden, en el plano del pensamiento teórico, con la inviabilidad para valorar adecuadamente los resultados obtenidos, pues ¿cómo poder evaluar una escena que tiene que apelar con frecuencia a la presentación de sucedáneos?
¿Bajando el rasero del juicio crítico, haciendo de la vista gorda cada vez que aparece el gato en el lugar de la liebre? ¿Es esto ponerse a tono con el contexto? ¿Resulta útil? ¿A quién?
En el caso específico de la escena musical que, de acuerdo con las características esenciales del género, debe destacar por sus bailes y piezas musicales, las cuales incluyen el canto, el asunto se torna agónico a partir del hecho de que bailes y canciones han tenido que ser encargados al especial esfuerzo de actores que no han sido entrenados como comediantes musicales y que, en buena parte de los casos –y este es el mayor problema— distan de poseer las condiciones necesarias.
La versión de Cabaret que nos ocupa no consigue escapar de tal circunstancia.
En cuanto a las actuaciones, ocupa un lugar muy destacado la creación que hace el joven Rayssel Cruz del Maestro de Ceremonias; un trabajo integral que moviliza todas sus capacidades. Por su parte, Enrique A. Estévez logra un desempeño notable que cuida las transiciones y acentos propios de su discurso y consigue plasticidad y limpieza en sus movimientos.
Con particular gusto disfruté la presencia de los primeros actores Ramón Ramos y Hedy Villegas como el Sr. Schultz y la Srta. Schneider, respectivamente, en el elenco de esta puesta. Ambos brindan una lección de proyección de la voz, dicción limpia y precisa, mientras entregan — una vez más — lo mejor de sí en cada representación, a partir de la legítima construcción de caracteres y de la genuina interrelación entre ellos en una partitura que se sustenta en el trabajo interno del actor aún en condiciones de organización del espacio que presentan un inusual grado de complejidad.
Nuevamente las posibilidades triunfaron sobre las necesidades en el terreno de la producción material del espectáculo. El concepto de la puesta, su idea poética, que en el plano del diseño preveía la organización y significación del espacio como el andén de una estación de ferrocarril (acorde con las notas que aparecen en el programa de mano) resultó abortado. De esta forma mientras las estructuras de metal alusivas a la terminal de ferrocarril fueron quedando por el camino, solo consiguió llegar hasta nosotros el espacio rectangular y alargado, que recuerda una pasarela, donde tienen lugar los números de baile. A uno y otro lado se levantan las gradas con los espectadores. En sus extremos suceden buena parte de las escenas encargadas a los actores, las cuales deben ser observadas por el público desde una perspectiva diagonal que resulta incómoda.
Confieso que hubiera preferido una concepto distinto de puesta en escena, íntimo, tan cercano al espectador que llegara a involucrarlo físicamente, en el mejor estilo del cabaret alemán de entre guerras. El carácter de este espacio y la atmósfera que él favorece se me antojan propicios a la índole de las relaciones interpersonales que propone la historia dramática. También plantea otra cosmovisión — plausible — de la escena musical, alejada de los grandes escenarios y las macroperspectivas y un tanto más próxima a nuestras capacidades de producción.
Sin duda Mefisto Teatro ha llevado a cabo una hazaña: la de hacer un musical — el más complejo género escénico — en un paisaje imposible. Ello constituye el más ferviente alegato en favor del género. Sin embargo, hora es ya de emprender las acciones definitivas que garanticen la presencia del teatro musical (en la variante de la comedia musical contemporánea) en nuestra escena, en que el género deje de ser esa rara avis que de manera ocasional y un tanto incierta (pienso en "Tocororo", de Carlos Acosta; en "Vida", de Lizt Alfonso; "La verdadera historia de Pedro Navaja", de Nelson Dorr; "Mahagonny", "La ópera del mendigo" y "Macbeth" vino montado en burro, de José Milián) remonta vuelo. La primera de estas acciones será la formación de comediantes musicales con el concurso de las experimentadas figuras del género que aún alientan entre nosotros dispuestas a poner oficio y pasión al servicio de las nuevas hornadas, toda vez que, tras sus oropeles, el género esconde la exigencia de una especialización de altura ajena a la improvisación y el diletantismo.
Solo entonces el talento hallará las circunstancias para su magnífico despliegue.
Original publicado en
La Habana, 10 de Enero del 2009