En las ciudades y la arquitectura cubana contemporáneas también aparecieron, con algunos matices propios, los efectos de la misma política cultural rígida e impositiva que dañó el pensamiento, la literatura, el teatro y otras manifestaciones intelectuales y artísticas en los años Setenta. Esa década obscura empezó antes para la Arquitectura cubana, y no ha terminado, asociada a una mediocridad en ascenso que aplasta como sospechosa cualquier manifestación de creatividad individual. La tolerancia fue vista como flojera impropia de revolucionarios, y la intransigencia pasó a ser una virtud, en vez de un defecto. Una xenofobia provinciana rechazó lo diferente y venido del exterior.
Ya en la segunda mitad de los Años Sesenta el conjunto de las Escuelas de Arte de Cubanacán fue satanizado; sus autores, acusados de elitistas, y su influencia fue considerada perniciosa para un joven estudiante de Arquitectura. Sus oponentes, afiliados a un pragmatismo tecnocrático, estaban dispuestos a sacrificar la belleza para, supuestamente, lograr construcciones técnicamente impecables y en la gran cantidad que requería el país. La práctica demostró que, una vez que la belleza fue sacrificada, se perdió lo demás. Había comenzado el culto a la improvisación.
En la primera mitad de los Sesenta se había alcanzado una alta calidad arquitectónica de la producción media, que cubrió nuevos programas y se extendió por todo el país. El espíritu creativo del momento se condensó en La Rampa. Esas pocas cuadras en pendiente formaban el marco físico todavía flamante y con una vívida imagen urbana para una rica mezcla de funciones, edificios y personas. Allí se produjeron intervenciones culturales impactantes, y fueron construidas algunas de las obras modernas más importantes. En realidad, ésa fue la época dorada de la Arquitectura Moderna en Cuba. Eso ocurrió en medio de una coyuntura nacional aún más difícil que la actual, con grandes tomas de conciencia y de partido, y las consiguientes rupturas y desgarramientos personales y colectivos. A ello se unió la estampida de la mayor parte de los arquitectos más renombrados, la escasez material generalizada, y una desestabilización interna que incluyó agresiones armadas con apoyo extranjero.
Los errores y abusos de poder que marcaron a muchos campos de la cultura cubana en el llamado Quinquenio Gris, fueron después en gran parte subsanados, aunque las heridas personales quedaron y muchas carreras se frustraron. Artistas y escritores marginados fueron rehabilitados y hasta premiados, y sus obras volvieron a llegar al público. Pero la mala arquitectura y el urbanismo escuálido que se hicieron bajo ese signo han permanecido. Peor aún, la mentalidad, las estructuras institucionales y el estilo de trabajo que lo generaron, han seguido. La autoridad del arquitecto sobre su obra fue secuestrada por los constructores —algo equivalente a dejar que los impresores determinen cómo se deben escribir los libros—, y, más tarde, ahogada por una liturgia complicada de abanderamientos, metas, obras de choque, contingentes, inauguraciones y decisiones improvisadas. En gran medida, esto se correspondió con una centralización que mataba la creatividad y comprometió al país con una infraestructura de centenares de plantas de elementos rígidos prefabricados. La movilización política alrededor de una obra se volvió más importante que la obra en sí.
¿Cuándo empezó el problema? Es difícil encontrar partidores de aguas en procesos graduales y complejos, pero hay hechos que pueden servir de marcadores. Para mí, el triunfo de la mentalidad dogmática, represiva e igualitarista por abajo en la ciudad se hizo evidente en 1967 —el mismo año en que fuimos golpeados por la muerte del Che, y se preparaba la Ofensiva Revolucionaria—, con el cierre arbitrario, muy poco después de inaugurada, de la Casa de Cultura que proyectamos en la antigua Funeraria Caballero, en plena Rampa, donde había trabajado de manera voluntaria con dos arquitectos de la talla del veneciano Roberto Gottardi y el español, prematuramente fallecido, Joaquín Rallo. Esa instalación, con un estudio muy novedoso del color, se convirtió inmediatamente en un sitio de moda para jóvenes extravagantes, sospechosos de ser penetrados culturales, que no encajaban en los parámetros de lo que se suponía debería ser un joven revolucionario. Irónicamente, los funcionarios represores no comprendieron que los pelos largos, las barbas y los collares de semillas eran una moda impuesta en el mundo por los rebeldes de la Sierra…
La pregunta natural es: si en los difíciles años Sesenta pudo lograrse una arquitectura con un alto nivel medio, ¿por qué se produjo el desplome posterior? ¿Y, sobre todo, cómo impulsar un despegue? Obviamente, no se trata ahora de repetir fórmulas que surgieron en otro contexto y consiguieron expresarlo creativamente, sino de recuperar el espíritu de entrega y experimentación que marcó aquella época, estimular la crítica en los medios masivos, buscar formas de retribución apropiadas, y encontrar un estilo de trabajo descentralizado con equipos pequeños agrupados por afinidad profesional, empleando los concursos como la mejor forma posible para premiar la calidad y dar iguales oportunidades a todos los arquitectos, tanto jóvenes como consagrados.
Para terminar, otra pregunta: ¿Estamos haciendo la clase de arquitectura que merece este país? Desde este medio siglo de afanes, ilusiones y riesgos compartidos, quiero ver desde adentro lo que va a pasar, y ayudar a que salga lo mejor posible.
Página enviada por Desiderio Navarro
(26 de febrero del 2008)