Con una disertación sobre una figura que le resulta particularmente cara Abelardo Estorino acaba de integrar la Academia Cubana de la Lengua.
Las tertulias habaneras de don Domingo del Monte y su influencia sobre el poeta y dramaturgo José Jacinto Milanés han servido de tema para su discurso inaugural como Académico, mientras a través de más de cinco décadas una sólida trayectoria creadora — pródiga en aportes a nuestra cultura — lo conducía a tales predios.
Tal y como ya expresé en un artículo anterior ("Los ángeles malditos") la naturaleza dual del texto dramático — un producto en última instancia destinado a los escenarios y, por tanto, a un disfrute audiovisual como parte integrante del texto espectacular, en el que la teatrología se afana por encontrar una elevada dosis de esa inefable sustancia que es la teatralidad, lo cual no lo priva de su condición literaria toda vez que las correspondientes teorías en boga continúan considerándolo como producto genérico literario y esperan de él, en consecuencia, el cumplimiento de determinados cánones estéticos — pesa sobre los autores que escribimos para el teatro como una maldición.
Dicha circunstancia, en lugar de reportarnos la ventaja de la ubicuidad en el universo de las expresiones artísticas, nos coloca de modo constante en ociosas encrucijadas; cada cierto tiempo se nos pretende excomulgar de las comunidades o gremios literarios y, de modo más o menos sistemático, se cuestiona nuestro acceso al mundo del Libro, mientras variadas tendencias teatrales de moda, en lucha contra el logocentrismo, preconizan la desaparición de la profesión de dramaturgo y diluyen su quehacer en el resto de los integrantes del equipo creador.
Por esto, entre otras razones, el acontecimiento que motiva este comentario reviste una particular importancia para el sector teatral, creador de un arte que no siempre ocupa el espacio social que merece.
Abelardo Estorino (Unión de Reyes, 1925), en su condición de dramaturgo, ha dado a la escena, a la par que a las letras cubanas títulos como El robo del cochino y La casa vieja, menciones ambos en el certamen literario convocado por la Casa de las Américas en 1961 y 1964, respectivamente, La dolorosa historia del amor secreto de don José Jacinto Milanés (1973), que años después se convertirá en Vagos rumores (1992), Ni un sí ni un no (1980), Morir del cuento (1983), Que el diablo te acompañe (1987), Las penas saben nadar (1989), Parece blanca (1994), El baile (2000), entre otros textos. Por ellos ha sido merecedor de numerosos reconocimientos entre los que se cuentan los correspondientes al Festival de Teatro de La Habana de 1984 — por Morir del cuento — y el resonante éxito obtenido en el XVII Festival Internacional de Teatro de Sitges, Barcelona, donde obtiene la Mención Especial del Jurado en el Premio Cau Ferrat ; el Premio de Texto en la primera edición del Festival del Monólogo (1989); el Premio Villanueva de la crítica especializada a las puestas en escena de Vagos rumores (1992), Parece blanca (1994) y la reciente versión escénica de Morir del cuento (2005) que, por supuesto, parten de la valoración de los respectivos textos dramáticos; el Premio de la Crítica a la edición de Vagos rumores y otras obras (2000), entre otros.
En 1992 su producción literaria lo hizo acreedor del Premio Nacional de Literatura y, en el 2002, su labor integral como hombre de teatro mereció el Premio Nacional de Teatro, siendo el primer dramaturgo en recibirlo.
La Orden Alejo Carpentier y la Medalla Félix Varela también lo distinguen.
Su creación dramatúrgica exhibe multiplicidad de géneros y formas y se caracteriza por un serio afán de búsqueda y renovación que no son deudores de modas, ismos ni voluntad alguna de complacencia.
Reiteradamente sus obras han establecido hitos en la escritura teatral de la Isla.
Tales son los casos de elaboraciones tan diversas como La casa vieja, Las vacas gordas, Los mangos de Caín, Morir del Cuento, Vagos rumores y Parece blanca. Mientras, los textos más alejados en el tiempo, en cuanto a las fechas de su creación, resultan revisitados por las nuevas promociones de directores y disfrutados por las sucesivas generaciones de espectadores.
De un modo original Morir del cuento evoca una historia familiar que habla de la dualidad de la moral, de la refracción de los estamentos de clases en las zonas más íntimas y de la corrupción pública que invade los espacios privados; no hay asunto nuevo en ello pero la densidad poética de su construcción, plena de significados y sugerencias termina imantando al lector/espectador. Vagos rumores, por su parte, con igual sabiduría evoca la leyenda de Milanés mientras habla del Artista y la Creación. Parece blanca es la lectura, desde la teatralidad, desde el centro mismo del concepto de la representación, de la Cecilia Valdés, de Villaverde; la novela cubana por excelencia, potenciando con el instrumental del teatro el examen de la sociedad cubana del XIX y la construcción de determinados aspectos de la nacionalidad. La operación es de tal originalidad y esencialidad que ha resultado imposible y ocioso hasta la fecha pretender superarla.
Mucho se ha reflexionado y escrito sobre Estorino — continuador de esa nueva dramaturgia cubana que inaugura espléndidamente Piñera — y a mucho más aún anima su práctica. Valgan solo estas líneas, escritas a vuelapluma, para celebrar con el mayor júbilo el reciente y trascendental suceso.
Página enviada por Esther Suárez Durán
(9 de diciembre de 2006)